Foto: @pauloslachevsky

05 de julio 2021

El porvenir de nuestras noches

por L. Felipe Alarcón

Hay una noche en la noche
Joë Bousquet

De Epiménides se dice (es una leyenda) que durmió ininterrumpidamente durante 57 años. Eso ya bastaría para recordarlo y, de paso, transformarlo en santo patrono de los cansados. Pero lo realmente destacable de la historia es que cuando despertó no solo tenía la misma edad que cuando lo invadió el sueño, sino que poseía el don de la adivinación. Don extraño, porque según Aristóteles «no hacía sus adivinaciones sobre lo que iba a ocurrir, sino sobre los hechos pasados que permanecían oscuros».

Despejada la incredulidad primera y de todos modos razonable, no es difícil imaginar por qué podía adivinar el pasado: lo había vivido. Lo recordaba como si hubiera sido ayer porque para él se trataba efectivamente de ayer y no, como para el resto, de hace 57 años. No haber vivido la noche, ese fin del día que permite distinguir uno de otro, le permitía escapar a la confusión, al olvido y quizás (aunque no lo sabemos) también al arrepentimiento por los excesos que la oscuridad  propicia. O bien, como afirmaba Rétif de la Bretonne, Epiménides vivió una sola noche, una bien larga, y no las 27.450 que en toda ley le correspondían. Sea como sea, su leyenda nos dice algo importante: sin noche hay solo presente, infinito presente. Tal vez, si se tiene la desgracia o la suerte de Epiménides, también pasado. En cualquier caso lo que no hay es futuro. Sin noche no se abre ningún porvenir. Bolaño, a su manera, lo sabía cuando escribió el Primer Manifiesto Infrarrealista: «Los explotados tendrán una gran fiesta. Memoria y guillotinas. Intuirla, actuarla ciertas noches, inventarle aristas y rincones húmedos, es como acariciar los ojos ácidos del nuevo espíritu».

Si no hemos acariciado todavía los ojos ácidos del nuevo espíritu, sí hemos experimentado una transformación del tiempo. Desde que nos confiscaron la noche vivimos un presente continuo, diferenciamos mal los días, creemos (como unos Epiménides a escala) que la semana pasada fue ayer. Y no acariciamos los ojos ácidos del nuevo espíritu, no fabricamos guillotinas (aunque a veces las soñamos) ni ha empezado la gran fiesta de los explotados (aunque a ratos se escuchan los tambores que la anuncian). Hay algo de la política que nos estamos perdiendo.

La referencia a Epiménides puede causar un malentendido. La cuestión con la noche no es dormir o no dormir,  ni siquiera dormir poco o demasiado. Por mucho que Breton haya escrito en el Manifiesto Surrealista «Todo está cerca. Las peores condiciones materiales son excelentes. Los bosques son blancos o negros. Nunca dormiremos», la cuestión no es esa sino la experiencia de la noche, lo que esta hace posible. Y qué pasa cuando nos falta. Nuevo posible malentendido: lo que la ausencia de noche nos quita no es la acción política, que se puede seguir haciendo y se ha seguido haciendo, sino un porvenir, un futuro que se pueda enunciar en términos políticos. Ahora bien, la política y el porvenir son dos cosas que van juntas. Decir esto no es nuevo, ya Aristóteles, que no se destaca precisamente por su progresismo, lo pensaba: «la oratoria política trata de asuntos futuro», dice en la Retórica. Bien pero ¿y qué tiene que ver acá la noche? Adentrémonos.

Una primera constatación, bastante simple por lo demás, es que la noche entendida «físicamente» no es solo, y ni siquiera principalmente, lo que se opone al día. Es más bien lo que hace posible su pluralidad: hay «días» y no solo «un día» porque algo los separa. Ese algo es la noche. Este es un primer sentido en que sin noche hay solo presente continuo. Podría decirse, inversamente, que sin día hay solo una noche y no varias. Es cierto. Esa verdad aparece brutalmente en el insomnio, o bien en esas noches en que en lugar de dormir se trabaja. En los dos casos es difícil distinguir si algo pasó ayer u hoy. Un puro presente continuo. Pero lo que dejamos de vivir, lo que nos quitaron, fue la noche, no el día. Esto lleva a un segundo nivel, a una constatación menos simple: la noche no es solo física, no es solo un determinado tiempo que va (dependiendo de la estación, la posición geográfica y las costumbres) de las 20h a las 5h. En Noches de París, Rétif de la Bretonne dice con el humor usual de los escritores libertinos: «¿Qué es la noche? En la tierra, son doce horas durante las cuales el sol ilumina el otro hemisferio. Están igualmente repartidas por el ecuador y desigualmente más allá de los trópicos. Son, sin embargo, siempre doce horas pues los días más cortos compensan los más largos». A continuación detalla la duración de la noche en la luna, Marte, Júpiter, Saturno, Venus y Mercurio para concluir: «Tenemos ahora la perfecta acepción de la palabra NOCHE». Ahora bien, lo que Rétif cuenta en las Noches de París es, precisamente, las diversas maneras de habitar la noche, de vivirla o dejarse vivir por ella. El subtítulo es, de hecho, «El espectador nocturno». Si la noche entonces puede definirse como un fenómeno natural (cuestión de luz, de rotación y hemisferios), las noches solo existen en la medida en que son vividas.

La cuestión podría entonces decirse así: si por el momento ningún toque de queda, ninguna restricción sanitaria, preventiva o autoritaria puede quitarnos la noche, sí puede dejarnos sin las noches. Es cierto: puede haber y hay experiencia solitaria de las noches. También pueden haber y siguen habiendo ciertas experiencias compartidas, a pesar de todo: parejas, amigos, amigas y un largo etcétera conformado por todas las combinaciones posibles de lazo y número. ¿Qué es lo que no hay?, ¿por qué decir que nos quitaron las noches parece tener todo sentido? ¿Por qué, al menos en Santiago, alguien escribe en las paredes «Devuelvan la noche, giles culiaos»? Es aquí donde entra la política. Lo que no hay, o lo que al menos se dificulta, es lo imprevisible. Impedir la circulación (en rigor, hacerla depender de un permiso) es precisamente impedir los encuentros, los desvíos, las decisiones de último momento. Pasamos de vivir las noches a gestionarlas. Y la gestión, lo sabemos, es todo lo contrario a la política. Esta solo tiene sentido en una ausencia de orden preestablecido. Hay política, de hecho, solo allí donde hay algo que decidir, allí donde las consecuencias no son del todo calculables. Si lo fueran, entonces en realidad no habría que decidir, solo habría que gestionar. Y eso en todos los campos: nos puede faltar osadía, podemos no tener los medios, puede inmovilizarnos el miedo y entonces no ejecutar la decisión, pero si todo es calculable, entonces en realidad decidir no tiene sentido.

Esto no es solo cuestión de lógica, es también la historia: cómo organizar la ciudad, por ejemplo, es una pregunta que solo pudo surgir cuando la idea de orden natural empezó a tambalear, cuando no fue tan seguro qué había que hacer. Incluso en el esquema más liberal, allí donde la política es el arte de los acuerdos y la negociación, estos son solo posibles si no es seguro el camino, si lo que está en juego es una convicción y no una verdad revelada. E incluso en los casos en que sí se trata de una verdad revelada, por Dios, por la Historia, el Espíritu nacional o por vaya a saber uno qué, es al menos una verdad en disputa. Cuando ese espacio de incertidumbre no existe, simplemente no hay política. Ahora, la cuestión podría ser más simple: no hay nada seguro porque en la política de lo que se trata es del porvenir, que es por definición algo de lo que no tenemos ningún conocimiento exacto. Eso explicaría, de paso, por qué la moderna ciencia política se mueve entre la adivinación y el estudio de  las mejores formas de gestionar el aparato estatal.

Lo central queda de todos modos oscuro. Supongamos que lo que digo es cierto y que sin noches no hay porvenir, sino solo presente continuo. Y también que sin porvenir no hay política posible. O, para ser más precisos, hay acción política pero no imaginación política, necesaria para no repetir los esquemas ya pasados, para proyectar un futuro. Un juego de equivalencias nos ha llevado a decir que entonces sin noches no hay política, lo que en el mejor de los casos puede ser un slogan pero todavía queda por probar. Nuevamente la cuestión puede ser más simple de lo que parece. No es que solo las noches abran un porvenir, también el día lo puede hacer. No es tampoco que el toque de queda nos deje sin ninguna experiencia de las noches. Eso es simplemente falso. Lo que sí pasa es que el campo de experiencias posibles se reduce drásticamente. Las noches tienden a privatizarse, se vuelven de pareja, de amigas y amigos, de familiares o convivientes. Gestión de relaciones, en resumen. Eso es lo grave.

Hay que aceptarlo, el día ha sido históricamente asociado a la producción, a la conciencia («despertar», «abrir los ojos», ¿no son todas metáforas de la conciencia?) y entonces a lo calculable, lo posible, lo necesario. Tal vez por eso la noche se asocia al exceso, al gasto idiota de dinero o de energía. Porque, lo tomo como algo dado, la noche ha sido para nosotros, desde hace siglos, ese espacio de lo incalculable, de lo que parecía imposible. Del porvenir, en el fondo. Eso no responde solo a la diferencia de luz, hay algo más y ese algo más es difícil de desentrañar. Sea como sea, si la noche se privatiza, si se vuelve algo que hay que calcular, perdemos una parte fundamental. Que alguien duerma, no se entregue a la noche o prefiera el día es algo secundario. Lo que importa es la existencia de esa posibilidad. Sin ella, no hay porvenir posible, quedamos encerrados en el presente, sin política y sus incertidumbres. Luchar por recobrarla no es entonces solo una cuestión de derecho formal a la circulación, tampoco un romanticismo vampírico o un alcoholismo mal disimulado que quisiera volver a los bares y las fiestas. Se trata de algo más grave, eso mucha gente lo ha notado. Más grave y poco relacionado con las medidas sanitarias para controlar la pandemia. Hay, es lo menos que se puede decir, una circulación diurna que se considera necesaria y una circulación nocturna que se considera prescindible. Recuperar nuestra parte de inutilidad, nuestro andar a tientas, nuestra imposibilidad de distinguir claro es también una cuestión política. Puede que sea incluso el centro de una política.

Estas viejas historias sobre Epiménides pueden parecer, lo sé, fuera de lugar. Hablar de adivinos, poetas y libertinos no parece adecuado a este contexto, pero sobre todo parece algo lejano. No lo es tanto. Lo oscuro y lo claro, la enfermedad y lo incalculable son también parte de esa historia antigua. Diógenes Laercio lo cuenta así: «Padecían peste los atenienses, y habiendo respondido la pitonisa que se lustrase la ciudad, enviaron a Creta con una nave a Nicias, hijo de Nicérato, para que trajese a Epiménides. Llegó, en efecto, en la Olimpíada, expió la ciudad y ahuyentó la peste de la forma siguiente: tomó algunas ovejas negras y blancas, las condujo al Areópago y las dejó para que de allí se fuesen a donde quisiesen, mandando a los que las seguían que donde se echase cada una de ellas las sacrificasen al dios más vecino al paraje. De esta manera cesó el daño».

Administrador público de la Universidad de Chile, Magíster en Pensamiento Contemporáneo del Instituto de Humanidades de la Universidad Diego Portales y Doctor de la École Normale Supérieure de Paris. Ha traducido, entre otros, a Jean-Luc Nancy, Serge Margel, Maurice Blanchot y Jean-Christophe Bailly. Ha escrito también algunos artículos sobre pensamiento francés contemporáneo.

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