
En 100 años de rebeldía, orgullosos de ser indios
En memoria de Doña María Ided del Carmen Fernández
Resulta ciertamente paradojal que Colo-Colo tenga tal grado de relevancia en la historia de nuestro país, siendo a la vez un equipo que simboliza el sincretismo cultural entre el pueblo chileno y el pueblo mapuche. Que esta institución que hoy cumple 100 años de vida sea una genuina expresión popular en una sociedad que exhibe con el pasar del tiempo preocupantes grados de racismo y desprecio por los pobres del campo y la ciudad.
Que incluso la palabra “indio” sea empleada como un insulto para referirse a la fanaticada de este equipo, también conocido como el orgullo de la clase obrera, es una afrenta tristemente habitual. Que su hinchada padezca un odioso estigma social que es reforzado por la prensa sensacionalista, motejada a menudo como “rasca”, “cuma”, “flaite”, apuntada por los medios de comunicación masivos como la causa de la violencia en los estadios, cuando en realidad el amor por Colo-Colo ha servido como un refugio y un sentido de pertenencia para miles de jóvenes de barrios periféricos en una época marcada por el nihilismo y la injusticia social.
Que la institución deportiva más importante de este país haya sido objeto de inescrupulosas mentiras, como aquella según la cual el Estadio Monumental fue financiado por la dictadura de Pinochet, solo demuestra las pasiones que despierta Colo-Colo en sus rivales. Pasiones intensas, a veces tristes, pero la mayoría de las veces alegres, dejando en evidencia que a Colo-Colo solo se le puede amar o se le puede odiar, porque a diferencia de otros ámbitos de la sociedad, el cacique no conoce términos medios ni relativismos de ninguna naturaleza.
Nadie es indiferente a Colo-Colo, este equipo que nace de la rebeldía de su primer capitán, David Arellano, un 19 de abril de 1925, y que ha hecho de ella un principio intransable, exigiendo a quien vista esta camiseta entrega absoluta en la cancha donde juegue. Porque por sobre las glorias deportivas y los trofeos que adornan sus abultadas vitrinas, Colo-Colo implica algo más. Y ese “algo” es una historia chilena subyacente o alternativa, no oficial, que es la historia de la emergencia de las masas populares en la modernidad y en la cultura, es decir, de los pueblos marginados, explotados y excluidos que se hacen visibles y se ganan un lugar en el espacio público a través de sus expresiones propias, que no escatiman en esos aspavientos que descolocan e irritan a los dueños del poder y la riqueza.
Por eso la hinchada colocolina es tan diversa. Abarca -como entona el cántico aquel- desde un cura hasta un ladrón. De ahí que la opinión de las élites, cuya caja de resonancia es la prensa burguesa, utilice a la Garra Blanca como el chivo expiatorio para proferir su desprecio y el asco que siente hacia el pueblo de Chile. Dicho de otro modo, el rechazo al pueblo por parte de las élites es nombrado por medio del significante “Garra Blanca”.
Desde luego que no romantizamos a este pueblo colocolino. Las conductas abyectas que germinan en su interior, en un contexto caracterizado por el avance de las lógicas capitalistas, le han hecho mucho daño. No solo las barras bravas, acusadas de coludirse con el crimen organizado, sino especialmente la sociedad anónima que controla al club y el negocio mediático del que se hace parte un periodismo deportivo cada vez más reaccionario.
La idea de que lo popular, simbolizado por Colo-Colo, se opone a lo culto y a lo civilizado, manifiesta una visión profundamente colonial de las élites que se imbrica a un racismo actualizado que ahora se disfraza de lucha contra la delincuencia. No porque la delincuencia no exista, dentro y fuera de los estadios, sino porque en nombre de la seguridad también se asesina a los hijos y a las hijas del pueblo trabajador.
Si los muertos hubiesen sido dos uniformados en manos de hinchas colocolinos, se nos habría prohibido celebrar el centenario. Es probable que las autoridades decretaran estado de excepción y hasta toque de queda, incluyendo allanamientos en las poblaciones. Sin embargo, nada de eso ocurre cuando las balas del Estado asesinan a jóvenes populares como Mylan y Martina. Es la sangre obrera dándole abono a estas tierras neoliberales. Sangre obrera en las ciudades, sangre mapuche en el sur. Es que de eso se alimenta el capital: de la sangre del pueblo.
En estos 100 años de historia, Colo-Colo ha sido objeto de dominación, pero al mismo tiempo se ha constituido en agenciamiento de una resistencia. Pues como cualquier fenómeno social masivo, escenifica la disputa entre la cultura oficial, o hegemónica, y los puntos de fuga que la desafían. Suponer que Colo-Colo es un instrumento del orden capitalista es no entender la politicidad de los conceptos en cuestión: allí donde hay hegemonía, también hay una subalternidad que le hace frente. En efecto, el amor por Colo-Colo no se reduce a una legitimación del statu quo, porque es un movimiento vivo de la historia atravesado por disputas sobre su sentido social.
Colo-Colo ha enriquecido con creces el deporte nacional y la cultura popular chilena, y si logra superar los escollos que hoy lo han hecho tropezar, puede erigirse como una referencia política transformadora de la que brote pensamiento crítico y no solo repudios y condenas. Una institución que sea promotora de profundos cambios sociales es la que debemos construir, enalteciendo los valores de Arellano y el carácter asociativo del deporte para subvertir el individualismo neoliberal imperante y la razón puramente calculante que amenaza con hacer del fútbol, y de toda actividad posible en la sociedad, un burdo negocio.