Foto: @pauloslachevsky

02 de noviembre 2021

Estado de excepción: contraofensiva de la democracia tutelada

por Danilo Billiard

El Gobierno ha decidido decretar un Estado de Excepción Constitucional por Emergencia que afectará, inicialmente durante quince días, a las provincias de Malleco, Cautín, Biobío y Arauco en el sur de Chile. Los motivos serían, por una parte, la violencia rural, y por la otra, una hipótesis de narcoterrorismo que no cuenta con evidencias suficientes para justificar que en esas provincias efectivamente el narcotráfico se ha descontrolado, a diferencia de otras zonas del país, partiendo por algunas comunas de Santiago. 

Aunque este decreto tiene también propósitos contingentes de carácter electoral, orientados a cohesionar a los candidatos del oficialismo, pero también a sus bancadas parlamentarias que, en los próximos días, tendrán que pronunciarse respecto a la acusación constitucional contra Sebastián Piñera, el anuncio no hace más que evidenciar las antinomias de una derecha arrinconada producto del agotamiento de la episteme en que se sostenía. 

Que mientras con una mano se promueve la libertad, con la otra se la restrinja, es el resultado de una racionalidad política inaugurada por la dictadura, cuyo sistema de gobierno es la “democracia tutelada“ que funda Jaime Guzmán. Que la democracia termine aproximándose a su opuesto antinómico, la dictadura, no es parte de un progresivo desarrollo destinado a alcanzar una plenitud histórica, como lo sugirió por 30 años el discurso de la Concertación. 

Más que “enclaves autoritarios” (término adscrito a un principio teleológico) que el lento proceso de democratización superaría, el asunto pasa por el hecho, constitutivamente paradójico, de que las categorías políticas modernas están compuestas de aporías insalvables, caracterizadas por la primacía de lo negativo como presupuesto para la autoconservación vital en tanto criterio de legitimación del poder. 

Que la democracia, expuesta al riesgo de su propia implosión, sea asegurada suprimiéndola o limitando en grado máximo sus posibilidades expansivas, explica el hecho de que la libertad individual (fundamento del liberalismo) y su presunta autonomía originaria, termine imbricada a una totalización biopolítica cuyo sujeto es el cuerpo de la población clasificado (ahora culturalmente) a partir de preceptos raciales, sometido a un poder pastoral que por estos días se ejerce a través de la gubernamentalidad biomédica. 

En efecto, el abuso que el Gobierno ha hecho de los decretos de excepción en los últimos dos años es perfectamente coincidente con esta racionalidad de gobierno: solo contradiciendo la democracia es como ella puede ser salvada de su radicalización afirmativa, de lo cual se sigue su creciente anulación, no quedando más que un simulacro de ella que el espectáculo de los ritos electorales contribuye a reforzar. 

Subsumida la democracia en la dictadura, no hay más que un continuum dictatorial que ahora ya no requiere ninguna clase de eufemismos para su funcionamiento, cuando las relaciones de poder han quedado al desnudo por la intensidad destituyente de la revuelta. 

Son dos sentidos los que podemos atribuir a la palabra democracia: un sistema de representación política (y solo son representables las identidades, sean individuales o colectivas), pero también un modo afirmativo de la experiencia común (la diferencia indialectizable). Así, que la democracia liberal se encuentre siempre amenazada por el totalitarismo, obedece a que ella misma, instituida a partir de una lógica inmunitaria (de acuerdo con Roberto Esposito), termina no solo por obliterar al individuo, sino que también por destruir lo social. 

Que el culto al individualismo moderno se combine con una defensa tradicional de la familia (es el antropólogo francés Louis Dumont quien rastrea las raíces cristianas del individualismo), y que la libertad sea asegurada mediante procedimientos autoritarios, expresa la interacción discontinua entre perspectivas modernas y anti-modernas. De ahí que el neoliberalismo sea un verdadero “retorno de lo reprimido”, sincretismo explosivo entre figuras míticas e innovaciones técnicas (el nexo entre fascismo y desarrollo tecnológico que advirtiera Herbert Marcuse). 

Bajo esta mirada, es preciso también señalar que no es la salud de la población en sí misma lo que determina las restricciones impuestas por la gestión política de la pandemia, sino que el ensamblaje de la libertad individual a los dispositivos de control ajustados a un nuevo régimen de bioseguridad, en que la vieja democracia parlamentaria es excedida por la facticidad de estos procedimientos. Porque el teletrabajo (precedido por el capitalismo de aplicaciones) y la universidad remota eran desde hace mucho tiempo narrativas distópicas que, haciendo uso de la pandemia, el gobierno neoliberal de los cuerpos logró consolidar. 

El eslogan “Quédate en casa”, que a estas alturas parece el amargo recuerdo de dolorosas cuarentenas, ha sido reivindicado como una necesaria protección vital ante la amenaza vírica, sin embargo, sus consecuencias en el ámbito de la salud mental, y el riesgo de convertir el aislamiento social en un hábito, evidencian que esta biopolítica yace contaminada del nihilismo: guiada por el derrotero de la negatividad hasta exponer la vida al riesgo de su completa devastación.  

Que el Estado de Excepción Constitucional por Emergencia pueda ser usado indistintamente con fines sanitarios o de orden público, es porque el objetivo que persigue es exactamente el mismo: la seguridad, eje de una racionalidad de gobierno que promete salvar la vida de unos, al costo de la destrucción de la vida de otros.  

La responsabilidad del pensamiento consiste hoy en imaginar una democracia radical que se desarrolle a partir de la diferencia, y que haga de la potencia inmanente de los afectos el signo de cualquier institución.

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