18 de junio 2018

Geopolítica de las Drogas

Prólogo del libro de Alain Labrousse, Geopolítica de las Drogas. Santiago: Lom Ediciones, 2012.

 

La lectura de esta obra revelará a algunos ingenuos que el problema de la prohibición de tóxicos supera con creces las moralinas, los discursos paternalistas y los ceños fruncidos de los jueces de la moral pública, al tiempo que desmentirá a un conjunto de hipócritas que con análogas actitudes ocultan un mundo siniestro de criminales de iniciativa privada y estatal.

Creo que nadie pretenderá seriamente encubrir toda esta maraña de intereses tenebrosos calculados en cifras que superan en mucho las deudas externas de varios países periféricos, hipnotizando a un público incauto con la represión de adolescentes que fuman marihuana en una plaza.

Más allá de la posibilidad de discutir algún dato menor, lo cierto es que lo que el libro destapa ya es inocultable al mundo. La prohibición convierte cualquier veneno en oro y desata una nueva “fiebre” con el saldo de miles y miles de asesinatos. Nunca sabremos cuántos años hubiese demandado la producción de igual número de cadáveres por efecto del abuso de los tóxicos que se quisieron prohibir y que en definitiva se siguen comerciando, usando y abusando, solo que a los precios más increíble y artificialmente elevados por efecto del prohibicionismo.

El criminólogo se halla con la paradoja de una producción de masacres creada con el pretexto de prevenir el delito. Voces cada día más responsables e insospechadas se alzan para pedir el fin de una cruzada moral que se traduce en algo muy parecido al genocidio, cuya calificación ética apenas se puede expresar en lenguaje académico, ante la proliferación de Tartufos que exceden la imaginación de Molière y de todos los que quisieron superarlo. La criminalidad vinculada a la prohibición de tóxicos es ante todo económica, pero también política, “dorada” o de poder, “de cuello blanco” o financiera, suple en algunos casos al terrorismo de Estado y en otros a la invasión extranjera, y coopera con esta última o la financia. Es natural que así sea, porque la prohibición es heredera del rey Midas, convierte en oro las peores porquerías que toca.

Hace muchos años que se reemplazó al patrón oro por el papel moneda en todo el mundo. Su valor se funda sólo en la confianza y en que es escaso. Con la prohibición se ha descubierto el fácil expediente de hallarle otro sustituto: se lo reemplaza por cualquier basura que se prohíbe sabiendo que tiene una demanda más o menos rígida en los países con mayor renta “per capita” y, por ende, con mayor poder adquisitivo.

Nuestra pobre América Latina viene sufriendo estos efectos desde hace varias décadas. Miles de nuestros conciudadanos han sido asesinados para solventar esta nueva producción de medios de pago por encarecimiento formidable de servicios de producción y distribución. En estos momentos México es la víctima predilecta.

Estamos asistiendo al espectáculo del desangramiento de uno de nuestros países más poblados, encubierto con el discurso falaz de una “guerra” que no existe como tal, porque toda guerra tiene por objeto vencer al enemigo y, en este caso, el único objetivo a la vista es el reforzamiento de mecanismos reguladores de la oferta, o sea, del precio de la basura convertida en oro. Nos visten de “guerra” un brutal esfuerzo que se vale de las peores violencias para evitar que el oro blanco pierda su valor de mercado.

La experiencia prohibicionista de los años veinte del siglo pasado ha sido capitalizada por quienes manejan la plaza de mayor consumo. Las enormes dificultades creadas por aquella prohibición en su propio territorio se debían a que en éste se desarrollaba todo el proceso, desde la producción hasta la distribución, con múltiples intervinientes que no podían menos que com- petir en cada uno de los diferentes momentos del proceso prohibido y sin posible limitación del aumento de la oferta. La competencia en el mercado ilícito provocó una simbiosis de criminalidad astuta y violenta con las consecuencias que registra la historia.

Esto ha enseñado que el momento ilícito de más fácil disciplinamiento es el de la distribución y, además, el más controlable, en particular cuando no hay exceso de producción o cuando ésta puede regularse para que no haya un exceso de oferta que lleve a disputar las cuotas de demanda.

En razón de ello se ha ido configurando una política destinada a separar nítidamente los momentos de producción del tóxico, de separación de la producción y la oferta y de la etapa de distribución. La producción y el control de la oferta se producen fuera del territorio consumidor, en tanto que la distribución queda en manos exclusivas de este último que, por otra parte, se lleva la mayor parte de la renta.

De este modo, toda la violencia destinada a limitar el ingreso de tóxicos al mercado en mayor medida que la necesaria para satisfacer la demanda –y evitar que caiga el precio– tiene lugar fuera de las fronteras del consumi- dor. Éste se limita a tener dentro de sus fronteras las redes de distribución interna, que son las menos violentas y que no compiten frente a un exceso de oferta, y a quedarse con la mayor parte de la ganancia.

La división internacional del trabajo no puede ser más bochornosa. México se queda con 40.000 muertos en cuatro años, sus policías corruptas, sus Fuerzas Armadas infiltradas y desacreditadas públicamente, mientras en el norte queda la distribución, con la mayor parte de la renta y, además, a través de organismos internacionales de dudosa legalidad, extorsionan a los países del sur para asegurarse el monopolio del reciclaje de esas formidables masas de capital, fuente de otra renta considerable por prestación de un servicio ilícito complementario.

Algo ha sucedido para que el statu quo haya cambiado dentro de México, pero solo podemos sostener hipótesis a este respecto. El cambio político no lo explica por completo; no creo que pueda tratarse de un simple error político de la actual administración mexicana, porque sería demasiado grosero. En el campo hipotético –lo sabremos dentro de algunos años– es posible que el anterior statu quo no haya sido o haya dejado de ser suficientemente eficaz para la contención del exceso de oferta. No menos extraña resulta alguna masacre de migrantes, que para nada afectan los intereses concretos de los narcotraficantes y que no puede imputarse a “salvajismo” mexicano, que no pasa de ser un centenario estereotipo negativo fabricado en el norte a partir de la Revolución Mexicana. Menos creíble es la explicación de que los masacraron porque no aceptaron sumarse a las filas del narcotráfico, cuando éstas cuentan con una amplia oferta de mano de obra.

Sea como sea, lo cierto es que no hay “guerra” contra el tráfico, sino división internacional del tráfico: el consumidor demandante del norte hace la tarea menos riesgosa, obtiene la mayor renta y ofrece también el servicio de reciclaje que “limpia” las ganancias para incorporarlas al circulante, en tanto que el productor del sur hace la más letal, debilita sus instituciones y su defensa nacional y carga con 40.000 muertos.

Los “efectos colaterales” de esta división internacional del trabajo de tráfico de tóxicos prohibidos no son menores. No me refiero solo a los 40.000 muertos mexicanos, sino que, dado que la producción del sur se exporta al norte, como es habitual siempre se exporta lo de mejor calidad y queda en el país productor algo más basura que la propia basura: el “bazooko” o el “paco”, residuos o mezclas venenosas diversas –según el país–, pero todas de alto poder adictivo y letal, que matan a los adolescentes más frágiles de las clases más carenciadas o que los dejan disminuidos por el resto de sus días. Además, destinar la producción artificial de oro a sociedades muy estratificadas, donde buena parte de su población no está incorporada al sistema productivo y carece de cultura industrial, o bien no está en condiciones de proyectar su existencia en forma más o menos digna, no es más que una instigación o creación artificial de demanda masiva de mano de obra criminal. Es obvio que se ha inventado la forma de fabricar oro. Los alquimistas económicos han descubierto el poder de transmutación de la prohibición. Cerrar la fábrica de oro no será fácil en un mundo en que cada cual procura su beneficio a costa de la vida de miles de semejantes y, en otro plano, aun poniendo en riesgo la subsistencia misma de la vida humana en el planeta. Tánatos viene avanzando. Lo hace en quienes se lanzan a los tóxicos con abuso o dependencia, pero no sabemos si lo hacen para dejar de pensar en los otros avances que dominan al poder planetario. Pero también avanza Tánatos por el lado de los que acumulan poder y beneficios sin límites, que abusan o dependen de otra obsesión. Los primeros pueden ser tratados por especialistas, pues solo provocan un problema de salud y, además, de su propia salud. Los segundos no creo que puedan ser tratados por nadie, salvo que alguien les haga comprender que la muerte es parte de la vida y no a la inversa, lo que no es nada sencillo en medio de una civilización neurótica. Pero Eros no está del todo desarmado. Se alzan voces serenas que describen la realidad y que hasta hace poco preferían el silencio, mientras otros nos injuriaban de la peor manera por atrevernos a decir lo que veíamos. Comienzan los gritos de alarma, pero existe también otro factor importante: se corre el riesgo de hacer colapsar al sistema financiero mundial.

No solo el tráfico de tóxicos prohibidos es un servicio ilícito que forma parte de la criminalidad de mercado; hay muchos otros, potenciados por la globalización con su aceleración de las comunicaciones.

Todo el conjunto heterogéneo que se suele cubrir con el nombre impreciso de “criminalidad organizada” introduce el poder punitivo en el mercado y elimina progresivamente a las empresas ilícitas pequeñas y medianas, provocando una concentración de capital y recursos ilícitos en manos de las organizaciones más poderosas que, obviamente, tienen mayor penetración en los niveles estatales y van entrelazándose con empresas de actividad lícita y creando zonas grises cada vez más amplias, manejadas por conglomerados que solo procuran mayor rentabilidad.

Este proceso no puede tener buen fin; es un camino que acaba en un precipicio peligroso para todo el mundo. No cabe descartar del todo que Tánatos pueda llevar a un macro-suicidio, pero tampoco podemos descartar que predominen las voces que lo eviten. Vivimos un mundo muy difícil y complicado, por cierto. Los grandes relatos de los siglos XVIII y XIX ya no pueden explicarlo, entre otras cosas porque se construyeron a partir de un centro que ya no existe. El siglo XXI pondrá a prueba la esencia de lo humano: ¿Somos entes equilibrados o un error de la naturaleza? Apuesto a lo primero. Espero que el curso del siglo me dé la razón.

 

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