Fotografía: Martín Bonnefoy (@mbonnef)

14 de septiembre 2020

La fuerza es un ave: sobre ‘La destrucción de los espacios’ de Raúl Hernández

por Daniela Catrileo

Hace un tiempo me preguntaba cuándo comenzarían a aparecer los primeros poemas sobre la depredación del territorio santiaguino, porque lo que la gente de las ciudades metropolitanas olvida es que también vive en un territorio. A pesar de las edificaciones y de la devastación del paisaje, también hay memoria de los espacios. Y todo lo que ello conlleva: vestigios indígenas, árboles, pájaros, plantas medicinales, caudales, cerros. El extractivismo voraz no sucede sólo en las zonas sacrificiales colmadas de monocultivos, hidroeléctricas y mineras. La destrucción de aquello que llamamos naturaleza sucede día a día en el plano que habitamos junto al crecimiento vertical, la codicia neoliberal y el olvido de lo que alguna vez fue Santiago.

Tal como la insistencia de los pumas o cóndores que aparecen cada tanto en los patios de la clase alta –que se arranca cada año más hacia la cordillera, saqueando los cobijos de la fauna nativa– emerge el libro de poesía La destrucción de los espacios (La Calabaza del Diablo, 2020) de Raúl Hernández. Un intento de registro sobre las transformaciones del imaginario citadino y barrial, como si de alguna manera su propio ojo cotidiano se pudiese enganchar a los muros de adobe roídos por lo que mañana será un mall o un condominio.

Estos poemas limpios y concretos nos llevan como espectadores/as a observar la ciudad. Desde la contemplación nacen escenas –pequeñas fotografías– con una breve descripción al pie de la imagen. Un conjunto de materiales simples, sin excesos, trabajados con la paciencia de quien ha visto lo que resta, antes de su fin. El libro abre con un principio descriptivo que prontamente se mixtura con lo íntimo y cierra en un tono de relato autobiográfico, donde aquella memoria de los espacios se torna también vestigio de lo propio. Una memoria entre calles del barrio Yungay, San Miguel, música de la Radio Beethoven, Sumo, Sean Lennon y el hermoso canto de Amália Rodrigues.

La destrucción de los espacios está escrito desde una sutilidad que no necesita más materiales de construcción que los que se dejan ver. Llaman la atención los planos cinematográficos del hogar y del barrio, desde una apertura general hasta el detalle. Ejemplo es el foco en flores como las astromelias, las buganvilias, los floripondios y los crisantemos, que se estampan como en una pintura de Chagall o Séraphine de Senlis en el tapiz de los días. O donde el hábito del beber té verde –té de la calma y té a punto de enfriar– es parte imprescindible de la escena donde aparece la cocina, otro espacio fundamental en las tareas domésticas. Acá el poeta lava la loza como un monje mientras dice: “la fuerza es un ave” con el temple de un personaje de Yasujiro Ozu.

Más allá de la ferocidad del capital, el libro crea instantes donde son primordiales la lentitud, la paciencia, la fortaleza y la destreza, características presentes en un plano siempre cotidiano. Incluso, saliendo de las referencias orientales que claramente aparecen en la poética de Hernández, cabe pensarlas un poquito más cerca, en lo que el pueblo mapuche llama Az che: persona con fortaleza, verdadera, sabia y solidaria, amparada en los elementos filosóficos del ser genuino. Valores espirituales y materiales, escasos en tiempo neoliberal. Quizás ahí radique la porfía de su escritura, en busca de otros lugares de enunciación que no se vean envueltos en la vorágine de lo inmediato.

La insistencia de los poemas está acá en los pequeños gestos, detalles casi invisibles que percibe quien está en silencio, observando los acontecimientos del mundo. Aparecen personajes de barrio, configuraciones de realidad a partir de la imagen. Capturas de una ciudad del pasado como mensaje de futura reconstrucción –o deconstrucción–, como un albañil anónimo y meticuloso o un experimental Gordon Matta-Clark que sigue interviniendo los espacios por donde camina. Este libro de Raúl Hernández aparece para no olvidar que debajo de todo seguimos irrumpiendo, a pesar de la idea de progreso neoliberal. Algo que resonó con fuerza en la revuelta, en los muros que aparecieron renovados estos últimos meses, una destrucción que ha revitalizado la dignidad.

La destrucción de los espacios recoge elementos que otros desechan, en la materia viva y en la ternura de poemas donde no hay temor a la fragilidad. Al contrario, ellos se fortalecen como un fado que relata melancólicamente las experiencias diarias del barrio. En su escritura asistimos a un territorio situado, paisaje reconocible que se testimonia para el porvenir. No obstante, también hay bellas cartas de amor, fotografías de un presente que se desvanece. Imagino a Raúl escribiendo en un pequeño pueblo de Lisboa, en un rincón del Tibet, en un campo lluvioso del sur o en el barrio Yungay donde monta su propia película. Y no puedo dejar de pensar así en un verso del poeta chino Du Fu que dice: “Las naciones son destruidas pero permanecen los ríos y las montañas”. 

Escritora y profesora de filosofía.

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