20 de octubre 2020

La insurrección de los cuerpos sin cabeza

por Giordano Muzio

“Para vencer a la hidra hay que atacar no sólo una cabeza sino todas”
Jérome Baschet

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En 1596, tras un viaje por Guayana y obsesionado con encontrar El Dorado, el pirata y poeta inglés Walter Raleigh, famoso por haber introducido el consumo de tabaco en Europa, publicaba el libro El descubrimiento del vasto, rico y bello imperio de Guayana con un relato de la poderosa y dorada ciudad de Manoa (que los españoles llaman El Dorado)[1], en cuyas páginas se describe, entre otras rarezas y maravillas de la ciudad legendaria, a unos seres acéfalos llamados Ewaipanomas, que llevaban sus rostros en medio de sus pechos. Sin cabeza, sin cuello, los cuerpos extraños de los Ewaipanomas encarnaban lo más exótico de la fantasía colonial europea sobre el nuevo mundo, al mismo tiempo que constituían un verdadero dolor de cabeza para la racionalidad moderna. Curiosamente, en 1618, tras ser acusado de conspirar secretamente contra el rey James I, Walter Raleigh acabaría siendo decapitado. Su cabeza, luego de su muerte, sería embalsamada y donada a su esposa como recuerdo.

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Por esos mismos años, era en la cabeza de otro inglés, llamado Thomas Hobbes, donde comenzaba a tomar forma lo que se considera como la primera teoría del Estado moderno. Y junto a ella, la inauguración de toda una tradición antropológica que concibe la naturaleza humana como algo peligroso que debe ser por tanto controlado, idea que va a ir de la mano de la hipótesis de un “estado de naturaleza” como estado de guerra permanente, que hace necesaria una instauración vertical y centralizada del poder, a fin de mantener el orden social y evitar de ese modo la guerra civil. A partir de allí comienza a configurarse la idea moderna de un “contrato social” que daría lugar a la conformación del Estado, el cual se presenta como condición para resguardar la unidad del “cuerpo social” en su conjunto. Es la imagen clásica del Leviatán: el cuerpo soberano elevándose sobre la ciudad y reuniendo dentro de sí a una multitud de individuos, retratados como pequeñísimas unidades sin rostro, aglutinadas pero separables entre sí. Y por encima, la cabeza monumental, erigiéndose coronada pero sin individuos que la compongan, sino que siendo como la propia cabeza soberana, absoluta, que conduce al resto del cuerpo. Escrito durante nueve años de guerras civiles y una enfermedad casi mortal, en el famoso libro El Leviatán, o la materia, forma y poder de un Estado eclesiástico y civil (1651)[2], lo que a Hobbes le partía la cabeza era: ¿cómo evitar la conformación de cuerpos sociales sin cabeza, o bien de muchas cabezas, que conducirían inevitablemente a la guerra civil? ¿Cómo asegurar la unidad y legitimidad del poder soberano?

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Nacido el mismo año en que Walter Raleigh publicaba sus crónicas de viaje, el filosófo francés René Descartes terminaría sus días en Suecia, presuntamente envenenado, tan solo un año antes de la publicación del Leviatán. Tras su muerte, su célebre cabeza, esa que había sentado las bases de la teoría moderna del sujeto, sería separada del resto de su cuerpo y extraviada por más de ciento cincuenta años, para luego terminar exhibiéndose en un museo de París, casi como una comprobación simbólica de sus propias ideas acerca de la separación radical entre mente y cuerpo. A la pregunta “¿qué soy Yo?”, a partir de Descartes la respuesta predominante vendría desde el lugar de la cabeza, que dice: “Yo soy una cosa que piensa”.

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La obsesión occidental por la cabeza como una entidad separada del cuerpo tiene relación con la paradoja de que, si bien la cabeza forma parte del cuerpo, erigiéndose sobre el resto “se separa”, pretendiendo a la vez representar y conducir a la otra parte del cuerpo, la parte inferior o «irracional». Lo importante es no perder la cabeza, para mantener el gobierno y, así, poder seguir representando al Yo soberano, conservando viva la ilusión metafísica según la cual las propias acciones, palabras y pensamientos, vendrían de decisiones que emanan de una instancia central y unitaria de poder, conciencia o soberanía: el Yo. De allí que la noción moderna de sujeto vaya de la mano del surgimiento de una teoría del Estado. Al mismo tiempo que, como correlato colonial, se vuelve cada vez mayor la preocupación occidental por la existencia de extraños seres acéfalos, monstruos sin cabeza o sociedades sin Estado que han sido hallados en los nuevos territorios coloniales, y que la historicidad moderna va a caracterizar como cuerpos sociales “primitivos”, “incapaces” de generar instituciones políticas, por no haber logrado un desarrollo suficiente de sus fuerzas productivas.

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Es a la vez la cuestión del mando y de la representación lo que está en juego en torno a la cabeza. Elevándose sobre el tronco para controlar y conducir a las demás partes del cuerpo, el problema de la cabeza es que pretende representar al resto del cuerpo y conducirlo, pero siempre termina por representarse solo a sí misma. No sirve al cuerpo, sino que se sirve de él. Dice ser sierva, cuando en realidad quiere ser soberana.

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El sentido de la cabeza se disemina a partir del término “cap” y su relación con el cabecilla, con el capataz y el capellán, con el capitán o el capo, pero también con la capital y con el capital, con la capitalización y con el capitalismo; en fin, con todo aquello que concentra y reúne, a la vez que captura la multiplicidad a través de la instalación de una forma de poder superior.

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“La cabeza, autoridad conciente o Dios, representa la unidad de las funciones serviles que se ofrece y se toma a sí misma como un fin, en consecuencia, es la que debe ser objeto de la aversión más profunda”, escribía Bataille en el texto Proposiciones sobre el fascismo, publicado en la revista Acéphale en 1937, cuando ante el avance del fascismo imaginaba la posibilidad de sociedades libres, sociedades bi o policéfalas, dice, que consiguieran realizar “el carácter acéfalo de la existencia”, resistiendo al principio rector de la cabeza, que es la permanente reducción a la unidad: reducción del mundo a Dios, de la humanidad al hombre, del pueblo al Estado. En la misma revista, un año antes había escrito: “El hombre se escapó de su cabeza como el condenado de la prisión. Encontró más allá de sí mismo no a Dios, que es la prohibición del crimen, sino a un ser que ignora la prohibición. Más allá de lo que soy, encuentro a un ser que me hace reír porque no tiene cabeza, me llena de angustia porque está hecho de inocencia y de crimen (…) No es un hombre. Tampoco es un Dios. No es yo, pero es más yo que yo”. Y luego, unas líneas más adelante, añade: “Lo que pienso y lo que imagino no lo pensé ni  lo imaginé solo.”[3]

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La cabeza dice “Yo” para hablar en nombre del cuerpo, cuando en realidad habla desde su propia posición y en defensa de sus propios intereses. La cabeza dice “Yo” para ocultar el caos de fuerzas que somos, así como el lugar situado y singular que tiene ella misma dentro del juego de fuerzas que compone un cuerpo. Los cabecillas dicen “Yo” todo el tiempo. Es hora de dejar al cuerpo decir “Nosotrxs”.

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La acefalia, eso mismo que en la lengua del poder se lee como debilidad o carencia, falta de unidad o cohesión, para la organización social constituye en cambio la condición misma del incremento de su potencia; si no hay ya una cabeza que comande, no hay entonces tampoco nadie a quien sobornar, corromper o sacrificar. Hay cabezas duras, cabezas huecas o cabezas de chorlito, ¿pero qué más da, cuando de lo que se trata es de organizarse sin ninguna cabeza, jefe, líder o cabeza de familia? La acefalia funciona, precisamente, impidiendo que exista la instauración de cualquier tipo de cabeza o cabecilla que pretenda conducir y darle un principio regente a los múltiples movimientos, deseos y afectos del cuerpo. Lo que está en juego allí es la afirmación de la multiplicidad que compone los cuerpos frente a la unidad de la cabeza, la afirmación de la expansión y distribución frente a los procesos de acumulación; la percepción que parte desde las singularidades y las situaciones concretas, frente a la instalación de un orden o modelo que se quiere imponer desde arriba. «Lo que nos muestran los Salvajes -escribía Pierre Clastres- es el esfuerzo permanente para impedir a los jefes ser jefes, es el rechazo a la unificación, es el trabajo de conjuración del Uno, del Estado».

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Los cabecillas y capataces siempre tienen miedo de que veamos que podemos gobernarnos a nosotrxs mismxs, porque reencontrar la potencia colectiva de organizarse significa hacer que el gobierno se vuelva inútil: destituirlo. Una potencia destituyente se descubre no tanto en el gesto de echar a rodar una cabeza para que luego otra ocupe su lugar, como en el de quitarle el fundamento desde donde ésta gobierna. Contraponer, a la lógica de la toma del poder, el incremento de una potencia colectiva, el devenir ingobernable del cuerpo acéfalo que, allí donde quiere instalarse una cabeza, hace proliferar otras formas de vida que lo impiden. 

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Un cuerpo acéfalo no es lo mismo que un cuerpo decapitado. La decapitación divide al cuerpo espectacularmente a la vez que le da muerte en un mismo acto. Podría encarnar más bien el acontecimiento revolucionario, el acto simbólico por el cual el poder pasaría de manos del rey al Pueblo, como una imagen viva del poder constituyente que barre con los poderes constituidos, para así imponer un nuevo orden. Pero la acefalia no consiste en eso, sino más bien en otro tipo de organización, cuya función es impedir la conformación de una cabeza, o bien, de multiplicar las cabezas hasta el punto en que ya no se podrá hablar más de cabeza, puesto que ésta se define justamente por su capacidad de concentración y reducción a la unidad de mando. El cuerpo acéfalo no es aquel al que le falta una cabeza, sino ese capaz de integrar la cabeza dentro del cuerpo como otra parte más, sustrayéndole el fundamento, aquel piso que necesita para poder instituirse jerárquicamente. Como en el caso de los Ewaipanomas, la condición acéfala no debe quitarle al cuerpo la capacidad de ver, oír, hablar o pensar.

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Los acontecimientos que ocurrieron en octubre del año pasado en Chile, aquél cúmulo de sucesos, hasta cierto punto ilegibles, que los medios de comunicación han insistido en llamar “estallido social”, conforman probablemente el proceso insurreccional más fuerte y extendido que se haya conocido en esta parte del mundo. El carácter destituyente de la revuelta de octubre se advierte en sus innumerables efectos: en las vidas que transformó, en las fugas y evasiones colectivas que incitó, en los encuentros, en la afirmación de una sensibilidad común que hizo trizas la legitimidad del orden neoliberal chileno. Y también, en su condición acéfala: la falta de unidad, dirección o liderazgo, la falta de programa y organizaciones centralizadas; todo eso que en otros tiempos hubiese sido interpretado como una carencia, esa vez se manifestó como condición de su potencia. La ausencia de cabecillas no fue espontánea, como se suele plantear, sino una elaboración activa, múltiple y sostenida de la evasión ante las diversas formas organizadoras que pretendían representar y totalizar lo que sucedía en las calles, donde la imaginación popular superaba cualquier estrategia política e intento de apropiación intelectual. Para decepción tanto de aquellos que siempre sueñan con una conducción, como de aquellos que fantaseaban con conspiraciones extranjeras, la multitud acéfala evadía cualquier forma de representación y dirección, dejando las preguntas del poder sin respuesta.

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Lo que ocurrió no fue un proceso de unificación ni de centralización, sino la producción de una constelación acéfala entre distintas afinidades, sentidos y luchas; no bajo la unidad de un programa, ni una bandera, y ni siquiera de una lucha común, sino a través de una constelación como la que comenzó a densificarse rápidamente entre asambleas territoriales, redes de apoyo mutuo, cooperativas, colectivas feministas, brigadas de salud, centros de acopio u ollas comunes, que siguen aun hoy multiplicándose por fuera de los focos mediáticos y lejos del interés de los “expertos”.[4]

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Fue tal la magnitud de la insurrección destituyente de octubre, que ni el más brutal despliegue represivo pudo sofocarla. El encarcelamiento masivo de miles de personas y la mutilación de cientos de ojos son parte de una verdadera cacería humana que se llevó a cabo para aplacar la protesta, una cacería contra aquellxs que «perdieron la cabeza» y se rebelaron contra el orden dominante. A través de montajes, torturas y diversas prácticas de violencia institucional, la policía, en conjunto con el aparato judicial y los grandes medios de comunicación, extendieron todas sus redes para capturar y sofocar la revuelta en curso. Cuando esto aun no se conseguía en las calles, tras casi un mes de levantamientos en todo el país, la vía del Derecho aparecería como la vía más adecuada para neutralizar la insurrección y salvar la cabeza de un presidente arruinado políticamente. Los partidos del orden firman entonces un acuerdo para intentar darle una salida institucional a su propia crisis política, recogiendo en parte la demanda social de cambiar la Constitución militar, pero imponiendo las condiciones para que el proceso constituyente sea una nueva oportunidad para capitalizar la potencia colectiva, y volver a ponerse a la cabeza, resguardando su propio oasis en medio del desierto neoliberal chileno.

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Es mediante la ficción del poder constituyente que las cabezas han conseguido, desde la Revolución francesa en adelante, sustentar la legitimidad de su autoridad. Esta ficción va a servir justamente para ocultar el golpe de fuerza o la violencia mediante la cual un poder se instituye en el mundo. De esa manera, la cabeza siempre busca proyectar la fuente de su autoridad sobre el cuerpo social que pretende comandar. Luego de lo cual ya puede hablar en su nombre y representarlo. “En nombre del pueblo” es la consigna política a partir de la cual históricamente se ha organizado la ausencia del pueblo, el despojo metódico de su potencia colectiva, reduciendo a la unidad todo lo que en ella hay de heterogéneo y disperso, es decir, de ingobernable. En ese sentido, si la teoría del poder constituyente quiere aquello imposible –fundar la cabeza en la razón, dotarla de un fundamento y una legitimidad incuestionable- es precisamente porque, enraizando su existencia en un plano trascendente, lo que es una entidad contigente y localizada, logra elevarse hasta una dimensión abstracta y universal, donde nos parece inalcanzable.

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Desde el punto de vista de los cuerpos acéfalos, el problema del proceso constituyente no se reduce solo a las condiciones impuestas sobre el mismo proceso -el amarre de los quórums, el sistema de elección de constituyentes, la subordinación a los tratados de libre comercio y al capital transnacional, es decir, todo aquello que le niega precisamente su carácter constituyente-. El problema no es que no se trate de la verdadera, pura y soberana Asamblea Constituyente, que representaría y traduciría por fin la voluntad del pueblo de forma transparente, como dándole al cuerpo la cabeza que éste necesita para poder hablar. El problema es otro: es que la idea del poder constituyente ha funcionado históricamente para justificar a un nuevo poder constituido, engrasando la vieja maquinaria (contra)revolucionaria que pretende destruir la cabeza para volver a restaurarla, parte por parte. Se destruye el derecho para, en un siguiente movimiento, volver a instaurarlo. Por eso, cuando ya solo se puede pensar en un cambio constitucional, significa que cualquier posibilidad de transformación radical de las condiciones de vida ha quedado enterrada bajo tierra, y las estructuras básicas no se modificarán sustancialmente. Si el cambio de Constitución excita tantas voluntades es justamente porque satisface, a la vez, el deseo de cambiarlo todo tanto como el de no cambiar nada.[5]

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¿Cómo librarse de las cabezas, capataces y capos de la mafia política? No tenemos aquí ninguna receta, ningún programa que dictar, sino tan sólo un pequeño puñado de preguntas para plantear, una serie de cómos para lanzar sobre la mesa. Nos preguntamos, por ejemplo, ¿cómo seguir avanzando en un proceso destituyente, que no se “realice” en ningún momento constituyente, sino que pase por botar (con “b larga”) al gobierno y acabar con la impunidad de los criminales, por sacar de la cárcel a lxs compañerxs que están presxs, generar nuevas formas de solidaridad, así como también por fortalecer y multiplicar los espacios de autonomía y autogobierno que se están construyendo? ¿Cómo resistir a los intentos de las fuerzas del orden por capturar la potencia colectiva y encabezar el movimiento, sin que eso signifique resignarse al cuerpo jurídico de Pinochet, al divino Tribunal Constitucional, al gobierno perpetuo de la cabeza soberana, al Estado subsidiario y la precariedad social? ¿Cómo oponer a las formas políticas de arriba la auto-organización desde abajo, transformando las formas de representatividad tradicionales por otros modos de “mandar obedeciendo”, para decirlo en zapatense? ¿Qué lugar tiene allí el pueblo, y cómo repensar hoy la moderna -aunque vieja- ficción política de la “soberanía popular”? ¿Cómo despertar del sueño de una soberanía indivisible y totalizante, siempre en vías de capitalizar las potencias acéfalas de la existencia?

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Para finalizar, una pequeña confesión: habíamos pensado en dejar este texto sin encabezado, aunque luego terminamos por ceder a la tentación de llamarlo de alguna manera. ¿Cómo escribir por fuera de la soberanía del texto para siempre guillotinado, cortado, separado calculadamente ya desde el título que se eleva sobre el cuerpo del texto, pretendiendo reunir y resumir la totalidad de su sentido? ¿No escribimos también, de alguna manera, para no perder la cabeza?


[1] El título original es: The discoverie of the large, rich, and beautiful Empire of Guiana, with a relation of the great and golden citie of Manoa (which the Spaniards call El Dorado).

[2] Leviathan, or The Matter, Forme and Power of a Common-Wealth Ecclesiasticall and Civil. El vocablo inglés “Commonwealth”, derivado de “Res Publica”, se podría traducir literalmente como “fortuna común” o “riqueza común”.

[3]Georges Bataille, “La conjuración Sagrada” (1936)

[4] Dentro de este variado universo de acciones, inciativas y organizaciones, este año, en contexto de pandemia, las ollas comunes han cumplido un papel fundamental para combatir el hambre en las poblaciones, ante la gestión empresarial de la crisis sanitaria por parte del Gobierno. El conjunto de las millones de acciones que conforman eso que llamamos “solidaridad”, corresponde también a prácticas destituyentes de organización sin gobierno. De ahí que varias ollas comunes hayan tenido que enfrentar la represión policial y el asedio por parte del Estado, que criminaliza la organización pupular, a la vez que despliega su red burocrática de permisos sanitarios gestionados por la policía. Lo que resulta realmente intolerable para el gobierno pareciera ser, justamente, el hecho de que la gente decida organizarse por sí misma.

[5]Para una crítica de la teoría del poder constituyente, así como una elaboración más desarrollada acerca de la noción de potencia destituyente, se puede seguir la línea abierta por el Colectivo Situaciones luego de la revuelta de Buenos Aires del 2001, pasando por los trabajos de Raquel Gutiérrez, Silvia Rivera Cusicanqui, y en Europa especialmente las obras del Comité Invisible y Giorgio Agamben.

(Santiago, 1990) Escritor, profesor, músico y cocinero. Estudió filosofía en la Universidad de Chile. Desde el 2016 trabaja en la revista Carcaj.

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