26 de noviembre 2020

Maradona y Pantagruel

por Alejandro Fielbaum

lo bueno ya no es de nadie, ni siquiera del otro, sino del lenguaje o la tradición.

(Jorge Luis Borges)

Hay muchas formas de la alegría. Hace algunas noches me alegré con una, narrada por Auerbach. En medio de su exilio en Estambul, regala en sus lecciones una descripción de Rabelais como enemigo de la tristeza, esa que probablemente debía entonces combatir ante la emergencia de nuevas formas de idolatría: «Se trata de un libro [Gargantúa y Pantagruel] del que se pueden dar a leer partes a los niños, en las que encontrarán diversión inigualable; que se puede apenas hojear para alegrarse cuando se está triste; del que se pueden citar pasajes a los compañeros, dada la risa exagerada que provoca; sobre cuyas ideas filosóficas y morales podemos meditar largamente; y que suscitó las más sutiles y extensas investigaciones en linguística, historia literaria e historia de las costumbres, en filosofía y en otros dominios. Por la variedad de sus elementos y por la fuerza de su imaginación, es el libro más rico y vigoroso de la literatura francesa».

Es obvio que la caracterización de Auerbach excede los límites de la discusión literaria, justamente porque remite a una alegría que puede ser compartida más allá del conocimiento de alguna lengua o literatura. Contra cualquier economía del ahorro, contra las delimitaciones disciplinarias, o la triste pasión por sobresalir, la alegría que describe Auerbach se multiplica por la posibilidad de pasar de una dimensión a otra, entre distintas edades y grupos. Su alegría aumenta la del resto y así crece, contagia, se dispersa sin nunca ser una.

La risa de Rabelais no alegra por ser irreflexiva o ingenua, sino justamente por su lucidez para combatir a quienes quieren sellar la reflexión con una seriedad triste, a las posiciones teológicas de la época que quieren separar al pensamiento de la risa. Se alegra al dudar de su saber. Quizá la mejor definición del efecto que provoca es lo que otro materialista de comienzos de la modernidad definió como amor: la alegría de un cuerpo que puede nombrar lo que le alegra, más allá de sus límites.

Ni la alegría ni el amor unifican, como lo propone la ideología, esa economía de las ideas que piensa los afectos como inversiones, que pide amar para recibir amor, alegrar para ganar dinero o reconocimiento; que inventa o derriba ídolos con los que capitalizar esos instantes de alegría, creyendo en la posibilidad que un cuerpo pueda alegrarse sin los otros. Nada más lejano a la alegría, por tanto, que las promesas neoliberales de la felicidad: la realización plena de sí, la consecución de recompensas por los logros realizados, la superación de los miedos o algún otro slogan de alguna lista legitimada por algún tipo de psicología de la conducta.

Cada momento de la lucha de clases inventa sus formas de alegría, históricamente imbricadas con distintas formas de la violencia. Pocos fenómenos condensas esas alianzas y tensiones como el fútbol. Al ser un botín preciado en esas luchas, no está al margen de los intereses dominantes ni de la reproducción de sus formas de violencia. La figura de Maradona no es un contraejemplo al respecto. De hecho es plausible que las historias que hoy circulan al respecto no sean todas las que terminemos por conocer.

La pregunta entonces es si la alegría rabelaisiana, o como se la quiera llamar, puede seguir prometiendo otro juego en el juego, con el cual combatir las formas de la dominación dentro y fuera de la cancha. Imagino que amamos a Maradona porque en su nombre está implicada esa promesa, que hoy se repite en pocas otras instancias colectivas. La promesa de seguir jugando, de inventar goles con la mano, de hacer llorar a quien lo narra. Su juego fue un detonante de afecto, como lo caracteriza Bielsa con precisión. Que su vida fuera de la cancha haya reproducido formas de violencia, lo que ciertamente abre la necesidad de indagar y criticar cuanto sea necesario, solo refuerza la importancia de insistir en la promesa que lega en el juego, acaso contra las formas de vida que se anudan antes y después de los partidos.

Una tarde en Chile vimos un partido europeo. A un amigo le gustaba el Real Madrid, el resto solo quería ver el partido sin particular interés por el resultado. Pero celebramos, también él, un gol impresionante con el que empató Juventus. Por su belleza, supongo. No creo que hoy pueda escribirse una novela como la de Rabelais, tampoco que aparezca otro jugador como Maradona. Pero siguen restando, a ratos, esas inesperadas formas de alegría, sin las cuales parece imposible imaginar la vida después de la idolatría.

Sociólogo y licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Magíster en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile. Actualmente prepara una compilación de los textos sobre el teatro de Camilo Henríquez, y cursa un Doctorado en Estudios Hispanoamericanos en la Universidad París 8. Entre sus publicaciones destacan las coediciones de los libros El poder de la cultura. Espacios y discursos en América Latina (Universidad de Chile, 2014) y Contrabandos. Escrituras y políticas de la frontera entre Bolivia y Chile (Communes, 2016) y la autoría del libro Los bordes de la letra. Ensayos de teoría literaria latinoamericana en clave cosmopolita (Almenara, 2017)

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