En la foto: Mario Zanabria y "El Trinche" Carlovich

09 de mayo 2020

Tema del escritor y del héroe

«No me gusta tomarme el fútbol como un trabajo. Si lo hiciera no sería yo. Sólo juego por divertirme

(Jorge González, el mágico)

De cuando en cuando se recuerdan frases más o menos apócrifas sobre el desprecio de Borges al fútbol. El juego le parecía estúpido, quizá no tanto más que otras manifestaciones de la cultura de masas del siglo que recorrió. Sin embargo, algo de la pasión ligada al fútbol le inquietaba más que otras: la curiosa superstición del hincha, tan preocupado del triunfo de su equipo que no podría alegrarse por una buena jugada del rival.

En toda su vida, Borges cuenta que solo una vez va al estadio, junto a su amigo uruguayo Enrique Amorim. El argentino le confiesa que para complacerlo habría deseado que ganara Uruguay, a lo cual Amorim habría retrucado que él deseaba que ganara Argentina. Compartían la preocupación por la felicidad del otro por sobre la suerte futbolística de la propia nación. Tan poco les importa el resultado que se retiran a los 30 minutos, sin haberse jamás enterado del resultado final.

Borges contrapone así la amistad a la rivalidad del fútbol, la desinteresada creación literaria a lo que concibe como un juego feo e interesado. Ese desinterés literario le permite, entre tantos otros textos, escribir uno menos recordado que sus frases sobre el fútbol: Esse est percipi, relato que escribe junto a su amigo Bioy Casares. No es solo el título el que homenajea al obispo Berkeley. Según devela rápidamente la trama, hace años la existencia del fútbol es mera ilusión, una ilusión que permite publicitar mercancías a los crédulos hinchas. Borges concibe así al fútbol como al peronismo, como una apasionado e involuntaria suspensión de la incredulidad, parafraseando la sentencia de Coleridge que define en Borges el estatuto de la ficción.

Pero hay una historia de fútbol que creo que Borges podría haber escrito: la del futbolista Tomás Felipe Carlovich, el Trinche, el menor de siete hermanos de una familia que migra a Argentina por los tiempos en los que Borges retorna a Buenos Aires. Desde otra zona de Europa, van a otra zona argentina. Como Berni, Guevara o Bielsa, Carlovich nació en Rosario. A diferencia de ellos, su nombre es poco conocido fuera de Argentina y casi no hay imágenes de sus gestas. Jugó casi siempre en segunda división, particularmente en Central Córdoba. Esos partidos no se filmaban. Solo queda una gambeta grabada casi casualmente, durante una escena filmada en el estadio en una película argentina realizada en 1983.

A Carlovich se lo recuerda entonces casi sin registro mediático. Como un volante gambeteador, elegante, inolvidable. Una especie de ídolo secreto en la provincia, de contraseña para los entendidos fuera de ella. Pekerman ha dicho que fue el jugador más maravilloso que vio. Maradona le regaló una camiseta en la que escribió que el Trinche fue mejor jugador que él. No menos inverosímiles son otras historias que se cuentan sobre él: que en un partido tuvo diez minutos el balón sin que se lo pudieran quitar, que Bielsa fue durante dos años a ver todos los partidos de Central Córdoba para verlo jugar, que ante un enredo de papeles los dirigentes del equipo rival intercedieron para que pudiera jugar ante su público, que por la presión de otro público un árbitro lo reintegró al partido después de haberlo expulsado, que solía hacer el “doble caño” haciendo pasar dos veces consecutivas el balón entre los pies del mismo rival. Sin imágenes que puedan confirmar o desmentir las historias, quienes lo vieron afirman el placer de narrarlas. Al resto nos queda creer en ellas, con la incierta y alegre suspensión de la incredulidad que Borges reclamaba para la literatura.

Predeciblemente, algún defensor del interés podrá preguntar cómo es que Carlovich no llegó a grandes equipos. La respuesta fue su desinterés: poco dado a la disciplina, reacio a separarse de su familia y barrio, no llegó a entrenar con la selección nacional cuando lo convocó Menotti, otro de sus admiradores, en 1976. (Se dijo que su excusa fue que había ido a pescar y una crecida del río le impidió volver; Carlovich lo desmiente). Eran años en los que la pasión por el fútbol podía ser rentable para los Estados, como pronto lo demuestra la historia de la selección que dirige Menotti, pero no se había sometido del todo al mercado.

Dos años antes, el Trinche se había lucido junto a Kempes en un partido amistoso en el que una selección de jugadores de Rosario jugó contra la selección nacional que se preparaba para ir al Mundial, al punto que el director técnico de la selección pidió que lo retiraran en el entre tiempo. No podía dejarse ver que un jugador del ascenso dominara a la selección nacional. Fue sustituido a los quince minutos del segundo tiempo y fue a comer con sus amigos, acaso con los que seguía jugando en el barrio antes y después de los partidos profesionales. Quizá Borges habría hecho bien en perderse ese segundo tiempo, sometido a la lógica del interés que la historia de Carlovich pone en duda. Tanto así que después de haber sido sondeado por el Cosmos de Pelé se retira sin fama ni riqueza. Durante la pandemia, un joven que probablemente no había escuchado su nombre lo asaltó para quedarse con su bicicleta.

Tomás Carlovich murió en 2020, de un golpe en la cabeza.

Sociólogo y licenciado en Filosofía por la Pontificia Universidad Católica de Chile. Magíster en Estudios Latinoamericanos, Universidad de Chile. Actualmente prepara una compilación de los textos sobre el teatro de Camilo Henríquez, y cursa un Doctorado en Estudios Hispanoamericanos en la Universidad París 8. Entre sus publicaciones destacan las coediciones de los libros El poder de la cultura. Espacios y discursos en América Latina (Universidad de Chile, 2014) y Contrabandos. Escrituras y políticas de la frontera entre Bolivia y Chile (Communes, 2016) y la autoría del libro Los bordes de la letra. Ensayos de teoría literaria latinoamericana en clave cosmopolita (Almenara, 2017)

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