Foto: Francisca Echeverría Ibieta

21 de mayo 2020

Memoria Sonora

por Francisca Echeverría Ibieta

[Habitar lo inhabitable:
Etnografías de la pandemia
*]

Las diferentes formas de escuchar el entorno sonoro pueden generar la apertura de nuevas dimensiones fenomenológicas de nuestra experiencia en el mundo. Tanto el paisaje sonoro como la música que elegimos escuchar son capaces de generar sensaciones en nuestros cuerpos, sea en el momento presente como también transportándonos a momentos anteriores que se han hecho notar en el confinamiento. La escucha privilegiada (Pelinski, 2009) evidencia la resonancia emocional del sonido, poniéndolo en valor como información etnográfica y testimonial de las transformaciones por las cuales nos hemos visto envueltos los últimos seis meses en Chile y el mundo.  

Desde que comenzaron las cuarentenas sin aún ser obligatorias, el sonido del barrio ya era distinto. Muchos sonidos, sobre todo los provenientes del Parque Bustamante, habían desaparecido. Recuerdo la música de los musculosos ejercitándose, las instrucciones de los personal trainer de crossfit, los gritos de los recreos del colegio que está atrás del edificio, el skatepark, entre otros. La revuelta de octubre ya había generado grandes cambios, como la (re)instalación del himno sonoro negra/negra/corchea/negra. El estado de alerta era constante, el paisaje sonoro era una alarma. Podía estar haciendo cualquier acción, y si escuchaba ese ritmo mezclado con gritos y sirenas, algo estaba pasando en la calle. El 18 de octubre sonó explosivo, el 25 de octubre festivo. Los días siguientes tuvieron explosión y festividad, pero terminaban nublados por disparos y sirenas. Las sirenas eran casi todos los días, bien histéricas. Aprendí que la de los bomberos las siento más roncas, junto a su bocina característica; la de los pacos suenan más puntudas, como si estuvieran pinchando el ambiente, y la de las ambulancias suenan con sentido de urgencia, veloces, pero con un ritmo menos histérico que la de los pacos. Así las diferencio. A ellas se le sumaron los gritos diarios: “paco perkin”, “paco culiao”, “paco muerto”, con la aparición de vez en cuando de unas poesías rabiosas alucinantes, declamadas a viva voz.  

Durante el confinamiento estricto el sonido era el silencio. Descubrí sonidos que siempre estuvieron, pero que eran acallados por otros más fuertes o cercanos. Descubrí las micros que pasan por Vicuña Mackenna y el ventilador del hospital de la ACHS; también sentí más cantos de pájaros en las mañanas y una noche tuve el placer de escuchar las hojas de los árboles del parque bailar. El paisaje sonoro nuevamente se transformaba, siendo claro reflejo de la situación. La primera semana de encierro se escuchaba menos gente. Recuerdo algunos gritos desde los edificios hacia el parque: “¡ándate a tu casa!”. También hubo intensos caceroleos a las nueve, exigiendo que se decretara cuarentena total y, por lo mismo, cierto contingente policial se mantuvo por el sector. La segunda semana el silencio comenzó a hacerse notar, generando que incluso sobresaliera el grito de un vendedor: “¡helado, helado, heladito, helado!”. La tercera semana la cuarentena total ya era realidad hace un rato y el silencio era sepulcral durante todo el día. Fue el escenario propicio para perderse en el espacio-tiempo y descubrir sonidos silenciosos. La cuarta semana volvió el grito del heladero y algunas exclamaciones de niños/as jugando en el parque. El silencio ya no era sepulcral: pude sentir la simulación del sonido del mar en la noche, que en realidad es el sonido urbano de fondo sin nada que lo interrumpa en la cercanía. Es un sonido que ya había escuchado varias veces en diferentes departamentos de Santiago Centro; pero por primera vez lo sentía desde el mío.  

Levantada la cuarentena en Providencia la experiencia sonora se ha vuelto extraña, generándome un conflicto sensorialmente nuevo, ya que espontáneamente han vuelto sonidos antiguos que no puedo atribuir a la pandemia: los sonidos de la revuelta. Esto ha sido en determinadas efemérides: a los 6 meses de la explosión (18 de abril), el día del plebiscito frustrado (26 de abril), el día del carabinero (27 de abril) y el día del/a trabajador/a (1 de mayo). Se siente extraño que en tiempo real emerjan sonidos desde la calle que acostumbraba a escuchar en el contexto de protestas periódicas, una y otra vez, cotidianamente; siendo que el contexto actual es de pandemia mundial, confinamiento y distanciamiento social. Al escuchar, mi cuerpo pide que el sonido sea otro. ¿Se generarán nuevos paisajes sonoros durante esta pandemia, o el llamado a la nueva normalidad tiene peso tal que en realidad he sido ilusa al pensar que pueden originarse nuevas músicas ambientales de esta situación? ¿O será que quizás los paisajes sonoros seguirán siendo los mismos y lo que cambiará será lo que sentimos con ellos y los sentidos que les damos? ¿Qué músicas recordaremos de todo esto? 

Murray Schafer (1969) propone el sonido como un telón de fondo para imaginar. No dejo de pensar en la primera vez que volví a escuchar sonidos de revuelta: salí corriendo con mi grabadora a registrar desde la calle, sin mascarilla. Sólo al ver a otra persona que la llevaba puesta, recordé lo que estamos viviendo.

(2 de mayo de 2020) 

Referencias

Pelinski, R. (2009) El oído alerta: modos de escuchar el entorno sonoro. I Encuentro Iberoamericano sobre Paisajes Sonoros. Disponible en Centro Virtual Cervantes: https://cvc.cervantes.es/artes/paisajes_sonoros/p_sonoros01/pelinski/pelinski_01.htm

Schafer, M (1969) El nuevo paisaje sonoro. Un manual para el maestro de música moderno. Ricordi Americana.

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*Durante el mes de abril invitamos a un grupo de amigxs antropólogos a escribir viñetas etnográficas en torno a la experiencia de “habitar” la pandemia, entendiendo por una parte que en estos momentos no podemos sino vivir, pensar o escribir “al interior” de la pandemia, y por otra parte, teniendo presente también el vínculo del habitar con el “hábito”, como una experiencia determinada que se va convirtiendo en hábito por repetición y acostumbramiento.

Nos interesa en ese sentido la etnografía como una comprensión situada de la articulación entre las prácticas y los significados de esas prácticas, que permite dar cuenta de algunos aspectos de la vida de un grupo de personas, sin perder de vista cómo éstas entienden tales aspectos de su mundo.  

Este oficio supone a quien lo realiza, no sólo en tanto individuo, sino como dispositivo de producción de conocimiento. Esto significa que el principal medio de aprehensión, comprensión y comunicación que media la etnografía es el cuerpo de quien investiga, sus sensibilidades, habilidades y limitaciones. De esta manera, se reconoce y da lugar a la subjetividad, a la emocionalidad, a la clase social,  a la identidad cultural específica de quién investiga y su influencia, entre otros aspectos, en lugar de esconder estas cuestiones o asumir que no existen, lo que se ha profundizado aún más desde el ejercicio de la autoetnografía. 

Las escrituras que aquí presentamos exploran de distintas maneras la extrañeza y la incomodidad de tratar de habitar un tiempo que se ha desquiciado, donde la incertidumbre pasa a ser una condición permanente y la espera un gesto que se eterniza, entre las filas de los centros de salud y las filas virtuales para hacer trámites online. Donde la incomodidad ante el roce inevitable de los cuerpos en la feria, o ante una persona que en una tienda comete la imprudencia de hablar por teléfono sin usar mascarilla, pueden provocar el mayor temor o indignación; y algo en apariencia tan simple como compartir un mate puede representar un acto casi subversivo, en un momento en que lo que se impone como sentido común es el temor a las lenguas y la saliva ajena. Mientras, la tele prendida llena monótonamente el vacío de palabras que se instala al interior del hogar. En esta extraña realidad, los humanos parecemos ser sacados a pasear por nuestros perros, que se huelen y revuelcan mientras los primeros nos esforzamos por mantener la distancia con los demás, sin poder disimular la enorme falta que nos hacen los otrxs, los olores y tactos de los seres que queremos. Vuelven entonces con fuerza a la memoria los paisajes sonoros que echamos de menos cuando nos enfrentamos al silencio de las paredes y de las calles vacías, y entonces no nos queda más que abrazar el silencio para poder agudizar el oído y escuchar mejor. Podemos experimentar incluso el goce de reirnos con otrxs, de contagiarnos afectos alegres que surgen del encuentro y la composición entre los cuerpos, y el reencuentro con un nosotrxs que a veces toma forma de familia y otras de manada, de vecinxs, o de grupo de amigxs; porque frente a la incertidumbre de la pandemia la única certeza que nos queda pareciera ser la dependencia que tenemos de los demás, la necesidad de cuidarnos con (y no de) esos otrxs a los que tantas cosas nos separaban como ahora nos unen: en primer lugar, el habitar colectivamente un mundo que se ha vuelto inhabitable.

La etnografía no es patrimonio de los antropólogos: cualquiera puede construir etnografía desde la atención y reflexión sobre sus propios espacios y tiempos. Esperamos que estos textos sirvan, de ese modo, como una invitación abierta para poner en práctica un ejercicio de escucha atenta que nos permita construir saberes desde nuestras propias experiencias situadas, como una forma de apropiarnos de aquello que parece impensable: habitar lo inhabitable, vivir y resistir en la catástrofe capitalista.


Registradora. Antropóloga de profesión, nacida el 25 de septiembre de 1990. Mantiene una relación sin resolver con la creación y las artes. Participó en la producción de “Tracalá, Parque de Imaginarios Musicales”; junto a Begoña Suazo publicó el proyecto poético-fotográfico “Crepitaciones latentes” (Azulillo, 2019); y actualmente colabora en “Radio Pasajes” con el diseñador sonoro Gabriel Morales. Próximamente peluquera.

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