Foto: Nicolás Slachevsky

29 de marzo 2020

Menú de entretenciones, antes de la cuarentena

por Martín Cinzano

Y aquí voy, en un avión inglés rumbo a Bélgica, leyendo a Alain Badiou, filósofo que como casi todos los franceses notables debe ser belga o suizo o argelino. Erroll Garner al piano, después de no hallar en el menú de entretenciones alguna película no digo decente, sino al menos subtitulada, porque soy un monolingüe lamentable y con el doblaje español y sus gilipolleces perdí la paciencia hace mucho tiempo. Nuestro mundo está amasado por la dictadura de ciertas figuraciones impuestas acerca de lo real, escribe Badiou. A los argentinos les encantan estas cosas, digo, para seguir hablando de nacionalidades engañosas, engañosas por lo reales, y para seguir haciendo trampa de monolingüe porque la editorial del libro de Badiou que estoy leyendo, En busca de lo real perdido, como otras donde se traducen sus textos al español, es argentina. A Badiou, cuyos escritos he venido leyendo de a poco, uno o dos cada uno o dos años, quién soy yo (un monolingüe lamentable) para ponerle objeciones (su noción de experiencia, me parece, eterniza el sistema binario, en el fondo, del racionalismo), pero no se trata de eso; es un buen escritor, uno de esos filósofos capaces de bailar con la pluma, como pedía Nietzsche, y le creo todo. Al fin y al cabo, en algo debo creer a bordo de un avión rumbo a Europa. Aquí hay un viejo azafato que pasa con bandejas de un lado a otro, supongo inglés, y pienso, viéndolo sudar la gota gorda, que Europa no se jubiló del mundo. Parte de ella quizá sí lo hizo. Parte de ella es un holograma o un conjunto de estrellas muertas, no lo tengo claro; hacia allá voy sin mucha convicción o con la sola convicción de ser en Europa un holograma yo también, ni más ni menos. Ahora, por ejemplo, me he cambiado a Debussy: Prelude à la’après-midi, música de hologramas, claramente, y mi “sensación de irrealidad” en este territorio de aire, se acrecienta. Tenemos ese prejuicio, algunos y algunas en Latinoamérica: nosotros encarnamos lo real (porque somos pobres, y somos, pues, moralmente superiores) mientras Europa sólo es turismo, punto. Pero es punto y coma; el viejo azafato inglés ha vuelto a pasar a mi lado y (espero que sin querer, pues últimamente tengo una predisposición a entablar enemistad con personajes claves) me ha golpeado el codo y me ha sonreído como pidiéndome disculpas. He optado por desviar la mirada hacia el menú de entretenciones: Debussy no está nada mal, pero ahora yo quisiera un piano, un piano del punto y coma. Hay quienes no le tienen estima al punto y coma; yo lo reivindico. Aún más: lo saco a relucir a la menor provocación, como si escribiera únicamente en función del punto y coma, buscando dónde, en qué momento encajar uno. El punto y coma es parecido a un dribling en el fútbol, un momento paradójico de ralentización rápida del texto, tal vez una pausa en velocidad para seguir; y, aunque no sé manejar, imagino que en un automóvil funciona al modo de un embriague, palabra que por lo demás… Mejor hubiese sido aprovechar las disculpas del viejo azafato inglés (asumo que es inglés, pero quizá es galés o irlandés o escocés, es decir, un inglés notable) para pedirle un whisky. Ahora parece que en los aviones se debe recurrir a tretas de taberna para conseguir un trago, cosa difícil si aquí te tienen con el culo atornillado a un 41-C, pasillo. Me han concedido sólo un par de dedos de whisky y un botellín de vino y han apagado la luz del avión como dando a entender que de punto y coma un carajo. Cortázar, un escritor de aviones, avionetas y autos, en alguna parte no sé si reivindica pero al menos no desdeña el punto y coma. Cortázar es mucho más cruel de lo que se le tiene encasillado (un escritor simpático y la vez profundo, un luchador ingenuo, tantas cosas) y de lo que él mismo quiso dar a leer. Pienso en él porque en el menú está Mahler, y yo creo que a Cortázar le divertiría ver a un latinoamericano cruzando el atlántico après-midi, en medio de turbulencias espantosas y pensamientos de punto y coma y sobrio, para colmo, tentado por la posibilidad de Mahler. Un escándalo, armar un escándalo para pedir whisky o más vino y así ventilar la corrupción de las instituciones aéreas británicas, sería una alternativa. El escándalo como figura teatral y chivo expiatorio de la sociedad corrompida, dice Badiou. ¿En Latinoamérica también? Ahí el discurso, el sonsonete sobre “lo real” ciertamente se impone desde la economía, como bien escribe Badiou con sorna, aunque, al contrario de lo que él afirma (porque después de todo es un europeo), a nosotros el escándalo ya no nos sorprende, ya no (nos) interrumpe nada; es decir, somos parte de la obra pero también estamos afuera, como esos criminales de novela que, al cometer un asesinato, dicen no sentir nada. El azafato inglés tal vez sea un tipo considerado, quizá un azafato a la vieja usanza, capaz de ofrecerte un trago sin necesidad de pasar por el escándalo. Me pregunto cómo se comportará Badiou en los aviones. ¿Viajará en primera clase como buen exmaoísta? ¿Armaría un escándalo y moriría en el acto de su representación, en la realidad de su máscara, como Molière? Lo cierto es que Badiou debe pasar mucho tiempo volando, especialmente desde Francia a Argentina, donde, como ya sugerí, lo adoran y lo editan. Al contrario, yo ahora vuelo hacia un lugar donde ni me adoran ni me editan. Bueno, ni me conocen; aunque una cosa sí sabrán de mí apenas me tengan a tiro: no hablo francés, ni inglés, ni ninguna otra lengua como no sea el español con el que me parieron, como dice Enrique Lihn, a quien los lectores europeos de literatura latinoamericana deberían, por lo menos, conocer. A propósito de literatura latinoamericana: no existe. Así le dije a mi hermana cuando me preguntó por whatsapp a qué iba a Bélgica. Quéseyó, cualquier cosa, la literatura latinoamericana no existe, fue una respuesta automática, sin respiro. No soy del tipo ingenioso y muchas veces me pillan volando bajo, pero aquella respuesta, como ahora, me hizo volar alto. La literatura latinoamericana no existe. Mi hermana se rió, o al menos puso un: Jajaja, y yo también. Qué bien me vendría un trago ahora, cualquier cosa, para celebrar como corresponde que la literatura latinoamericana no existe; pero a cambio tengo este menú de presuntas entretenciones con películas dobladas por una lengua gentileza del español peninsular, como dicen los siúticos. En esto último hay bastante de chovinismo latinoamericano, que sí existe, y en toneladas (y ya volveré sobre la palabra siútico); pero, estoy seguro, aquí interviene la televisión, para variar. Antes de la televisión por cable y mucho antes de Netflix, en Latinoamérica nos acostumbramos a ver series gringas y dibujos animados japoneses, por lo general, doblados en México. Eso incluso ocurrió antes de Los Simpson’s y mucho antes de que la literatura latinoamericana dejara de existir por decreto de un lamentable monolingüe rumbo a Europa. Con Los Simpson’s, esa suerte de institución continuamente citada en México, y en la que, tal cual dice Morris Berman, acabó por naturalizarse la imbecilidad yanqui, se nos hicieron familiares algunos mexicanismos, “está de pelos”, “órale”, “qué padre”, etcétera; pero lo cierto es que el asunto venía extendiéndose desde hacía mucho antes gracias a esa suerte de imperialismo mexicano de la tele y su mentado cine de oro. En Chile, por ejemplo, hubo un pueblo sureño al cual, durante la primera época de la televisión, es decir a principios de la década del setenta (no olvidemos que si a Latinoamérica la tecnología llegó con años de retraso, a Chile tardó décadas), sólo arribaban películas mexicanas protagonizadas por Pedro Infante y Jorge Negrete. No sé si esto se debía a intrincadas razones de señales satelitales o de antenas, u obedecía a algún negocio turbio, pero, al cabo de un tiempo, era tal el fanatismo de ese pueblo por ambos galanes, era tal la épica de primeros planos, gritos y rancheras con la que ese pueblo del sur de Chile se identificó e hizo suya, que en determinado momento decidió cambiar su nombre, su ya desconocido nombre, por el de México. Esto es real. El pueblo, sin más, se cambió el nombre y ahora en el sur de Chile hay un pueblo llamado México. Entonces, desde la década del sesenta, cuando la televisión irrumpió en Latinoamérica y la literatura latinoamericana empezaba su acelerado proceso de demolición interno hasta llegar aquí, a este avión, tenemos, pues, la presencia de la lengua de México en nuestras vidas latinoamericanas superiores por pobreza. Así las cosas, cuando un español viene a interceder en la voz de Brad Pitt y una española se apropia de las cuerdas vocales de Angelina Jolie, automáticamente abandonamos la sección de películas del menú de entretenciones y tendemos a recordar a los pueblos llamados México, pueblos grandes o pequeños, de una sola calle o de varias avenidas, con o sin metro, da igual, porque ahí, en esas tierras, es donde se dobla todo. Ahora bien: la palabra siútico caracteriza a alguien entre cursi y arribista; alguien que por querer pasar, por ejemplo, por persona culta, dice cosas como “espléndido” o “español peninsular”. Si se quiere, puede ser un snob, pero un snob que calcula mal un golpe de efecto a tal punto que éste se le devuelve y lo decapita. La siutiquería en acto. Acto de habla, pero también puesta en acción. Por supuesto, si uno se anda defendiendo constantemente de las siutiquerías lo más probable es que tienda a ellas; puede llegar a decir, entre otras cosas, “la literatura latinoamericana no existe”, perfectamente sobrio, mientras un viejo azafato inglés, convertido en holograma, desaparece por el pasillo de un avión.

(Guayaquil, 1977). Escribió el libro de crónicas Perdido, los poemarios Peatonal, Yo ya y los fragmentos de El piano de Waldstein, además de la nonononovela En pana. Coedita le revista cartonera PUF! en la colonia Obrera de la Ciudad de México.

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