Foto: Nicolás Slachevsky

22 de septiembre 2019

Nochero

por Jorge Cancino Palma

Hay un nochero con problemas de insomnio. Pasa días sin dormir, por lo mismo, el trabajo de noche siempre le pareció un regalo. También hay un tono gris en su relato, en su estética, y un tono pausado en su forma de hablarle al mundo.

Lleva 3 años trabajando en el condominio de la calle Santo Domingo y 2 meses durmiendo solo 3 horas diarias. Cada lunes a las 21:45 hace la primera ronda de la semana. Le gusta hacerla con cierto ritualismo. Comienza, como un acto sacro, siempre con el pie izquierdo, poniendo el taco sonoro de su zapato en el primero de los 10 escalones que separaban su caseta del ingreso al recinto. Baja tranquilo, y mientras lo hace enciende uno de los pocos Camel que le quedaban del regalo que Carlo le dejó de uno de sus viajes “flash” por Europa.

Jamás pudo coordinar el caminar y encender el cigarro al mismo tiempo, así que en el 5to escalón hace un alto para dar la primera fumada mientras mira la panorámica a mediana altura que se le pone enfrente. Termina de bajar, siempre con el taco del zapato derecho.

Primera ronda de reconocimiento, las luces de las casas aún encendidas le daban un tono cálido al lugar y por lo mismo, esta era su ronda preferida, sobre todo en las noches de invierno que estaban llegando.

A mitad de camino pasa a acariciar al Néstor, el perro bulldog de los González. Lo hace un poco por lástima, parecía estar siempre sufriendo, respiraba agitado como en un ahogo constante, la baba le caía permanentemente y sus ojos parecían pedir un descanso cada segundo. Se pregunta cómo alguien pagaría por un animal así, y si algún día acabaría su sufrimiento. Se agacha y le pasa la mano por la cabeza y el lomo, mientras Néstor emite sonidos similares a un motor en muy mal estado. Le da un último palmetazo, se levanta, sacude el pantalón de los duros pelos del perro y sigue a la segunda parte del trayecto.

A esa hora estaba el abuelo de los González en uno de los balcones fumando el último del día. Se saludan casi de reojo y siguen cada uno en lo suyo. Toma otro pasaje del condominio y llega al otro extremo, desde donde se puede ver su propia caseta de conserje; enciende otro tabaco y vuelve. El regreso es siempre más rápido. Entre el frío de la noche seminivernal y la soledad de la hora, quiere volver pronto a su escritorio y continuar la jornada de vigilia.

Teodoro era nochero hace más de 3 años en el mismo recinto y conocía de sobra los movimientos nocturnos de cada uno de sus habitantes. Durante esos años había construido un relato propio en el cual él era, no solo el guardián de esas 40 casas, sino que, sobre todo el cuidador de cada familia. Acercándose a su caseta, sacaba las llaves del bolsillo cuyo tintineo despertaba algunos perros. Apaga el cigarro antes de entrar, da un último paneo y se sienta en el viejo escritorio que Don Froilán le había regalado hace casi un año exacto.

A media noche le quedan 5 horas de turno.

No tenía este trabajo por no conseguir otro mejor. Le resultaba perfecto uno en el que solo debía hacer acto de presencia. Podía leer todo lo que su dura infancia no lo dejó. Se permitía un par de veces durante la jornada, encender un tabaco dentro de la caseta. Le gustaba hacerlo casi como excusa para contemplar. Hacía ese ejercicio desde niño, cuando necesitaba abstraerse de los gritos que escupía el living de la casa cada fin de mes cuando su padre llegaba a bolsillos vacíos luego de tomarse todo el sueldo. La herencia salitrera del abuelo, les había dejado, no solo una bruta resistencia al trabajo duro, sino que también una larga lista de hábitos detestables: como gastarse todo el sueldo el mismo día de pago.

Sentado en el escritorio contemplaba la cordillera que veía en pleno a pocos kilómetros de él y a la derecha el pueblo cercano. Las luces de las avenidas y los autos transitando. Fumaba el tabaco y en cada bocanada parecía adentrarse en un laberinto propio que se entrecruzaba con el paisaje nocturno. Así, sus recuerdos, vivencias, cavilaciones y penurias se intercalaban con las montañas blancas y los pequeños caminos del valle, todo difuminado por el humo que dejaba escapar de su boca. Viéndolo así, parecía estar dentro de un sueño, como en las películas donde el personaje, al soñar, observa como todo se difumina y suena un arpa de fondo.

Cada fumada hacía más clara la percepción de estar soñando o en delirio. Acercaba el cigarro cada vez con más dificultad a sus labios. Hasta que dejaba de sentir si tenía el cigarro en los labios o en la mano. Venía de pronto un hormigueo en las manos seguido de una sensación de calambre en los dedos. La mirada comenzaba a difuminarse (como en las películas) junto con las extrañas luces blancas que aparecían sobre él. Hasta que el hormigueo disminuía y los calambres se soltaban. Podía sentir una mano que sostenía la suya con firmeza, acto seguido le quitaba el cigarro que había ido lentamente desapareciendo. La misma mano preparaba una jeringa para inyectarle. La dosis de morfina de las 9 a.m. era la más molesta. Sentía el pinchazo y comenzaba nuevamente a ver cómo el luminoso letrero que decía “UCI” se desvanecía enfrente de él junto con el sonido de hospital y el rostro complaciente de la enfermera que hace casi 5 años lo asistía. En segundos aparecía lentamente sentado en el viejo escritorio de Don Froilán, listo para encender otro tabaco de esos que hacía 15 años no fumaba por su inmovilidad y de las cuales llevaba 10 en ese hospital. Se ajustaba la chaqueta clásica de conserje y comenzaba a bajar la escalera para dar una nueva primera ronda.

Licenciado en Historia. Estudiante de Magíster en Teoría e Historia del Arte, Universidad de Chile.

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