Ilustración: Entierro en Ornans, de Gustave Courbet (Detalle)

06 de junio 2022

Nostromo

por Diego Leiva Quilabrán

Murió la tía. Sí, hasta que murió la tía. ¿Cómo que “hasta”? Hasta. Así, tal cual. Hasta que esa masa en la guata se la terminó de comer. Y esa masa en su guata, que no es otra cosa que una prolongación de la tía, como una incompleta gemela malvada, una siamesa monstruosa, es la única que la volverá a ver de ahora en adelante. Aunque sea por dentro e inmersas ambas en la oscuridad de un hoyo.

Miro a la tía, pero no me atrevo a verla. En realidad, lo que hago es mirar hacia donde está la tía. Porque entre la tía y yo hay una cápsula intergaláctica, rústica, de madera, con una cruz en la escotilla. La tía es una suerte de Ellen Ripley con un alien dentro y no quiero mirarla. Algo puede saltarme en la cara.

Los primos ríen afuera. Los más chicos corren detrás del gato de la casa. El gato, al descansar, va con el hocico pegado al suelo buscando algo que podría ser la tía, un rastro de ella, pero solo es el tiesto con agua bajo el ataúd. Ni el último sorbito de agua le va a dejar a la tía. Ricardo y la Nico, su polola, pasan corriendo hacia el pasillo. Los dejo de ver cuando los rodea la sombra del fondo de la casa, mientras entran a una de las piezas. Ricardo debe estar triste, debe necesitar compañía, los abrazos no le han faltado hoy porque todos vienen a ver a la tía, todo el mundo la conocía.

Los parientes llegan por goteo. De la costa, del norte, del sur. Los amigos de la familia llegan de a pares, de a tres o de a cuatro, con maridos, esposas, hijos, sobrinos: el ramaje del árbol de conocidos crece y la cantidad de ramas es inversamente proporcional al peso del “ayudándote a sentir” que nos dan. ¿sienten? ustedes el pañal de la tía lleno de mierda espesa que desborda por los muslos? ¿Sentían los tripulantes de la Nostromo el dolor de Ripley? Estaban muy ocupados con esas cosas saltándoles en la cara. Yo mismo tengo una cosa incubando en mi propia guata. Saltará en sus caras cuando sea el momento; o peor, en la mía.

***

La guagua llora en la pieza del fondo. Mamá, haga algo, por favor. Mamá, mamá, dónde está. La Tía tenía el talento de callar las guaguas. Las nuestras y las del resto. Las de la familia y las ajenas. Como un eco perdido, como desde dentro de un hoyo, se escucha llorar a esa guagua. ¿Querrá teta? ¿Estará de caca hasta el cuello? Tan chico y con la mierda hasta el cogote. Y sigue llorando, se raja la garganta al fondo de ese túnel. Ni Ricardo ni Nico salen, no se dan por enterados. Está rodeada por los recuerdos de la tía: objetos colgados, amontonados, cubiertos, empezando el lento proceso de acumular el polvo suficiente antes de que los niños, ya más grandes, los echen a la basura. En las paredes hay cuadros de viejos que no eran tan viejos en el tiempo en que fueron tomadas, viejos con traje y bigote, viejos que uno mira y piensa: nacieron viejos. No como uno, joven y que va a morir joven.

Callen a esa guagua. No lo haré yo. Alguien tiene que quedarse junto al cajón para que este velorio no se vuelva un despropósito y esa persona voy a ser yo. A un velorio le puede faltar hasta el muerto, pero jamás alguien que se siente junto a él o su simulacro. Pero esa guagua… esos chillidos me atraviesan la cabeza de lado a lado: como el ritmo cardíaco de la tía pasando por ese monitor. 

***

Silencio todo el mundo. Puedo escuchar cómo dentro del ataúd nace el bicho. A partir de ahora nadie se baja de esta nave de mierda. Si la Marita no hubiera callado al Gastón, que lloraba y lloraba y chillaba y chillaba, capacito que yo mismo me hubiera tirado. Hubiese abierto la escotilla y me hubiese lanzado al espacio exterior. Sería un buen vaquero espacial: flota que flota, fuma que fuma, toma que toma, monta que monta. Pero el Gastón por fin se calló, así que esto sigue, terriblemente, pero sigue. Ese tumor sigue creciendo.

***

¡Má!, ¡má!, ¡es igual!, ¡es igual! Otro niño rompe la atmósfera pesada con sus pies que a medias corren y a medias se deslizan con la torpe velocidad de un gato cojo. No levanto la vista, miro mis manos cayendo sobre mis rodillas y bajo ellas asomándose las puntas de los zapatos de una estatua que desconoce el momento en que un terremoto la hará darse contra el suelo, pero sí sabe que vendrá. Las estatuas esperan ese momento, como nosotros esperamos a la bestia, que nos venga a buscar, que plante sus huevos en un beso terrible y nos deje preñados de un pedazo de cuerpo nuevo e indebido. 

Los piecitos, al otro lado del ataúd, saltan emocionados y se ponen de puntitas. Que sí, que sí, que son iguales, le dice su mamá, la Almendra, hija de la difunta, una linda joven que no tenía cómo no tener a ese precioso tesorito al que veo despegarse del suelo ahora mismo. Que es igual a la tía, dice. Reconozco los zapatos de mi mamá cargando ese peso extra, sosteniéndolo para que la vea de cerca, le toque la cara y confirme jugando que sí, que mi mamá y la tía son dos gotas de agua consumiéndose en la llanura marciana. 

No estoy mirando los ojos del niño. Solo la ausencia de sus pies en este suelo de cerámicas grises y lustrosas, con huellas de gato, gotas y el reflejo de una cápsula palo de rosa que se levanta hacia abajo en una dimensión más allá de esta. No veo cómo mira a los ojos de su abuela, que ahora es mi madre, o de mi madre, que ahora es su abuela, después de años sin verse. Mi mamá dice que lo conoció cuando era un porotito. No veo cómo le pone la mano gorda en los cachetes con emoción. No veo el brillo en los ojos, ni la sorpresa de encontrar una cara cálida cerquita y otra muy similar, aunque un par de años más joven, fría y amoratada, con los ojos semienterrados. Dos abuelas: una viva y una muerta. Y él se aferra a la viva y empieza a suplantar a la muerta, a olvidarla lentamente porque teniendo a la viva puede que no necesite recordarla. Seguirá estando ahí, a la mano, el rostro, año tras año hasta que termine en una cápsula tan similar a la de la tía como similares eran entre ellas. Pero no veo nada de eso y todo eso que no estoy viendo trasluce que ese niño está encadenado a un cajón como el de la tía, si tiene suerte; y si no la tiene, a uno blanquito, de un tercio del porte y de estampa angelical.

***

Ya no sé cuánto llevo aquí. Una hora o mediodía. ¿He dormido? ¿Cuánto puede durar un velorio? Quizá no he dormido. Dos días a lo sumo. Da igual. Ni siquiera me he asomado por el otro rincón, desde donde se ve la tía. Sé algunas cosas: que está pálida, que está fría. Así no estaban ni Ricardo ni su polola cuando salieron de la pieza. No creo haber sido solo yo el que durante mucho rato escuchó esos empujones apagados contra una de las paredes de la pieza del fondo. La guagua hace rato que se había callado y ahora estaba en paradero desconocido para mí, que miraba al suelo y solo veía pies pasar cada tanto, quizá cargando un niño o quizá no. Si me hubiese esforzado, estoy casi seguro de que podría haber escuchado los bufidos de un muchacho queriendo demostrar su hombría y los gemidos de una muchacha disfrazando su falta de placer.

Si un monstruo ya estuviera pululando por los rincones de la casa, si los ratones que se escuchan en el entretecho no fueran ratones sino una de esas bestias negras, con el cráneo alargado y con un hocico dentado y babeante… Si una de esas cosas ya reptara por la casa, por entre las vigas, detrás de los muros, acechando desde las altas esquinas de esta antigua casona… Tienes unos brazos robustos, Ricardo, un par de piernas muy fuertes, un miembro que te hace sentir lo suficientemente hombre en medio de esa oscuridad. Pero si una de esas cosas reptara por la casa, ninguno de tus miembros podría salvarte. Primero, obviamente, porque la fuerza del peligro de muerte es incomparable; segundo, porque estás demasiado concentrado: vas y vienes, mueves tu tronco contra la espalda de la Nico; sientes tu pecho traspirar pegado a su columna; tu estómago se siente caliente o no lo sientes, da lo mismo porque no es parte importante de tu espectáculo, podría ser propio de un cervecero de tu talla, pero no lo es, es bastante plano; cada golpe de tus caderas con el cuerpo de la Nico te hace sentir mejor; respirarle en la base del cuello, besarle los hombros; todo eso te complace. Pero en esta nave no hay ningún placer absoluto: antes, durante, o después de que acabe esa performance de macho recio, el monstruo se complacerá dándote una mordida, extendiendo esa lengua con una mínima boca de piraña en la punta. Esa cosa no conoce la piedad, Ricardo. Corre. Acaba si quieres, si es que alcanzas, pero luego vas a tener que correr. No me importa verte atravesar sin ropa este velorio, pero corre por lo que más quieras, por la Nico, por esa pequeña semillita que le dejaste a la Nico en la panza, que vaya uno a saber si alcanzará a nacer o no.

***

No me imagino a alguien atravesando en pelota un velorio. O quizá sí, quizá porque este es el velorio de la tía y no cualquier velorio. Tal vez solo sea posible porque esta casa es especial. Porque no es una casa, sino una nave. Una nave que nos podría llevar lejos, pero poco a poco se va a caer a pedazos, las capas que nos protegen del espacio exterior, del vacío, se debilitan cada año y con cada velorio. Como si fuera poco, acá adentro hay algo, algo horrible, que hace que el vacío, la falta de oxígeno y la posibilidad de flotar eternamente sin rumbo, de una u otra forma den igual. Seguiremos esperando que eso que acabó con la tía salga del ataúd. Quizá no hoy. Quizá la suerte esté de nuestro lado. Quizá el cuerpo de la tía reviente ya bajo tierra y despertemos tres o cuatro días después, en nuestras piezas, con frío, o transpirados, con ropa, sin ropa, solos, en compañía, pero vamos a despertar. 

Sigo mirando el piso, no he dejado de ver pasar unos pies familiares, que salen y entran. Siempre vuelven, pero yo sé que no deberían. Veo unos zapatos nuevos, zapatos que no conozco. 

Levanto la mirada cuanto escucho que cierran la cápsula para siempre. Ya no vi la cara inexpresiva de la tía por última vez. En verdad, la vez anterior acaba de transformarse en la última vez, la misma cara blanquecina, sin ninguna mueca, pero viva, antes de enterarse de que algo se la comía desde dentro. 

Vaciemos la casa. Ahora tenemos que enterrar a la tía. Ricardo, la Nico y yo estamos de pie al lado de la puerta. Ellos, por supuesto, y menos mal, ya vestidos y con la cara sin una gota de rojo: la sangre que los recorría a mil ya no lo hace. La tía va a “su última morada”, como va a decir el desagradable maestro de ceremonias del cementerio. Yo la veo más bien flotando, alejada de la bestia. Pero no nosotros. A nosotros nos toca volver y evitar quedarnos solos en la oscuridad, cerrar con todos los seguros del mundo esta nave, tenemos que buscar armas, tenemos que aguantar el desgaste de este cohete, limpiar los manchones de saliva espesa que gotean del entretecho, disfrazar nuestros miedos y sentarnos a esperar que la bestia nos eche de acá o que el inmenso espacio abierto nos carcoma desde fuera.

Tíos, primos, amigos, la tarea viril de tomar la cápsula y arrastrarla hacia fuera queda en nuestras manos. Ricardo se acerca corriendo. En el camino ensaya hasta lograr la cara solemne y aplomada de velorio, la boca fruncida y al centro, los ojos suspendidos en el aire y desperezados a momentos para encontrarse con algo, las cejas caídas sobre la línea de los párpados, las mejillas blandas, logra también la espalda arqueada y el paso como a través de una atmósfera más densa que la terrestre. Falta alguien justo delante de mí, a la altura de los pies de la tía. Ahí debe ir Ricardo, el más animado de los cosmonautas de esta familia. Lo imagino yendo lento en una caminata espacial, obedeciendo las órdenes de un capitán ficticio, obligado a parchar esta nave, aferrado por un cordón umbilical futurista a ella. Lo veo tropezar en su aventura cósmica con el gato, golpear en la espalda a Israel, el amigo viejo de la tía, quizá su pololito de fin de semana. Israel tambalea, se queja. Esta es otra forma de la bestia, de la amenaza: el fallo que parece calculado y desconfigura el plan de vuelo. Turbulencias en la cápsula, el desequilibrio, los del otro costado tironean y no alcanzan a reparar los estabilizadores. Veo la cápsula encima. Cierro los ojos, mi cuerpo al piso junto con el de Israel, los abro y tengo la cara maquillada pegada a una mica que está pegada a mi nariz. El desastre: los jugos oscuros de la tía se acumulan en el plástico trasparente, hacia una esquina de la cápsula. Reconecten todo, reconecten. Mayday, mayday. Llevo la vista a lo largo del ataúd: en la blusa blanca, la mancha negra y rojiza de la herida que le dejó la bestia se abrió.

(Santiago, 1995). Es licenciado en lengua y literatura hispánicas por la Universidad de Chile. Actualmente, es miembro del equipo de Revista Origami, donde reseña principalmente narrativa latinoamericana. Actualmente trabaja como profesor de comprensión de lectura de preuniversitario y prepara un libro de cuentos.

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