Foto: @pauloslachevsky

19 de octubre 2020

Que cómodo Roberto Merino

por Diego Armijo Otárola

Uno no lee a Merino, pues recibe el filtro de lecturas de otros. Siempre son aplausos agrietados, que alaban su claridad y humor, en una muy evidente defensa territorial —el Santiago de alcaldes matinales— y de clase, difusa, pero alta, esta, sí. Otra manera de encontrarlo, no así leer, es envolviendo huevos adquiridos en el negocio barrial, destino de toda letra periodista. Hallarlo a él, sus experiencias, recuerdos, opiniones y paseos, es, una lata. Más aún, se compilan aquellos textos, como crónicas los inflan los editores, cuando deberían morir en el papel arrugado, fuego para la parrilla, plantillas de zapatos, paños para limpiar ventanas. Pues, ¿qué relevancia puede tener su lengua fome?

El 4 de diciembre de 2019, en el diario La Segunda, fue publicada una entrevista a Roberto Merino, en donde la revuelta popular de octubre fue el tema central y, entre las perlitas podridas para lectura, encontramos su indignación por la pérdida del pasto de las plazas céntricas santiaguinas; palidecer, además, si ha de cambiarse el nombre a una plaza y sarpullirse del salvajismo, dice, que se ha hecho evidente.

Acusa —en el más alto vuelo poético de su entrevista— a los manifestantes de pretender una asimilación estética, con

«la intención de trasladar el paisaje poblacional a otros lugares»,

dice, al ver negocios con protecciones, lo que le parece escandaloso, pues, así, serían

«equivalentes a las que ponen los narcos o las botillerías en las poblaciones».

Pues, nada más terrible, humano demasiado urbano, que vivir entre los callejones, fuegos artificiales y pobreza de esos lugares tan lejanos a este tal Merino. Lugares alejados de sus sillas de café, que nunca entran en el panorama de paisajes que su teclado tan liviano dibuja para el diario, la universidad y editoriales que le soportan. Sus paseos por las calles santiaguinas, al ritmo gris de aquel corcheteado de comunas con título de metrópolis, se vieron interrumpidos. Fue un ataque personal, sus bellas postales, melancolía artificial, sus recorridos, borrados por el enemigo. No le quedó otra reacción, reaccionario, que indignarse, «gallo».

Entonces, uno piensa a Merino, achanchado entre las páginas de aquel magazine donde escribe, su fundo para siestas, con la conciencia, esperanza firmada, de saberse prontamente laureado.

Se promociona a Merino —en voz baja—, desaparecido Lemebel —póstumamente domesticado—, como el más relevante cronista chileno. Lo que no es más que la puesta en valor de su prosa funcionaria, de «café con leche», santiaguina a rabiar. 

Razón de queja: En 2018, las candidaturas más publicitadas para el Premio Nacional de Literatura eran las de Enrique Lafourcade, Germán Marín, Diamela Eltit y Roberto Merino. Eltit obtuvo el galardón y los dos primeros ya han fallecido. Atendiendo a la corrida en la lista de candidatos, Merino, sin más merito que sobrevivirles a sus pares, lo obtendría. Aunque, todo puede pasar, para mayor columnista tragedia.

Puede ser atendible el argumento de la nula importancia de este premio, pero, para alguien como Merino, ya demostrada su nostalgia del orden burgués, como anillo al dedo le vendría este reconocimiento. Conservaría, para los suyos, el poder de la palabra.

Ya, indignado, se mostró, en 2017, arguyendo defensa a una de las tradicionales, cronológicas y patéticas paparruchadas de Rafael Gumucio. Merino, frente a la discusión entre la escritura de clase alta representada por autoficticio escribidor y las nuevas expresiones de clases medias, a las que tildó de «autoindulgentes» —aún siendo atendible aquel desacierto—; escribió:

«De los escritores que le dieron como caja (…), no cacho a ninguno».

Su argumento, evidente, era que si él no los conocía, no existían. Fácil, así, ser soberano. La mesa es muy chica para tanto sujeto que escribe, o como dijera una relevante editora independiente, hace poco, como chiste, en sus redes, no quieren más escritores. 

El 5 de septiembre de 2020, en la revista Sábado, apareció otra entrevista a este columnista devenido defensor de un sentido común del «periodismo periodístico», usando el concepto de Óscar Contardo. Acribillado por la contingencia, Merino, calmo, pone en ambigüedad toda protesta sobre el manejo de la pandemia por parte del gobierno criminal de Piñera, su murallón ministros y todas su gárgolas encorbatadas, acto discursivo que termina por justificar, al no tener certezas ni convicciones, toda barbaridad del poder. Pues mientras él esté bien, se entiende, se ve, se lee, se repite, todo está bien, el resto, no importa.

El punto de interés, y el porqué de todo este apretujamiento de palabras, viene de una de la cuñas de aquella entrevista. Habla del sujeto indignado —siempre otro, nunca él— que pasa poniendo los puntos sobre las ies, dictamina que:

«la indignación es un lugar de confort, porque es fácil»

Claro, desde su lugar, vitrina suplementaria, la indignación del explotado siempre parecerá una «lata asegurada». Nunca se cuestiona, Merino, pues ya tiene moreteada la espalda, tanta mano amiga dando apoyo, que se siente seguro en su ninguneo, disfrazado, de claridad. Uno esperaría que discursos como estos, que más bien son griteríos, dejaran de pasar con normalidad. Más aún en periodos de fractura histórica, con las visibles aberturas para nuevas formas de organizar todo, donde la palabra en esto es muy relevante.   

Sin más silencio frente a estos pusilánimes barbones, digo, que cómodo Roberto Merino.

(Viña del Mar, 1994). Es comerciante. En 2020 obtuvo una mención honrosa en el Premio Roberto Bolaño, categoría novela. Ha sido becario del Fondo del Libro y la Lectura en 2019 y 2021. Ha publicado el libro de cuentos Glorias Navales (BAJ Valparaíso, 2019) y la novela Carcasa (La Calabaza del Diablo, 2020).

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