Fotograma de "Un chant d'amour", de Jean Genet

05 de julio 2021

Recuperar la noche

por Sergio Villalobos-Ruminott

Hemos conocido la vida antes que el sol deslumbrara nuestros ojos y
hemos escuchado algo que no se podía ver ni leer.

Pascal Quignard, Las sombras errantes.    

1. – En su extraordinaria monografía dedicada a la rebelión Espartaquista, Furio Jesi contrapone el modelo general, mitificado por las retóricas políticas convencionales, de la revolución y el carácter intempestivo y aparentemente in-significante de la revuelta, para insistir en que, a pesar de su probable co-incidencia a nivel de objetivos, la revuelta se distingue de la revolución por su carácter inanticipable o, mejor dicho, incalculable. La revolución se presenta así como realización de un determinado sentido de la historia, mientras que la revuelta se corresponde mejor con la idea de suspensión, es decir, con la interrupción de las dinámicas históricas. Por supuesto, esto significa que la revuelta puede ser perfectamente reaccionaria, pues al interrumpir la historia, desactiva los cálculos optimistas sobre ella, para hacernos comparecer a un tiempo indeterminado, una suerte de interregno, en el que no está claro hacia dónde vamos: “Toda revuelta puede describirse sin embargo como una suspensión del tiempo histórico. La mayor parte de aquellos que participan en una revuelta eligen comprometer su propia individualidad en una acción cuyas consecuencias no conocen ni pueden prever” (Spartakus, 70).

No por casualidad Jesi piensa este tiempo de indefiniciones, abierto con la revuelta, a partir de la novela Doktor Faustus de Thomas Mann y de la obra de teatro Trommeln in der Nacht, de Bertolt Brecht. En ellas, y especialmente en la segunda, Jesi encuentra la figura fantasmática de un soldado que vuelve de la guerra, Andreas Kragler, y que al modo de un revenant, deambula por la ciudad a sabiendas de que su prometida está a punto de casarse con el hombre de quien está embarazada. En efecto, el revenant complica el acuerdo al que se ha llegado, mediante el compromiso matrimonial, trayendo a la escena del pacto marital la figura espectral de un pasado irresuelto. Para Jesi, esta figura abismaría el tiempo cotidiano, mostrándonos como la historia se equilibra peligrosamente entre un “eterno retorno” y un “de una vez y para siempre”, los que se superponen al ritmo de los tambores nocturnos. 

Interesa entonces pensar esta extraña relación entre el revenant, la noche y la revuelta, en la medida en que los tres tienen en común una suspensión del tiempo histórico, de su postulada regularidad. Sería esa impensada relación la que explica porqué la represión policial de la revuelta no es sino una conjura de los fantasmas, pues estos someten la historia a una experiencia inédita del tiempo, dejándole saber que ella misma está constituida por instantes azarosos cuyo orden viene postulado siempre de manera ex-post-factum.    

Usamos la palabra revuelta para designar un movimiento insurreccional diferente de la revolución. […] Si, de acuerdo con el significado habitual de ambas palabras, la revuelta es un repentino foco de insurrección que puede insertarse dentro de un diseño estratégico pero que de por sí no implica una estrategia a largo plazo, y la revolución por el contrario es un complejo estratégico de movimientos insurreccionales coordinados y orientados relativamente a largo plazo hacia los objetivos finales, entonces podría decirse que la revuelta suspende el tiempo histórico e instaura de golpe un tiempo en el cual todo lo que se cumple vale por sí mismo, independientemente de sus consecuencias y de sus relaciones con el complejo de transitoriedad o de perennidad en el que consiste la historia. La revolución estaría, al contrario, entera y deliberadamente inmersa en el tiempo histórico. (Spartakus, 63)

No importa de donde provenga esta “intencionalización” de la revuelta, ni en nombre de qué ideales se justifique su lectura ‘estratégica’, lo que importa es que al hacer transitar el momento de la revuelta a la lógica de un determinado despliegue histórico, se sacrifica su condición intempestiva, subordinando su fuerza a una determinada racionalidad política. La revuelta no puede ser pensada entonces de acuerdo con ninguna racionalidad política porque toda racionalidad está asistida, desde siempre, por una determinada filosofía de la historia, del sujeto y de la acción. A esto se debe, sin duda, el que la revuelta nos encuentre siempre sin aviso, pues gracias a su condición inminente, esta no puede ser programada sin haber operado sobre ella una cierta reducción. A la vez, la represión policial no consistiría sólo en castigar a los revoltosos, sino que haya su momento de mayor elaboración en la producción de un relato reconstructivo sobre la revuelta, un relato que le da un cierto principio de razón (arché), y que la interpreta según un determinado cálculo político. Sería este principio de razón, arché político de toda formación hegemónica, el que permite traducir la singularidad de la revuelta a una forma de la movilización política propia de las luchas contra-hegemónicas, subordinando el momento de la insubordinación a una determinada fórmula estratégica. 

Cálculo, arché, racionalidad, estrategia, principio de razón, sujeto, direccionalidad práctica, partido, vanguardia, etc., son otras tantas categorías que definen la tradición onto-política occidental y que determinan las formas convencionales de leer la revuelta. De lo contrario, como se dice, quedaríamos atrapados en el vértigo insoportable de una infinita irrupción demótica, en el momento sin fin de una potencia destituyente, en la medianoche de la historia bajo el cielo des-astrado que expresa la suspensión de toda soberanía. En fin, permaneceríamos perdidos en la noche en la que pululan los revenants, cuerpos indiferenciados en la búsqueda recíproca de lo informe. A esto mismo se debe el que toda la tecnología disciplinaria moderna se haya volcado a sancionar este momento de anomia, esta anarquía de los sentidos, este festín de los cuerpos que, obliterando las señaléticas de la ciudad, se congregan bajo la ley perentoria del contacto, que no es sino la ley del contagio, contra la que se cierne toda una retórica médica, epidemiológica (que ya antes del COVID-19), estaba abocada a separar los cuerpos individualmente, a organizar la orgia de las masas, a funcionalizar y optimizar la vida. No olvidemos que tumulto, motín, rebelión, insurrección, levantamiento, asonada, multitud, masa, etc., son otros tantos nombres de pila que los dispositivos policiales y disciplinarios han utilizado para neutralizar la experiencia abismal y nocturna de la revuelta.    

2. – No es casual, por lo tanto, que la única forma de desactivar las revueltas en Chile haya sido a partir del dispositivo de la pandemia. Ni la acción policial directa, ni la brutalidad represiva por parte del Estado nacional y sus aparatos de fuerza, ni el sermón de la economía y sus demandas productivas, ni la turbia demanda de una vuelta a la ‘normalidad’, habían sido suficientes para obligar a las personas a abandonar la primera línea, la plaza, las calles y la noche, y volver a recluirse en el pobre interior tardo-burgués del reality-show y del consumo crediticio. Y habría que pensar cuidadosamente aquello que se dejó entrever con las protestas estudiantiles el 18 de octubre del 2019, pues lejos de identificar el momento de la revuelta con el tiempo vulgar de los calendarios (Benjamin nos recuerda como en toda insurrección son los relojes y los calendarios los primeros que se van al tacho de la basura), habría que pensar cómo, ese día, se nos hizo posible contemplar la historia reciente de otro modo, agolpándose ante nosotros, demandándonos atención, estableciendo vínculos naturales entre las diversas revueltas que fueron y esta que comenzaba a interrumpir el tiempo metálico de la modernización neoliberal. En este sentido, el tiempo sin tiempo de la revuelta nos deja oír un determinado clamor de la historia, el que se resiste a ser indiferenciado en el coro hegemónico del progreso y la globalización. 

Pero si el tiempo de la revuelta excede su mero acaecer puntual, suspendiendo la predisposición habitual de la historia, para hacerle espacio a los clamores que nos llegan del pasado, entonces la conjura policial debe entreverarse no solo con aquellos que mantienen el suspenso en las calles. Antes bien, debe recuperar las calles, re-establecer su ‘normalidad’, redistribuir los cuerpos en la ciudad, pero también debe restituir el predominio luminoso del Estado y su ley, sobre la penumbra y sus siluetas. En esto consiste la normalidad, en restituir el predominio del día sobre la noche, del parlamento y los partidos políticos sobre la calle, de los procesos electorales sobre las formas de auto-organización popular; en otras palabras, en restituir el predominio de la razón (de Estado) sobre la falta de ponderación y cálculo que prima en la revuelta. No otra cosa explica la paradojal conducta de un gobierno que, de manera negligente, decide mantener funcionando los colegios, incentivando el desplazamiento poblacional a sus puestos de trabajo, permitiendo el libre funcionamiento del comercio corporativo, mientras aplica tibias medidas de control diseñadas según los privilegios comunales, y se enfoca en la mantención de un interdicto o toque de queda que criminaliza los desplazamientos nocturnos y las reuniones masivas.

3. – Si el vampiro como un vector de contaminación de flujos y afectos (imagen/cuerpo; vida/muerte; matrimonio/amante; saliva/sangre, día/noche, etc.), representa un poderoso enemigo de la ley y del orden, estamos ahora frente a la proscripción de la noche, pues sus hijos pululan asediando los límites de la convivencia sancionada por el mercado como templo de la auto-regulación. El vampiro traspasa los límites edificados entre diversos órdenes de significación, pues disemina los signos depositados como pequeños monumentos recordatorios de un orden sacralizado. Lo mismo ocurre con los hijos de la noche (como diría Santiago López Petit), pues estos son emblemas de un momento excepcional que se resiste a convertirse en regla. No es casual entonces que la luz que mata al vampiro esté alimentada por el mismo principio ‘helio-político” que criminaliza la revuelta en nombre de un futuro resplandeciente, de una transparencia irrefutable (como los silogismos de la micro-economía), de un luminosidad enceguecedora. Haber interrumpido el proceso de significación a partir de ponderar la naturaleza a-significante del signo es lo que les permitió, a Deleuze y Guattari, pensar las lógicas del sentido y del deseo más allá de la extorsión de las imágenes y su correspondiente logocentrismo. Algo similar debemos hacer con la revuelta, a riesgo de subordinarla a una lógica de la significación que opera como filosofía de la historia. En Chile, no lo olvidemos, las autoridades no se cansan de repetir que la transparencia y el orden deben primar sobre la noche y su tráfico de cuerpos. 

Si la revuelta es también una insurrección de los sentidos, no debería extrañar  que Pedro Lemebel sea uno de los autores que mejor expresa la sensibilidad de este momento ‘confuso’. Como se sabe, para muchos intelectuales oficiales, las revueltas no son sino la expresión de un cierto narcisismo juvenil, potenciado por la imagen ideal de un país desarrollado, y por el acceso puntual al consumo masivo. La razón de fondo para tanto desorden, se dice, hay que buscarla en las demandas de una generación que quiere apurar su ingreso al mercado y a las bondades del consumo. Gracias a este tipo de argumentación, los rigores de la pobreza quedan totalmente invisibilizados, mientras se sigue culpando a los jóvenes de no actuar responsablemente de acuerdo con las reglas del juego democrático. Sin embargo, frente a estas retóricas psicologizantes y patologizantes, las crónicas de Lemebel podrían ser leídas como el revés oscuro de la transición/modernización nacional. Escritas en un estilo que no pocos se han apresurado en llamar neobarroco, la prosa marica de Lemebel contamina no solo las representaciones edificantes de un país ejemplar, sino que trae al centro de la escena un amplio repertorio de figuras chinescas que pululan en la noche de la ciudad neoliberal. Al igual que los personajes de Eltit o las escenificaciones del hospital y la enfermedad de Lupe Santa Cruz, Lemebel interrumpe la lengua de los consensos y su pretendida transparencia para inscribir en el horizonte político oficial, trazos sintagmáticos rimbombantes surgidos de una marginalidad que ya no puede ser traducida por las políticas identitarias convencionales y sus inverosímiles alianzas.  

Obviamente, acá nos interesa pensar el ‘efecto Lemebel’ más que sus textos, los que han recibido y continúan recibiendo una atención merecida. En cualquier caso, dicho ‘efecto’ tiene que ver con la imagen sucia y ambivalente que nos devuelve de nosotros mismos, de nuestro ‘ejemplar’ proceso histórico. Quizás sea esto lo que se juega en su prosa, una economía inverosímil del deseo que mueve a los cuerpos a posicionarse ya siempre al borde de la revuelta, de la excitación de los sentidos. No es casual que desde El vampiro de la colonia Roma de Luis Zapata (1979), pasando por El negocio del deseo (1999) de Néstor Perlongher, o incluso sus Prosa Plebeya (1997), hasta La esquina es mi corazón (1994), Loco Afán (1996) o, De parlas y cicatrices (1998), lo que presenciamos es la paulatina inscripción del deseo como crimen en el plexo de la moralidad patriarcal y sus contratos. Detrás de todo esto suena el clamor de Jean Genet, el escritor criminal que en 1950 filmó Un Chant d’Amour, una breve secuencia abocada a mostrar la imposible relación entre dos presos, recluidos en celdas individuales, y sus esfuerzos por comunicarse, por tocarse, para mantener vivo el amor como esperanza y canto de vida. Genet el ladrón, quien estuvo a punto de ser condenado de por vida, cometió sin embargo un crimen mayor, haber desocultado la existencia precaria de los cuerpos en su arrojo tenso hacia la existencia compartida. Mediante una serie de tomas enfocadas en los esfuerzos de los dos reclusos, Genet inscribe un deseo otro que el deseo carnal, en medio de la celda policial, transgrediendo las fronteras de la oscuridad y de la prisión, mediante la perpetración de un crimen insospechado: la de dos cuerpos decididos a tocarse más allá de la disposición marcial de los espacios. ¿No es esta la promesa de la prosa marica, la de contaminar el orden funcional de la ciudad diurna, con la puesta en escena de un crimen intolerable: la de los cuerpos arrojados al abismo que es el otro, decididos a tocarse más allá de los protocolos y los buenos modales?, ¿no es esto acaso lo que hemos llamado la inminencia de la revuelta, la perseverancia de los cuerpos a existir en espacios arrancados al orden policial y sus regulaciones del tiempo de trabajo?  

4. – Pero el poder también persevera. En la brutal representación de las lógicas soberanas del Estado moderno, Tadeys (1983) de Osvaldo Lamborghini, asistimos a un brutal experimento de reclusión y sexuación violenta. La novela cuenta la historia de La Comarca, nombre que alude a una formación estatal imperial organizada económica y políticamente según una escala jerárquica en la que los hombres predominan sobre una especie de animal ‘homínido’ y lampiño llamado tadeys. Los tadeys son proclives al sexo anal, el que define las jerarquías de poder en toda la comarca. Pero los tadeys son también comestibles, cuestión que exagera la ambivalencia de sus cuerpos: moneda de cambio, fetiche sexual, y carne de consumo. El intercambio sexual, predominantemente anal, no se reduce a los usos de los tadeys, sino que estructura el conjunto de relaciones en toda la sociedad, desocultando el núcleo violento de los procesos de sexuación y las formas en que se asignan las identidades de género.  

En efecto, si la economía sexual, material y simbólica de La Comarca está organizada en torno al tadeys, como medio polifuncional de intercambio, las relaciones de poder también obedecen a estrategias represivas biopolíticamente diseñadas. Una de ellas, central para todo el relato, es la que debemos a Jones Hien, director de la cárcel quien junto con el Doctor Ky, diseñan una estrategia insuperable de disciplinamiento y control, que termina por confirmar los mismos presupuestos carno-falo-céntricos de la sociedad comarquí. Ellos crean un barco destinado al tratamiento intensivo de jóvenes revoltosos, delincuentes o subversivos que pululan por la ciudad de noche. Cuando estos jóvenes se comportan de forma reñida con el poder y sus leyes, son apresados y mandados a dicho barco. Una vez en él, son sistemáticamente penetrados, durante algunas semanas, por bugarrones corpulentos cuyos miembros privilegiados dejan una marca imborrable en cada uno de ellos. Para evitar que estos jóvenes recuperen inclinaciones sexuales ‘activas’, son químicamente castrados, así tampoco pueden tener sexo entre ellos. El objetivo del tratamiento es debilitar su inclinación masculina al punto de convertirlos en pasivas compañeras o novias ideales para servir a la sociedad. El llamado “barco de amujerar” nacido de la inventiva bestial de Lamborghini, lleva el acto sacrificial al que sus relatos siempre nos empujan, hacia un extremo casi intolerable. Sin embargo, lo que dicho terror hace no es otra cosa que exponer, con una violenta alegoría corporal, la estructuración igualmente violenta de la economía patriarcal y heteronormativa, y sus complementarios procesos de sexuación, característicos de la sociedad capitalista.

El ‘barco de amujerar’ es tanto el dispositivo familiar como la escuela, el regimiento, la iglesia, y la serie de instituciones que tanto Althusser como Foucault determinaron como centrales en las operatorias del poder. Las jerarquías basadas en una sexuación compulsiva no son sino una representación palpable de la economía patriarcal y su producción sistemática de cadáveres, delatando de paso, la copertenencia entre los presupuestos heteronormativos, carno y falo-logocéntricos como ejes estructurantes de la sociedad comarquí. El barco funciona así como suplemento del aparato de sexuación general de la sociedad comarquí, que consiste en organizar los flujos de dinero, poder e identidad mediante una jerarquización masculina basada en la penetración y la posesión del otro. Pero, el hecho de que el barco capture a sus internos mediante redadas nocturnas de jóvenes revoltosos, nos permite acercar el imaginario de Lamborghini al de su contemporáneo italiano, Pier Paolo Pasolini, quien pensó en una situación similar como efecto de las “mutaciones antropológicas” propiciadas por la transformación de la acumulación capitalista y la intensificación de sus procesos de devastación. 

5. – Efectivamente, al  modo de una razzia desinhibida, escuadrones de agentes anónimos se dedican a capturar jóvenes en los villorrios pobres italianos, para recluirlos en una mansión lujosa, lugar en el que sus cuerpos serán ‘entrenados’ y ‘acondicionados’ para satisfacer la curiosidad sexual de una aristocracia decadente. Salò, una de las últimas  producciones de Pasolini (Salò o le 120 giornate di Sodoma), no solo lleva a la pantalla (1975) una versión libre de la clásica obra del Marqués de Sade de nombre similar (Les 120 Journées de Sodome ou l’école du libertinaje), sino que lo hace casi doscientos años después (recordemos que la obra de Sade fue escrita, aunque nunca acabada, durante su reclusión en La Bastilla, y es convencionalmente fechada en 1785). La referencia al divino Marqués, sin embargo, no se limita al título o a la puesta en escena de una sexualidad escandalosa; Pasolini quiere mostrarnos además cómo esta obra, que ha sido leída como una propedéutica de la transgresión y una defensa de la lujuria, fue escrita en la insoportable oscuridad de una celda, es decir, en un lugar diseñado con el propósito principal de abismar el cuerpo mediante la cancelación casi absoluta de lo sensible. Robándole retazos de luz a la eterna oscuridad de una prisión que refleja al decadente poder monárquico, Sade no se reconcilia sin embargo con la promesa ‘heliopolítica’ de un progreso moral de la humanidad sostenida en los ideales de la Ilustración y su promesa de un futuro diáfano. Por el contrario, sin oponer la noche de la celda a la luz de las antorchas que terminan por incendiar aquel monumento del absolutismo, entiende que otra economía de sombras y retazos es posible en el encuentro clandestino de los cuerpos, un encuentro en el que la violencia no está proscrita violentamente por decreto, sino que es inmanente al deseo. 

No hay deseo sin violencia, parecieran decirnos las destempladas tramas de las novelas de Sade, quien insiste en retratar la copertenencia de sexo y poder en la constitución de la subjetividad moderna. Sería algo similar lo que se aprecia en los últimos trabajos de Pasolini, una vez desencantado del giro neo-fascista que habría tomado el mundo político y cultural de la Italia y de la Europa de su tiempo. A pesar de esta obvia coincidencia, la puesta en escena de Pasolini ya no puede ser pensada como una escuela de libertinaje sin incorporar una dimensión biopolítica fundamental: la mansión a la que son llevados los jóvenes y muchachas que servirán para satisfacer las apetencias de una pretenciosa casta de poderosos, al igual que el barco de amujerar de Tadeys y al igual que las doncellas seleccionadas por el Marqués para sus rituales, representan la total reducción de los cuerpos a las violentas prácticas de sexuación que definirán la organización interna de la mansión. Sin embargo, lo que en Sade todavía aparece bajo las figuras del exceso y del abuso, en Pasolini se muestra como una regla general de la competitiva cultura capitalista, es decir, como una normalidad sancionada por las dinámicas del intercambio y de la acumulación que caracterizan a la sociedad europea de los años 1970. 

Ya en la “Refutación de la trilogía de la vida” (publicada en el Corriere de la sera, el 9 de abril de 1975), vemos cómo Pasolini rechazaba el contenido erótico y su fondo pastoril y católico, característicos de su filmografía anterior, pues dichas alusiones a la plasticidad juvenil de los cuerpos deseantes y transgresores se veía ahora sobrecodificada por las nuevas condiciones de la sociedad neoliberal. En efecto, la refutación señalaba cómo el predominio de un nuevo formato educativo que adoctrinaba los cuerpos en la lógica de un capitalismo competitivo e individualista, y que encontraba en la televisión el complemento perfecto para una total imbecilización de los sentidos, había causado una verdadera ‘mutación antropológica” cuyas nefastas consecuencias eran incluso peores que las del fascismo de Mussolini. Si la educación dinamitaba el vínculo social al inscribirlo en la lógica del cálculo, la televisión adormecía los sentidos, inmovilizando a los sujetos frente a una pantalla que terminaba por restarle cuerpos a la noche. La refutación de Pasolini, por lo tanto, no era solo una revisión de su filmografía anterior, sino una insubordinación dirigida contra los poderes que habían secuestrado el enigma de la noche, organizando la vida según los imperativos de una nueva forma del capital. Si es cierto que no hay deseo sin violencia, ahora se hacía claro que tampoco había violencia sin deseo, aunque este fuese el deseo ya repasado por los imperativos de la misma mutación antropológica. 
El mismo año de la refutación, año en que se proyecta la presentación de Saló, y en el que escribe la novela inconclusa y póstuma, Pretolio, Pasolini muere asesinado en la madrugada del 02 de noviembre, en un confuso incidente. La muerte violenta de Pasolini (atropellado innumerables veces hasta reventar, para después de muerto ser incluso quemado), pareciera marcar el destino inexorable que aguarda a aquellos que deciden resistir los imperativos de la competencia y de la anestesia cultural, aventurandose al prohibido corazón de la noche y sus enigmas. El autor de Una vida violenta (1959) ahora era el protagonista de una muerte violenta, decidida y anticipada por su defensa de la noche, por su arrebato contra la domesticación de los sentidos, por su apertura al otro que, como todos, estaba tramado por la compleja madeja de deseo y subjetivación. La lucidez nocturna de Pasolini no debe confundirse con una representación romántica de su ‘forma de vida’ pues se trataba de lo contrario, de apostar a la inminencia sin forma de la vida, precipitándose en el presente, aconteciéndole al tiempo, al modo de una revuelta que no sirve para edificar formas ejemplares de la existencia, sino que tan solo acaece, quizás para recordarnos lo que está en juego en las formas de sociación e intercambio nocturno: la latencia de un comunismo de los sentidos, como diría Carlos Casanova, en el que se hace posible, pensable, una relación distinta con la historia.     

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