Ilustraciones: "Ojos de Luna" y "Árbol de la Dignidad", por Solange D. Marcos (@solange.d.marcos /@solange_d._marcos /@diazmarcossolange )

05 de julio 2021

Reflexiones espaciales y temporales sobre la larga noche de nuestra época.

por Gabriel Bravo Soto

Noche negra de negros augurios
Vigilia larga
Pensamientos turbios
(Banda Bonnot, Grito de guerra[1])

La revuelta social iniciada en Octubre de 2019 alteró el espacio y quebró el tiempo en magnitudes que aun no somos capaces de dimensionar por completo. Lo que comenzó con la iniciativa de lxs jóvenes secundarixs evadiendo los torniquetes del metro se extendió rápidamente a la población completa en cuestión de horas. El 18 de octubre, en un primer momento en Santiago, durante la mañana las evasiones no tenían nada especial en comparación a los días anteriores; durante la tarde los ánimos de a poco se caldean y se respira un aire distinto; durante la noche (y las que siguieron) tomamos conciencia de que estábamos en medio de una vorágine completamente anormal (o incluso paranormal: “era como una invasión alienígena”, decía la primera dama).

A medida que transcurren las horas el Estado muestra su verdadera cara, y todo termina y comienza esa noche. Poco se ha reflexionado sobre las acciones que el gobierno tomó para enfrentar la situación ese día: fuerzas especiales entrando a los vagones a golpear y detener adolescentes, bombas lacrimógenas arrojadas a los andenes, gente desmayada por gases y herida por perdigones, represión y estaciones de metro cerradas que obligaron a las personas a devolverse a sus casas como pudiesen. Lo primero que salta a la vista es la estupidez con la que actuaron. ¿Qué estaban pensando? ¿Cómo se les ocurre desplegarse de esa manera ante una situación de la cual pudieron salir sin mayores problemas? ¿Acaso no dieron los motivos suficientes para subir a la superficie a reventarlo todo?

Podemos hacerle caso a Alberto Mayol cuando en la presentación de su libro sobre el estallido social señala que al gobierno le faltó calle. ¿Y cómo no? Si finalmente la guinda de la torta la coloca el ex Ministro del Interior Andrés Chadwick cuando declara la Ley de Seguridad del Estado y anuncia querellas contra quienes alteren el orden público. Se lo buscaron. Apagaron el fuego con bencina y desde la noche del 18 de octubre la protesta se vuelca a los territorios, siendo esa la señal que nos hizo comprender que no era un simple disturbio en el centro de Santiago, sino que una revuelta social que no tenía precedentes desde al menos el “retorno a la democracia” y que al día siguiente se extendería al país completo.

Una insurrección puede estallar en cualquier momento, por cualquier motivo, en cualquier país y llevar a quién sabe dónde”
(Comité Invisible, A nuestros amigos).

Durante las jornadas que siguieron los espacios fueron alterados y estuvieron repletos de manifestantes quebrando el tiempo muerto del capital, a través de métodos históricos de acción directa, alcanzando niveles no vistos en el pasado reciente. Es en ese contexto que el Estado comienza a funcionar como lo que siempre ha sido: una organización abiertamente terrorista y contrainsurgente que utiliza todas las herramientas a su alcance para continuar siendo el único portador del ejercicio de la violencia.

Detrás de toda la retórica sobre el Estado y su papel civilizador, se encuentra siempre, en último término, alguien que le machaca el cráneo a otro ser humano, o que cuando menos, tiene la posibilidad de hacerlo. Las funciones y el funcionamiento del estado han variado enormemente a lo largo de la historia, pero el ejercicio de la violencia es su denominador común.
(¿Y la violencia para qué?, Anselm Jappe)

El Estado, por su propia naturaleza, no puede permitir que la violencia se disperse en la población ya que eso amenazaría su existencia. Cuando una revuelta estalla, siempre responde con bala y sangre. En Chile no ha sido la excepción, hemos aprendido aquello, y la lamentable evidencia son las pérdidas oculares, los asesinatos, la cárcel masiva, las vejaciones, la carne abierta y el dolor colectivo; hemos pagado caro la osadía de rebelarnos y tomar partido en el conflicto que se evidenciaba. Así, cuando Sebastián Piñera el 21 de Octubre declara en televisión que “estamos en guerra”, pese al pavor ciudadano y lo rimbombante de la frase, no se equivocaba; existe en el fondo de la sociedad capitalista un conflicto silencioso que permanece oculto, que se desarrolla de distintas maneras y que se desnuda cada cierto tiempo en forma de irrupciones espontáneas que alteran el espacio y quiebran el tiempo. El Estado en tanto monopolio de la violencia funciona como neutralizador del conflicto (la llamada y deseable paz social), y a la vez, como la continuación de la guerra por otros medios. Lo cierto, es que la guerra contemporánea a la cual asistimos no es de tipo convencional, no es en igualdad de condiciones, no tiene un campo de batalla exclusivo y no le antecede una declaración formal, sino que es una guerra distinta del Estado contra sus habitantes, quienes en momentos de convulsión social son todos potencialmente criminales, es decir, abatibles.

Siendo así, a la luz de la historia, los acontecimientos, nuestra experiencia, y más allá de cualquier fetichismo por la violencia, es necesario asumir que el enfrentamiento con el Estado es algo inevitable que continuará ocurriendo, nos guste o no; sin embargo, esto no se reduce solamente a los choques callejeros con la policía, la cual es sólo la manifestación estatal más visible, es decir, una parte del todo.

En este punto, si nos detenemos a observar, durante la revuelta se produjeron momentos sumamente interesantes, de los cuales destaco dos. Lo primero, es que la extensión e intensidad de la insurrección a nivel nacional desbordó y derrotó a la policía, y no tanto porque hubieron uniformados muertos (las muertes aún están de nuestro lado), sino porque no pudieron controlar a los manifestantes con sus técnicas habituales y porque en su auxilio tuvieron que acudir los militares. Lo segundo, es que la revuelta efectivamente parecía resquebrajar al Estado por dentro, alterando su control espacial por exceso de tensión y cortocircuitos por todas partes, tirándolo a las cuerdas y haciéndolo crujir sin necesidad siquiera de “tomarlo” (como si se pudiera, según la tradicional tesis “politicista”).En el fondo, la pregunta que subyace en esta experiencia es cómo destruir al Estado.

“Puesto que es una fuerza central, el Estado debe ser destruido por una acción central. Puesto que su poder es ubicuo, debe ser extinguido en todos lados… Nuestra esperanza se sustenta en una subversión tan generalizada y a la vez tan coherente que el Estado se verá confrontado por nosotros en todas partes, desgastando su energía hasta agotarla”
(Gilles Dauve, Capitalismo y comunismo).

Al día de hoy, Chile se encuentra en estado de excepción. La revuelta ya era una falta de respeto y la llegada del coronavirus fue la excusa perfecta para que el gobierno se aprovechara de una verdadera pandemia mundial e incrementara el control sobre nuestras vidas priorizando al Capital. En 6 meses se ha decretado Estado constitucional de Emergencia a raíz del estallido social (Octubre 2019) y Estado de Excepción Constitucional de Catástrofe por Calamidad a raíz de la pandemia del coronavirus (Marzo 2020). Desde estas figuras jurídicas se anulan garantías constitucionales, se restringen libertades civiles y se avasalla de paso el respeto a los santísimos y manoseados  “Derechos Humanos”. En total ha sido más de un año en que la excepción se ha vuelto regla. Y desde marzo de 2020 se agudiza el “toque de queda” para controlar las noches con la excusa sanitaria, lo que viene a ser directamente otra maniobra que tiene como principal objetivo no tanto cuidarnos, sino que aislarnos, siendo parte de la misma respuesta reactiva y represiva del Estado.

De esta manera se pretende desarticular las nuevas relaciones sociales que desde la revuelta se estaban gestando. La contrarrevolución está en curso. Nos están quitando espacios. ¿Y acaso no nos quitan lo suficiente? ¿Acaso no nos quitan ya el tiempo cuando trabajamos, por ejemplo? ¿Por qué ahora nos quitan la noche? ¿Y por qué se siente impotencia? Esto se debe a que la noche, al menos para lxs humanxs, no es sólo un fenómeno de rotación de la tierra, sino que tiene una dimensión social que la hace especial en donde cada persona le da su propia importancia y la habita a su manera. En ella existe el peligro y el exceso, el amor y la fiesta, la poesía y la reflexión, el miedo y la protesta, el sueño y la pesadilla, la soledad y la compañía. Cuando los milicos patrullan las calles bajo la luz de la luna están recuperando lo que en la revuelta fue alterado y quebrado: espacio y tiempo. Era en la noche precisamente en donde se producían los enfrentamientos más violentos y desafiantes, y en donde la población, resguardada en sus territorios, lograba escabullirse pasando desapercibida. El toque de queda impuesto desde el Estado viene a frenar la ocupación popular de la calle y el libre uso del tiempo separando tajantemente, con fusil en mano y respaldo legal, la continuidad de los momentos de nuestra vida: en el día se trabaja, en la noche hay que encerrarse. Esta máxima orbita en nuestra mente y condiciona innegablemente nuestro actual vivir. La noche se despuebla y se oscurece (nuevamente).

A todas luces podemos afirmar que nuestra época se asemeja a la noche. Una larga noche sin fin, sin luz, sin sonido ni eco. Una cárcel oscura a cielo abierto en donde, hasta hace unos meses, no sabíamos dónde estábamos. Tuvimos que prender barricadas para ver e incendiar las calles para reconocernos. Vimos que éramos cientos y miles resistiendo esta larga noche. Es entonces que, en tanto espacio, comenzamos a habitarla de otra manera, y en tanto tiempo, a crear dentro de ella otras relaciones que nos hacían más sentido; la vida es más que una autómata circulación de mercancías, de tiempo muerto, de indiferencia, pasividad, banalidad, miseria y tristeza. 

La revuelta que irrumpió en Chile rompió la normalidad capitalista en pedazos dejando vidrios y esquirlas en el piso, posibilidades y fisuras abiertas. En cierta medida, la revuelta es utópica y atemporal, a la vez que el único espacio-tiempo habitable en esta época de catástrofes. Eso explica la algarabía, la fiesta, la gratitud genuina del estar juntxs, de enfrentar a la policía, de cuidarnos de los gases y perdigones, de darnos alimento y reír sin nunca habernos visto, prefigurando en actos una sociedad radicalmente otra. En la revuelta, nos elevamos a la altura de la época, la historia se abre de puro desgarro y nosotrxs nadamos en ella.

Innegablemente lo vivido en Octubre tiene una profunda importancia histórica y existencial. La palabra aún no alcanza para modular el cúmulo de experiencias vividas ni para explicar lo que significa estar en la cuerda floja, entre la cárcel y la muerte. Hoy, para tristeza o alegría de algunos, podemos hablar de la revuelta en pasado y mirarla con cierta distancia. La vorágine intempestiva, la atmósfera convulsa y el peligro generalizado han disminuido considerablemente. Eso me hace sentir un intenso vértigo y una extraña (y falsa) sensación de sobreviviente. Pensar que podría estar preso, herido, mutilado o muerto, me hace caer en un profundo aturdimiento, como si estuviera en un precipicio o en la orilla del matadero de la historia (como diría Hegel), allí donde son arrojadas todas las vidas que luego se olvidan. Pero al mismo tiempo sé que esa sensación es falsa, porque mientras exista el Estado y el Capital nunca nuestras vidas van a estar verdaderamente a salvo.

Así, es realmente triste que “las ganadas obtenidas” (una nueva constitución o la destitución de alguna autoridad, por ejemplo) nunca son equiparables a la pérdida de vida humana. Todos los levantamientos sociales que nos anteceden están repletos de sufrimiento, pena, rabia y dolor. Para quienes nos hierve la sangre por las injusticias, para lxs familiares, para quienes cayeron en prisión, para compañerxs y vecinxs que han sufrido en carne propia la brutalidad del Estado, todo esto difícilmente será olvidado (¡no podemos permitir que se olvide!) porque está inscrito y significado en una memoria subterránea y popular, con otra espesura y sensibilidad, en otro espacio y otro tiempo completamente distinto y desafiante al espacio y el tiempo del Estado y el Capital. Desde ahí, seguiremos sacando fuerzas para el próximo asalto generalizado. Las insurrecciones proletarias y planetarias llegan para quedarse.

Los combates continúan y continuarán.

Libertad a todxs lxs presxs de la revuelta.

Nada ni nadie está olvidadx.

Ojos de Luna, por @solange.d.marcos /@solange_d._marcos /@diazmarcossolange
Árbol de la Dignidad, por @solange.d.marcos /@solange_d._marcos /@diazmarcossolange

[1] https://www.youtube.com/watch?v=hYOWU9JRkNM

Santiago, 23 años. Licenciado en Filosofía y militante de la vida. Editor y encuadernador en proyectos editoriales autogestivos y participante de iniciativas organizacionales en el territorio donde habita.

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