Foto: Vicente Didier

21 de mayo 2020

Saliva Ajena

por Vicente Didier

[Habitar lo inhabitable:
Etnografías de la pandemia
*]

Después de ver cómo los más acaudalados acumulaban y revendían insumos médicos, y cómo durante semanas los canales de información oficiales e incluso la OMS entregaba información contradictoria sobre su uso, se declaró en Chile que todas las personas debían usar mascarillas para salir a la calle, y que en algunas comunas se aplicarían multas a aquellos que no lo hicieran. En matinales y noticieros mostraban expertos y emprendedores enseñando a hacer mascarillas caseras, sabiendo bien que poco podían hacer para protegernos del virus realmente, pero dada la escasez mundial de insumos y las amenazas de E.E U.U de dejar de exportar, tendríamos que saber arreglárnosla: fundas de almohada con filtros de café, bandanas dobladas en tres y luego en dos. Cualquier cosa es mejor que nada.

Los martes voy a la verdulería porque ese día les llega la mercadería y los arándanos siempre están turgentes y brillantes. Con mucha culpa saqué una mascarilla desechable de un sobre que un pariente nos había compartido y partí a la tienda con mi lista y mi carro. En la verdulería de Sandra son muy cuidadosos, está lleno de carteles artesanales e impresos con datos sobre el COVID-19 e instrucciones específicas de cómo comprar en su tienda. En el espacio más bien reducido se admiten solo tres clientes a la vez, e incluso así se hace difícil estar a un metro de distancia todo el tiempo. 

Yo tenía una lista más bien larga y pude ver a varios clientes más, todos iban con mascarillas, algunos incluso con un escudo de plástico cubriendo la cara. Nos movíamos con rapidez para que avanzara la fila, porque aunque corta la mayoría prefiere no pasar tanto tiempo en la calle, o al menos tan cerca de otras personas. Las conversaciones se limitaban a preguntas por precios o productos, quizás algún chiste cortés para aliviar el ánimo. 

Este clima se mantuvo hasta que entra una mujer de unos 40 años que había estado hablando largo y fuerte por teléfono afuera de la tienda. Entró a la tienda de la misma forma: sin mascarilla y hablando por teléfono. Mientras sujetaba el teléfono con su hombro sacaba bolsas, palpaba la madurez de las frutas y se movía con la lentitud de alguien perdido en una conversación que intenta hacer más de una cosa a la vez. Se sintió cómo los músculos de todos quienes estábamos en la tienda se tensaban y el ambiente se enrarecía.

Entre todos intercambiamos miradas de preocupación, desaprobación e incluso desprecio mientras ella seguía vociferando sobre una reunión de su empresa a una amiga. Con su conversación había roto el mutuo cuidado que todos nos estábamos esforzando por mantener. Con la voz, con la palabra -conceptos abstractos que fascinan a filósofos y cientistas sociales- hay un cuerpo que se pone en acción: una laringe que reverbera, un rostro que desplaza constantemente sus músculos y una lengua que se azota como un látigo por la boca lanzado como microscópicos proyectiles lo que nos habían enseñado a temer todas las fuentes de información: las “gotitas” de saliva que transmiten el virus. Ahora reposando sobre las verduras que íbamos a llevar a nuestras familias, a los otros integrantes de los edificios o personas a nuestro cuidado.

Deben haber sido quizás cinco minutos en los que la indignación crecía entre los presentes, hasta que la mujer dice: “¿yo?, estoy en la verdulería, viste que ahora hay que poder hacer de todo al mismo tiempo”, a lo que otra clienta responde: “podrías hacer solo esto, y ponerte una mascarilla como todo el resto de la tienda”, lo que da pie para que Sandra le indique: “estamos en un lugar público, tiene que usar mascarilla”. La mujer inmediatamente corta el teléfono y responde que eso era solo para el transporte público, solo logrando que la increpen nuevamente: “estamos todos haciendo un esfuerzo por cuidarnos, ¿qué le cuesta colaborar?”. En silencio la mujer paga su compra y se va. Nos quedamos todos mirando en distintas direcciones, diciendo frases cortas sobre la irresponsabilidad de la mujer. Sandra da las gracias porque no se atrevía a decirle algo y termina por contarnos: “ella tiene hijos chicos, no debería andar haciendo esas cosas”.

Nunca había sentido un temor tan generalizado por las lenguas de los otros.

___

*Durante el mes de abril invitamos a un grupo de amigxs antropólogos a escribir viñetas etnográficas en torno a la experiencia de “habitar” la pandemia, entendiendo por una parte que en estos momentos no podemos sino vivir, pensar o escribir “al interior” de la pandemia, y por otra parte, teniendo presente también el vínculo del habitar con el “hábito”, como una experiencia determinada que se va convirtiendo en hábito por repetición y acostumbramiento.

Nos interesa en ese sentido la etnografía como una comprensión situada de la articulación entre las prácticas y los significados de esas prácticas, que permite dar cuenta de algunos aspectos de la vida de un grupo de personas, sin perder de vista cómo éstas entienden tales aspectos de su mundo.  

Este oficio supone a quien lo realiza, no sólo en tanto individuo, sino como dispositivo de producción de conocimiento. Esto significa que el principal medio de aprehensión, comprensión y comunicación que media la etnografía es el cuerpo de quien investiga, sus sensibilidades, habilidades y limitaciones. De esta manera, se reconoce y da lugar a la subjetividad, a la emocionalidad, a la clase social,  a la identidad cultural específica de quién investiga y su influencia, entre otros aspectos, en lugar de esconder estas cuestiones o asumir que no existen, lo que se ha profundizado aún más desde el ejercicio de la autoetnografía. 

Las escrituras que aquí presentamos exploran de distintas maneras la extrañeza y la incomodidad de tratar de habitar un tiempo que se ha desquiciado, donde la incertidumbre pasa a ser una condición permanente y la espera un gesto que se eterniza, entre las filas de los centros de salud y las filas virtuales para hacer trámites online. Donde la incomodidad ante el roce inevitable de los cuerpos en la feria, o ante una persona que en una tienda comete la imprudencia de hablar por teléfono sin usar mascarilla, pueden provocar el mayor temor o indignación; y algo en apariencia tan simple como compartir un mate puede representar un acto casi subversivo, en un momento en que lo que se impone como sentido común es el temor a las lenguas y la saliva ajena. Mientras, la tele prendida llena monótonamente el vacío de palabras que se instala al interior del hogar. En esta extraña realidad, los humanos parecemos ser sacados a pasear por nuestros perros, que se huelen y revuelcan mientras los primeros nos esforzamos por mantener la distancia con los demás, sin poder disimular la enorme falta que nos hacen los otrxs, los olores y tactos de los seres que queremos. Vuelven entonces con fuerza a la memoria los paisajes sonoros que echamos de menos cuando nos enfrentamos al silencio de las paredes y de las calles vacías, y entonces no nos queda más que abrazar el silencio para poder agudizar el oído y escuchar mejor. Podemos experimentar incluso el goce de reirnos con otrxs, de contagiarnos afectos alegres que surgen del encuentro y la composición entre los cuerpos, y el reencuentro con un nosotrxs que a veces toma forma de familia y otras de manada, de vecinxs, o de grupo de amigxs; porque frente a la incertidumbre de la pandemia la única certeza que nos queda pareciera ser la dependencia que tenemos de los demás, la necesidad de cuidarnos con (y no de) esos otrxs a los que tantas cosas nos separaban como ahora nos unen: en primer lugar, el habitar colectivamente un mundo que se ha vuelto inhabitable.

La etnografía no es patrimonio de los antropólogos: cualquiera puede construir etnografía desde la atención y reflexión sobre sus propios espacios y tiempos. Esperamos que estos textos sirvan, de ese modo, como una invitación abierta para poner en práctica un ejercicio de escucha atenta que nos permita construir saberes desde nuestras propias experiencias situadas, como una forma de apropiarnos de aquello que parece impensable: habitar lo inhabitable, vivir y resistir en la catástrofe capitalista.

Rucia a tiempo completo. Entusiasta de los RPG japoneses y de humectarse obsesivamente los pies.

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