Foto: Paulo Slachevsky
Silenciar en la calle, apropiarse de la estética: la guerra de las imágenes en Chile
“lugar de todos, lugar de nadie” – Humberto Giannini
Hay algo en el ánimo de silenciar, existe una violencia implícita en ello, no es el fuego que nos espanta tanto, es más bien un agente corrosivo que genera quemaduras más profundas y estructurales. En 1538 Carlos V ordena destruir todos los ídolos y quemarlos, la guerra de las imágenes que el imperio español comenzó contribuyó al desmantelamiento y a la parálisis de las defensas culturales del mundo indígena[1]. Así, una de las primeras estrategias no bélicas de los conquistadores fue silenciar las imágenes del conquistado, una forma de dejar el camino llano para instalar el imaginario del vencedor. La destrucción del imaginario cultural indígena significaba determinar qué perduraría y qué sería olvidado, cómo se articularía la imagen del mundo indígena desde ahí en adelante. Una guerra simbólica que sabían determinaría el futuro de los imaginarios americanos. Los mismos imaginarios que hoy se disputan la posesión del terreno estético más relevante: la calle. Casi quinientos años después, el aparataje gubernamental en Chile ordena la eliminación de los símbolos de una de las mayores revueltas de su historia, aprovecha una crisis sanitaria, la devolución temporal del terreno público e intenta recuperar la pulcritud simbólica del general Baquedano.
Pensamos entonces ¿Cómo se configura sensiblemente el espacio y quién tiene ese derecho a organizarlo? ¿Qué es lo recordable? ¿Qué lo intocable? Entendiendo este “organizar” como una construcción de sentido que a la larga genera una pugna por esa misma estructura construida. Así como el templo para el mundo indígena durante la Conquista concentraba la disputa simbólica por el dominio estético cultural, hoy es la calle el escenario crucial en los que se ha estado construyendo este mundo de lo sensible en las recientes disputas sociales en Chile.
Desde el 18 de octubre del 2019, el escenario artístico chileno comenzó a acelerarse, sus procesos creativos y productivos se dispararon ante una crisis del sistema impuesto postdictadura, la calle se ha convertido en territorio de disputa: primero, entre quienes manifestaban un masivo descontento frente a la impunidad de un sistema neoliberal forjado en cimientos criminales y, segundo, la institucionalidad que intentaba frenar o invisibilizar el movimiento. El espacio público comenzó a ser recuperado por un habitante que, con el pasar de las semanas, fue restableciendo su dimensión de ciudadano.
La crisis del espacio público[2] que planteó Javier Maderuelo se ha visto impactada por el movimiento social que generó un avance hacia otra construcción de sentido. Los símbolos escultóricos de conquistadores, monumentos ilustrados, han sido cuestionados, deslegitimados y luego derribados, rayados o intervenidos en una sacudida descolonizadora, al tiempo que murales, figuras indígenas y otra serie de obras son resguardadas por la propia ciudadanía. Así mismo, muchos edificios han sido igualmente rayados y albergan intervenciones en ningún caso aleatorias, son más bien parte de un proceso de recuperación y resignificación del espacio público carente de sentido desde mediados del siglo XX[3]. Por esto, la suerte de iconoclasia que llena el movimiento social chileno mantiene una lógica de descolonización y reapropiación que aceleró la búsqueda de nuevos monumentos, nuevos símbolos y una nueva semiótica urbana.
No es sorpresivo entonces que uno de los primeros objetivos de este proceso venido desde el 18-O haya sido un Pedro de Valdivia, cabeza cortada entregada a las manos de Caupolicán o un General Baquedano cuyo caballo mantiene una colorida capucha y sostiene aún una bandera mapuche.
La calle ha cobijado el caminar del movimiento, mientras los muros son soporte para muestras efímeras de un discurso de descontento que quiere perpetuarse, la calle los ojos, el muro la voz: fotos, murales, grafitis, esténciles, pegatinas y afiches forman ahora parte del escenario urbano de Santiago y de Chile. Humberto Giannini diría que la calle “[…]es el medio primario, elemental de la comunicación ciudadana […] Lo es en el sentido indicado de comunicar, de unir los extremos de la ruta; pero lo es también en el sentido de hacer presente, de mostrar allí, en ese espacio ocasional de convergencia y apertura, lo que a los transeúntes pudiera detener e interesar.”[4] No es solo el espacio de comunicación, sino que es una forma de comunicación masiva y expansiva. Se articulará como un espacio de sorpresa para el transeúnte en dos dimensiones: una negativa, en forma de su carácter multidireccional, el acto de quedar expuestos a todas las amenazas, el accidente, la vulnerabilidad; y una dimensión positiva entorno a lo abierto, a esa capacidad de detención ante lo desconocido, lo extraordinario y digno de ser narrado[5]. Asistimos a una revuelta que la calle considera digna y necesaria de narrar, construyendo su propia épica en torno a personajes que se levantaron como símbolos de la lucha.
El GAM durante semanas albergó en su frontis una enorme cantidad de obras gráficas de movimientos, colectivos y artistas que se han abocado a canalizar las demandas ciudadanas en notables imágenes vueltas mediáticas. Sus muros han sido soporte de obras que se levantan como íconos del movimiento: Gabriela Mistral[6] con pañuelo verde por Fab Ciraolo; o él matapacos alado mientras montado querubín que sostiene la constitución en llamas, sacro guardián del movimiento por Caiozzama. Si la calle es un territorio en disputa, es esperable que esos espacios que ocuparon obras a favor del movimiento pudieran ser intervenidos por quienes condenan el estallido, amparados en palabras de rechazo a la excesiva violencia y a la necesidad de reestablecer el orden público y la normalidad. Entendiendo también que toda obra callejera tiene, en rigor, un carácter efímero. Sin embargo, en el GAM ha ocurrido algo peculiar, el 19 de febrero las obras amanecieron tapadas por una espesa capa de pintura roja lisa, sin mensajes, sin diseños ni consignas, solo un homogéneo rojo que funcionó como un manto de silencio. Durante la noche se intervinieron de la misma manera varios otros edificios de la zona, como el Teatro Arte Alameda o el Teatro UC, que días antes se había negado a la petición municipal de pintar los rayados de sus muros “Decidimos ofrecer este espacio para que la gente que no tiene voz pueda manifestarse”[7] argumentaron. En un territorio en disputa el acto de silenciar emerge como un tercer agente, no defiende ni rechaza una idea, pretende retroceder entorno al momento social vigente y echarle tierra encima. La disputa territorial continuó y al día siguiente los artistas comenzaron a recuperar el espacio “silenciado”.
Semanas antes, por las noches los chalecos amarillos habían intentado borrar rayados callejeros, en una acción organizada que buscaba de forma simbólica, recuperar una normalidad existente antes del estallido. Esto tiene que ver con la hegemonía del control del espacio público, quién lo controla, controla los imaginarios de las personas. Si hay una serie de monumentos en el eje Plaza Italia – Alameda esos están configurando el imaginario de los ciudadanos. Es asunto de resignificación de los espacios y la memoria, al pintar un monumento no estás simplemente cambiando el sentido del monumento sino que tiene que ver con cómo estos objetos cambian su forma, pero no cambian el fondo.
Durante el primer mes del estallido fue instalada en la plaza de la aviación una estatua gigante del negro matapacos, la imagen del perro guardián de los estudiantes fue vuelta a levantar como símbolo de lucha contra la represión policial ocho años más tarde. Cargada de simbolismo, la escultura fue vandalizada varias veces.
La ausencia de un mensaje contrario que reemplace al símbolo, que levante otro discurso, denota el ánimo de silencio. Gruzinzki hablaba igualmente de los conquistadores: “Sus motivos expresan la voluntad de extirpar para siempre la idolatría […]y de impedir toda recaída, asociando una política de tabla rasa[…]por último, y más trivialmente, reflejan una escasez de imágenes”[8]
El pintar, quemar, pretender eliminar símbolos en ausencia de los propios, genera la pretensión de silencio, un ánimo de volver a homogeneizar el estatus quo previo. El silencio no es disputa, no plantea un forcejeo para apropiar el espacio público. La decisión sobre qué debe quedar en la calle y qué debe eliminarse radica, en este punto, exclusivamente en quien detenta el poder de esta mediante actos de apropiación particulares: pintar un mural, rayar un monumento, quemar o botar una estatua, eliminar obras callejeras, etc. La intención de generar una higiene visual de todo lo que represente al adversario simbólico es silencio. .
Sin embargo, el sentimiento de recuperación del espacio público ha generado un prescindir de la existencia física de los símbolos. En este sentido, fue más importante que el GAM y Teatro UC se hayan resistido al ánimo silenciador por parte de la institución y otros grupos, que los actos mismos de silencio ejercidos; o la reconstrucción del matapacos, que los intentos destructivos que sufrió. El discurso por el cual una parte de la calle se la disputa, ya está instalado, hay una estetízación de este, que se concreta en un imaginario gráfico que ya conocemos. Son recursos que han creado una épica que aglutina el discurso social según el cual se determina qué debe ser resguardado en la calle y qué borrado. Es este discurso, una dimensión intangible de la revuelta, lo que articula la administración de los símbolos, de la estética del estallido que ha llegado incluso a ser tomada por el mercado y capitalizado en forma de poleras, llaveros, pañuelos, chapas y todo lo que pueda venderse, aprovechando el ímpetu simbólico, porque el capital se apropia de todo, incluso de los símbolos que lo cuestionan.
Antes de la pintura roja en el GAM, el Colectivo Museo de la Dignidad comenzó a levantar la idea de preservar parte de las obras callejeras del estallido social: “Se estaba llenando de obras y empezamos a conceptualizar, a hacer una metáfora de cómo hacer un museo y se nos ocurrió llamarlo Museo de la Dignidad. Nos dimos cuenta que los muros del museo eran a cielo abierto y solo faltaba enmarcar las obras”[9]. Cabe preguntarse ¿Bajo qué criterios se toma esa decisión? ¿Cuál es el termómetro que mide el impacto y la calidad “museificable” de un espacio y de obras que se plantean desde su origen, contrarios a la dinámica de la galería? Un marco sitúa a la obra callejera en el horizonte institucionalizante que está a pocos pasos de la lógica de mercado: obra enmarcada, obra vendida. Sin embargo, la respuesta deviene principalmente si contextualizamos el momento estético que vive el arte urbano hoy. El surgimiento del graffiti está supeditado a lo marginal, el Bronx neoyorkino se posicionó hacia inicios de los 80`, como el escenario urbano por excelencia que se disputaba territorialmente, y parte importante de las demarcaciones del territorio pasaban por graffitear las zonas prohibidas o en disputa. Así mismo, es preciso añadir otro antecedente: durante la Ilustración, es la institucionalidad quién se ocupa de intervenir el espacio público, mediante los monumentos posiciona qué y a quiénes debemos recordar, la escultórica ilustrada funcionaba como divulgadora de ideas políticas e imaginarios nacionales que contribuyeron a la construcción de los países.
El graffiti y la intervención urbana se gesta en una impronta que se posiciona al margen de lo oficial, marginado de lo legal, esto hace que su ejecución sea, por definición, efímera e ilegal. Sin embargo, al alero de la recuperación que desde los 90`,ha venido haciendo el arte urbano, especialmente el muralismo, ganó legitimidad del mundo público y privado. La forma efectiva en que graffitis, murales, afiches, esténciles, etc., resignifican los espacios y, de alguna manera, lo devuelven al ciudadano, ha marcado un cambio en la consideración de lo efímero e ilegal de estas.
“[…]vale la pena cuestionarse el borrado “inevitable” de las gráficas sociales. En dictadura se conoció como ‘golpe estético’ el hecho de limpiar e higienizar las calles de las protestas como forma de control y normalización. Hoy existen movimientos que plantean los rayados como un nuevo ‘patrimonio social’ que merece ser valorado como parte de la apropiación de la ciudad por parte de la gente”[10]
Con todo lo anterior, podemos cuestionar igualmente qué obras y bajo qué criterios son las que deben perdurar, cuáles serían posicionadas como una suerte de monumentos renovados de todo sentido colonial, patriarcal y castrense. El ex ministro de Cultura Luciano Cruz-Coke impulsó un proyecto de ley para regular estas gráficas, distinguiendo entre arte urbano y rayado no autorizado:
“El proyecto no tiene que ver con las sanciones, sino con las herramientas para decidir qué se queda y el límite lo pone la habilidad del artista y el dueño del inmueble autoriza o no la obra”[11] la forma de establecer, según el diputado, qué queda y qué no queda como obra es un marco exclusivamente legal que intenta aplicar una estructura jurídica a dimensiones que son propias de la estética.
¿Qué resulta bello para la ciudad? ¿Quién lo decide?
Byung Chul Han habla sobre las concepciones de lo bello: “En opinión de Gadamer, la negatividad es esencial para el arte. Es su herida. Es opuesta a la positividad de lo pulido. En ella hay algo que me conmociona, que me remueve, que me pone en cuestión […] De la obra de arte viene una sacudida que derrumba al espectador. Lo pulido y terso tiene una intención completamente distinta: se amolda al observador, le sonsaca un “me gusta”. Lo único que quiere es agradar y no derrumbar”[12] Si lo que busca la ley impulsada por el diputado es normar, ordenar y homogeneizar una categoría de arte, busca una concepción perturbada de la belleza, una que según Han resulta de “Lo pulido, pulcro, liso e impecable[…]Toda negatividad resulta eliminada”[13] una comunicación visual impecable, una higiene visual, y en este pulir está el silenciar, pues los símbolos de una revuelta perturban, elevan esa negatividad necesaria de la belleza que menciona Han, y lo que busca el ánimo de silencio es pulir, así como el cuerpo pulido y depilado o la superficie de un Iphone[14] debe ser la ciudad con sus muros y calles homogéneos, lisos y suaves, en donde las manifestaciones artísticas, lo recordable y digno de conservar esté alineado en la lógica del “me gusta” y no presente velos que signifiquen reflexiones profundas: “pura es la transparencia”[15], lo controlable y fácil de identificar. Así como la producción en serie de los símbolos revolucionarios para la venta los homogenizan: la ruptura cuando se hace homogénea, se hace norma.
En este sentido lo que es propiamente bello para la calle, para la memoria, para el espectador transeúnte y para el ciudadano, no es lo que homogeniza la ciudad sin interrumpirla, sino que, por el contrario, es aquello que logra remecerlo, conmociona hasta incomodarlo y, en su distancia heterogénea, genera reflexiones y arraigos. En este sentido la vorágine gráfica que se desató con el estallido social de octubre del 2019 ha generado un cuerpo de símbolos y una construcción de sentido que muestra parámetros del patrimonio y, sobre todo, del monumento que debemos comenzar a replantear.
Francoise Choay establece distintas categorías de monumento, distingue entre el monumento histórico y el monumento, uno generado con el paso del tiempo, no construido con la idea inicial de conmemorar algo; mientras el segundo se crea deliberadamente con este fin: “el monumento es una creación deliberada[…]el monumento histórico no”[16] el ánimo de conservar algunas obras del arte urbano del estallido responde a una lógica que incorpora nuevos elementos al monumento “se denominará monumento a todo artefacto edificado por una comunidad para recordarse a si misma”[17]
En esta concepción, el monumento no trata únicamente de constatar algo y transmitirlo de manera neutra, sino que busca “sucitar, a través de la emoción, un recuerdo vivo”[18]. Para Choay, el monumento es necesariamente creado por la comunidad y es ésta la que puede cambiarlo: “Las amenazas, también la destrucción voluntaria y concertada, que pueden adoptar dos formas: una negativa, responde a un proyecto de aniquilación política o religiosa y demuestra, por el contrario, el papel esencial que juegan los monumentos en el mantenimiento de la identidad de los pueblos y de los grupos sociales; la otra, creativa, está inspirada por el deseo de un mejor funcionamiento”[19] Es parte de esta nueva guerra de imágenes la destrucción de los monumentos que vemos hoy en la revuelta, es el sostener una identidad mediante la creación de nuevos símbolos que representan y hacen sentido a un ciudadano que hace décadas se desconectó de la escultura ilustrada.
En esta disputa territorial por la
calle presente hoy en Chile, hay un ánimo de reconstruir sensiblemente el
espacio de acuerdo con nuevos parámetros, unos que están en sintonía con una
sociedad que ha perdido paulatinamente el sentido de pertenencia y
significación de los símbolos coloniales que se le habían impuesto. Es por esto
por lo que, en este punto, el orden de sentido que configurará el escenario en
Chile, le va a pertenecer a quien controle la calle, quien determine qué es lo
que debemos recordar y sostener en nuestro imaginario nacional. En ese afán, en
esa búsqueda desesperada por recuperar el espacio público, la institucionalidad
aprovecha una crisis sanitaria, la desocupación temporal, para jugar al
silencio e intentar recuperar a un prócer a estas alturas perdido cuya plaza ya ni siquiera
lleva su nombre.
[1] Gruzinski, S., La guerra de las imágenes: De Cristóbal Colón a Blade Runner (1942 – 2019), Fondo de Cultura Económica, México, 1994, p.73.
[2] Maderuelo establece una crisis venida de dos factores centrales: la incapacidad del monumento para evolucionar a la par con la sociedad junto a una ciudad que levantaba símbolos patriarcales o de autoridad militarizada y formal, factor que se vuelve hoy impresentable cuando las sociedades se muestran reacias a cualquier figura de dominio colectivo. Por otro lado, el desarraigo por parte de ciudadanos que no se ven representados en él. En Maderuelo, Javier. Arte público: propuestas específicas. Departamento de Artes Visuales, Santiago, Universidad de Chile, 2006
[3] Maderuelo, Javier. Arte público: propuestas específicas. Departamento de Artes Visuales, Santiago, Universidad de Chile, 2006.
[4] Giannini, H., La “reflexión” cotidiana, hacia una arqueología de la experiencia, Editorial Universitaria, 1987. p. 37.
[5]Ídem.
[6] Anexo 2
[7] Teatro UC conservará rayados: “Pretendemos que este espacio quede abierto a la memoria”, 4 de febrero 2020, https://radio.uchile.cl/2020/02/04/teatro-uc-conservara-rayados-pretendemos-que-este-espacio-quede-abierto-a-la-memoria/
[8] Gruznski, S., La guerra de las imágenes: De Cristóbal Colón a Blade Runner (1942 – 2019),p.73.
[9] Museo de la Dignidad: una galería callejera en medio de la revolución, 10 de diciembre 2019, https://culto.latercera.com/2019/12/10/museo-la-dignidad/
[10] Javiera Manzi, socióloga, miembro de la Brigada Arte y Propaganda Coordinadora Feminista 8M y coautora del libro Resistencia Gráfica. Dictadura en Chile APJ/Taller Sol (Lom), en “Museo de la Dignidad: una galería callejera en medio de la revolución” La Tercera, 16 de diciembre 2019, link: https://culto.latercera.com/2019/12/10/museo-la-dignidad/
[11] Diputado Luciano Cruz-Coke, Protesta en los muros: grafitis, rayados y afiches en el estallido social, La Tercera, 16 de noviembre 2019. https://culto.latercera.com/2019/11/16/protesta-rayados-muros/
[12] Chul-Han, Byung, La Salvación de lo Bello, Trad. Alberto Ciria, Herder, 2015, p.17-18.
[13] ídem. p.11
[14] Han usa estos ejemplos para ejemplificar las nociones actuales de lo que es bello.
[15] Chul-Han, B., La Salvación de lo Bellos, p. 22
[16]Choay, F. “Alegoría del patrimonio”, Cuatro Cuadernos de Apuntes de Arquitectura y Patrimonio, Fundamentos, p.68.
[17]Ibíd., p.73.
[18] Ibíd., p. 74
[19]Ibíd., p..75