Foto: Daniela Tapia

21 de mayo 2020

Sobre el miedo

por Daniela Tapia

[Habitar lo inhabitable:
Etnografías de la pandemia
*]

–         ¿Cuántos días han pasado entonces, los has ido anotando, cincuenta y cuatro?-

–         Cincuenta y seis– me contesta él asomando su rostro por la pantalla– estuve viendo igual, que los arriendos deberían bajar, para que busquemos algo para los dos.

–         Si, pero no sabemos nada, podemos quedarnos sin trabajo– le contesto desazonada. Sé que trata de alivianar la angustia de esa cuenta que crece sin parar. Lo extraño, extraño tantas cosas.

Conversábamos por teléfono mientras arreglaba mis maletas. Ese día emprendí camino de vuelta a la casa de mis padres en La Serena, sin saber cuándo volveré. Nadie sabe nada a estas alturas. Estando sola en el gran Santiago, sentí la fragilidad que me embargaba el caminar en medio del aire peligroso, y me dejé empujar por el impulso casi instintivo de buscar cobijo. Me repito de vez en cuando que no me gusta sentirme así, pero no puedo evitarlo.

Me fui temprano para evitar estar fuera cuando diera el toque de queda, que ya se ha hecho cotidiano con el pasar de los meses. Mientras estoy en el auto precisamente voy poniendo atención a los vestigios de la revuelta, los muros rayados, los lienzos raídos y las calles rotas. Es raro sentir cómo han cambiado las sensaciones desde octubre; desde esas ganas de estar, de ser parte, desde sentir un miedo lindo de que algo bueno venía por delante y que quería que se quedara para siempre. Ya no tengo ganas de estar en la calle, la compañía de la multitud dio paso a la soledad de mis paredes y ahora llevo la cuenta de los días esperando que todo termine pronto. Ya no encuentro belleza en la incertidumbre.

Mientras avanzamos por la carretera aparecen los parajes solitarios y los pocos autos que avanzan a nuestro alrededor. La gente va con mascarillas y las estaciones de gasolina y los cobros de peaje están prácticamente vacíos. El trayecto es interrumpido ocasionalmente por paradas de militares con sus armas a la vista, acompañados de hombres en overoles blancos y antiparras que se acercan para preguntarnos a dónde vamos, por qué, y a tomar nuestra temperatura y ver nuestras pupilas. Respondimos pasivamente, pero cada vez que el termómetro se acercó a mi frente me pregunté, en un mínimo instante, qué pasaría si la manilla de la puerta, si la bolsa del supermercado, si cuando saqué la basura. Cuando nos abrían el paso seguíamos silenciosos.

Es raro lo que pasa con el miedo, es una emoción que me parece tan animal, tan avasalladora ante todo lo que simplemente no podemos controlar. Creo que esa contradicción se ha hecho más aguda este tiempo, entre la necesidad de civilidad, el control de nuestra “tan preciada” modernidad y aquello que simplemente nos desborda y desnuda: somos animales que huimos del peligro, buscamos el cobijo en nuestros pares, nos ponemos ansiosos al estar enjaulados.

Ya entrando en mi ciudad de destino la señal de radio capta a un pastor hablando del virus y las últimas Siete Plagas del Apocalipsis. He de confesar que me reí un poco y lo tomé con ácida ligereza, pero a larga me quedé pensando en la palabra. Es curioso, porque en su original griego Apocalipsis no significa el fin súbito de algo, sino “revelación”, una verdad que aparece ante nuestros ojos. También somos animales de preguntas, y ante el miedo, buscamos esas certezas.

Cuando llegué a La Serena también me recibieron sus calles desiertas y sus propios vestigios de la revuelta, les puse atención porque sabía que aquí tampoco volvería a salir. Uno de ellos era de la marcha del 8 de marzo y decía “Juntas somos invencibles”. Le tomé una foto y la miro a veces mientras sigo contando los días, quizás, como mi pequeña revelación. La única certeza que hay en este momento es lo mucho que dependemos de los demás, de la manada. Eso, desde octubre, no ha cambiado en nada, y no quiero que cambie.

___

*Durante el mes de abril invitamos a un grupo de amigxs antropólogos a escribir viñetas etnográficas en torno a la experiencia de “habitar” la pandemia, entendiendo por una parte que en estos momentos no podemos sino vivir, pensar o escribir “al interior” de la pandemia, y por otra parte, teniendo presente también el vínculo del habitar con el “hábito”, como una experiencia determinada que se va convirtiendo en hábito por repetición y acostumbramiento.

Nos interesa en ese sentido la etnografía como una comprensión situada de la articulación entre las prácticas y los significados de esas prácticas, que permite dar cuenta de algunos aspectos de la vida de un grupo de personas, sin perder de vista cómo éstas entienden tales aspectos de su mundo.  

Este oficio supone a quien lo realiza, no sólo en tanto individuo, sino como dispositivo de producción de conocimiento. Esto significa que el principal medio de aprehensión, comprensión y comunicación que media la etnografía es el cuerpo de quien investiga, sus sensibilidades, habilidades y limitaciones. De esta manera, se reconoce y da lugar a la subjetividad, a la emocionalidad, a la clase social,  a la identidad cultural específica de quién investiga y su influencia, entre otros aspectos, en lugar de esconder estas cuestiones o asumir que no existen, lo que se ha profundizado aún más desde el ejercicio de la autoetnografía. 

Las escrituras que aquí presentamos exploran de distintas maneras la extrañeza y la incomodidad de tratar de habitar un tiempo que se ha desquiciado, donde la incertidumbre pasa a ser una condición permanente y la espera un gesto que se eterniza, entre las filas de los centros de salud y las filas virtuales para hacer trámites online. Donde la incomodidad ante el roce inevitable de los cuerpos en la feria, o ante una persona que en una tienda comete la imprudencia de hablar por teléfono sin usar mascarilla, pueden provocar el mayor temor o indignación; y algo en apariencia tan simple como compartir un mate puede representar un acto casi subversivo, en un momento en que lo que se impone como sentido común es el temor a las lenguas y la saliva ajena. Mientras, la tele prendida llena monótonamente el vacío de palabras que se instala al interior del hogar. En esta extraña realidad, los humanos parecemos ser sacados a pasear por nuestros perros, que se huelen y revuelcan mientras los primeros nos esforzamos por mantener la distancia con los demás, sin poder disimular la enorme falta que nos hacen los otrxs, los olores y tactos de los seres que queremos. Vuelven entonces con fuerza a la memoria los paisajes sonoros que echamos de menos cuando nos enfrentamos al silencio de las paredes y de las calles vacías, y entonces no nos queda más que abrazar el silencio para poder agudizar el oído y escuchar mejor. Podemos experimentar incluso el goce de reirnos con otrxs, de contagiarnos afectos alegres que surgen del encuentro y la composición entre los cuerpos, y el reencuentro con un nosotrxs que a veces toma forma de familia y otras de manada, de vecinxs, o de grupo de amigxs; porque frente a la incertidumbre de la pandemia la única certeza que nos queda pareciera ser la dependencia que tenemos de los demás, la necesidad de cuidarnos con (y no de) esos otrxs a los que tantas cosas nos separaban como ahora nos unen: en primer lugar, el habitar colectivamente un mundo que se ha vuelto inhabitable.

La etnografía no es patrimonio de los antropólogos: cualquiera puede construir etnografía desde la atención y reflexión sobre sus propios espacios y tiempos. Esperamos que estos textos sirvan, de ese modo, como una invitación abierta para poner en práctica un ejercicio de escucha atenta que nos permita construir saberes desde nuestras propias experiencias situadas, como una forma de apropiarnos de aquello que parece impensable: habitar lo inhabitable, vivir y resistir en la catástrofe capitalista.

Soy Antropóloga Social, con una relación intensa y a veces desafortunada con la antropología. Actualmente trabajo como asistente de investigación en temáticas vinculadas al género, la maternidad y la crianza en contextos interculturales. En otros tiempos, también soy bordadora, pero todavía me da vergüenza mostrar lo que bordo.

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