31 de mayo 2017

Sobre un poema de Xi Chuan

(Sobre un poema de Xi Chuan en Un país mental, 100 poemas contemporáneos chinos: traducción, prólogo y notas, Miguel Ángel Petrecca; Santiago, Chile, Lom Ediciones, 2013)

Murciélago al atardecer

Alguna vez escuché que los pájaros eran, para aquellos que hacen historia de los símbolos, símbolo de los deseos de las personas, en esa generalidad de diccionario. O la típica: quizás lo soñé. Siempre me ha quedado sobrevolando la posibilidad de que el olvido sea la condición de la vigilia, envés de la memoria. Por otro lado, me alimento de sofritos psicoanalíticos y continuas “posibilidades” saturadas y demasiado crudas. Volviendo a los pájaros, a uno de sus costados encontraríamos asociada, tanto en el compendio enciclopédico de símbolos, como casi por defecto en nuestro imaginario de las representaciones cinematográficas y populares, la figura del murciélago, el mamífero alado. Exceptuando a los insectos de los que se alimentan tanto los ratones ciegos voladores (mito) como los descendientos de los dinosaurios emplumados, murciélagos y pájaros son los que habitan ese sueño humano del zurcar los aires. Xi Chuan, poeta chino de finales del siglo pasado, mira (¿roe, rumia, engulle, desangra?) con detenimiento los murciélagos representados por Goya. No especifica a qué cuadro en particular se refiere en sus versos, pero podemos suponer con casi total seguridad que se trata de aquel que quiere delimitar su interpretación: “El sueño de la razón produce monstruos”. La primera estrofa versa:

“En los cuadros de Goya traen pesadillas
al artista. Volando hacia arriba, hacia abajo,

a derecha y a izquierda, murmuran
furtivamente sin llegar a despertarlo…”

La cardinalidad errática de su proveniencia es algo que asocio en la tempestad de mi memoria con una noción budista, quizás tibetana (ya se darán cuenta que, salvo la cita al poema y los cuadros de Goya, esta lectura es una que pretende la sinceridad de la falta de rigurosidad, un festín engullido digerido en apuros), que encausaría el camino hacia la iluminación en la inmovibilidad frente a los deseos que rugen junto a los cuatro vientos y zarandean al alma en una circularidad feroz. Aquí seguimos volando junto a los pájaros; en el último verso delineamos la diferencia propia al murciélago: opta por el acecho furtivo antes que el rapto. Para el “artista” (definido por el poeta como aquel que se duerme sobre la razón [¿?]) son los demiurgos de las monstruosidades con las que sueña, y silenciosamente le sobrevuelan sin llegar a despertarlo (a pesar de que en el cuadro la estruendosidad de sus muecas hace pensar que el tipo está intentando proteger sus escritos de sus miradas). El poeta decide omitir que, a diferencia de las que se encuentran en el fondo oscurecido, las criaturas iluminadas en el cuadro son en realidad búhos, la semi-vigilia que antecede la pesadilla, rapaces que llevan carne fresca a las fauces de la sapiencia

“Una felicidad indecible aparece en sus caras
casi humanas. Estas criaturas que parecen
pájaros pero que no lo son, completamente negros
se funden en la oscuridad, como semillas que nunca florecerán

 Como demonios sin esperanza de redención
ciegos y crueles, llevados por su voluntad,
cuelgan a veces boca abajo de las ramas
igual que hojas secas, excitando nuestra lástima…”

Así imagino que se deviene demonio, un alma que reduce el periodo de su caduca circularidad a revoluciones infernales, a una velocidad aparentemente insalvable, un terror espitirtual que prescribe la deformación corporal, así presentado como amenaza, camino inverso, como profundidad que la temporalidad apenas alcanzaría a rozar. Un alma que, para el poeta, se revuelca en su única y propia voluntad -la persistencia infértil- y se disipa en esa noche, acechando a los viajeros que viajan hacia oriente colgada boca abajo, drenando sangre con ese colmillo que es la lástima; aquella que nos produce el viaje desnudo, el sentido que se aloja dentro de él y que es el cansancio que le anima: el de Kavafis, la misma ciudad multiplicada por los rincones del mundo, ruinas recordando la vida arruinada. Pero, por sospecha inoculada, tengo la impresión que esa condena no es el lugar donde los cerdos van a revolcarse.

 “En algunas historias
se concentran en húmedas grutas;
cuando el sol cae tras la montaña es su momento
para salir de caza, parir, luego desaparecen

Pueden obligar a un sonámbulo a unírseles,
arrebatarle la antorcha de su mano y apagarla;
pueden alcanzar a un lobo acechante
y hacerlo caer mudo por un precipicio…”

Regresamos al ámbito de la noche profunda, millares de murciélagos, olvidados hace mucho de su memoria (irredentos), estimulan la vida inversa, intemporal, pues los murciélagos mismos no son sonámbulos, más bien lo son aquellos que son seducidos por ellos. Invocado el olvido, presenciamos su rostro desvelado, su manifestación abierta como el deseo alado y anhelado de la vigilia, y que hostiga como condición permamente porque corre en paralelo, y subterráneamente, al camino del viajero. El grito se vuelve mudo cuando el precipicio se prolonga en la profundidad. El poeta, inquieto ante el olvido, es el que enmarca la fatalidad del poema como postura de contemplación directa, la simple verdad que representa el cuadro de Goya. Y el trance no logra su purga ni exorcismo, vuelve la mirada hacia el sentido unívoco del destino.

“A la noche, si un niño no puede dormir
es sin duda porque un murciélago
sorteando los ojos hinchados del guardia
llegó hasta él para hablarle del destino

Uno, dos, tres murciélagos
no tiene riqueza ni patria ¿cómo puede ser
que traigan felicidad? La luna creciente y menguante
gastó sus plumas. Son feos, sin nombre.”

Como el poeta no nombra el cuadro de Goya al que se refiere, podemos insertar otro del mismo pintor que también viene al caso, “Las Resultas”. Y otra imagen que me gustaría sobreponer es la del barco fantasmal de la película Nosferatu de W. Herzog, que al anclar suelta el enjambre de ratas que traía a bordo, quizás porque, además de que el barco mismo debía hundirse, la presencia del vampiro anuncia la peste, como el que aparece en Las Resultas, el destino devastado por la guerra de la riqueza y la patria. Cabe la posibilidad de que los murciélagos sean, para el poeta, los heraldos del viaje al susurrar al oído un destino devastado y encaminando los primeros pasos del viajero que ya no podrá ser seducido por el deseo de felicidad.

“Su corazón de piedra nunca pudo conmoverme
hasta que un verano hacia el atardecer
al pasar por mi vieja casa vi muchos chicos jugando
y sobre sus cabezas aun más murciélagos

El atardecer arrojaba sombras sobre la calle
y doraba el cuerpo de los murciélagos
Revoloteaban sobre las puertas descascaradas
pero nada tenían que decir sobre el destino…”

Al viajar hay que sortear demonios en cada uno de sus dominios. La práctica de la guerra nunca se deja de ejercer, podemos viajar con nuestros adornos y provisiones, podemos fortalecernos y actuar en base a la inspiración instinta, relampagueante, o dirigirse rápidamente hacia un ángulo crepuscular y materializar frente al ojo vivo la presencia animista: contener la posibilidad dentro de un recipiente. Otra noción: al menos en la China clásica (¿? lugar de la imaginación, fantasía imprescindible) el nombre es un recipiente de esencia, y los que son propios no deben ser conocidos, y menos utilizados, por aquellos en los que su magia y uso peligraría (rango inferior). Y pareciera ser que las consideraciones del poeta también provienen de ese mismo lugar imaginario, de un lugar que él no olvida que se olvida solo, que siempre supo mito y que, por lo mismo, deja a los murciélagos vacíos, ellos mismos arruinados, ruina del oráculo de ruina.

“Entre las cosas antiguas un murciélago
es de aquellas que generan una especie de nostalgia.
Su actitud indolente hizo que detuviera un largo tiempo
en ese barrio, en la calle donde crecí.”

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