Foto: Juan Pablo Yañez

20 de abril 2020

Trabajar, no trabajar

por Domingo Martínez

La experiencia de hacer las tareas domésticas en apariencia más sencillas, como hacer la cama, lavar un plato, trapear el suelo, barrer, nos dice que no existe algo así como un trabajo no calificado. Existen muchas formas de hacer la cama mal—o no hacerla en absoluto—, igual con los platos y el suelo, de ahí que sea necesario concluir que estas tareas requieren conocimiento, técnica y hábito para hacerse bien, aunque por el momento no sean debidamente reconocidas, no remuneradas o muy mal pagadas, siendo pocos quienes se molestan en escribir sobre ellas o prestarles atención.

La cocina destaca como un contra-ejemplo, porque es una tarea doméstica que ha logrado infiltrarse entre profesiones de prestigio, aunque no entregue casi ninguna seguridad para la mayoría de quienes la practican y se rija por la regla de quien gana se lo queda todo; así pasa en otros oficios, como la actuación, el arte, la música, el deporte: la mayoría se encuentra en el grado cero de la función, en tanto unos poquitos se instalan en el límite superior de la curva exponencial (la imagen de la pirámide ya no sirve para dar cuenta de esta desigualdad excesiva).

Quienes son más jóvenes y optan por cultivar profesiones más convencionales no deberían estar tan tranquilos: la precarización de todas las ocupaciones es la tendencia de esta época, y va aparejada por este campo emergente de profesionales-celebrities que se llevan todo el dinero y el prestigio: abogados que obtienen el mejor resultado para su cliente, arquitectos que hacen las mejores casas, profesores que harán que tus hijos saquen las mejores notas, psicoanalistas, cirujanos y sastres de la élite.

Incluso en las tareas domésticas existe hace unos años una celebridad, Marie Kondo, que presta verdaderas asesorías para el hogar, con los mejores consejos para mantener la casa limpia y ordenada. Seguro debe haber otros que quieren abrirse paso en la industria de la domesticidad, no lo sé. De todos modos, es obvio que este nuevo interés no ha significado una mejora en lo absoluto para quienes se dedican a este tipo de trabajos, así como Hollywood y el Rock no han contribuido a mejorar los sueldos de actores y músicos en general.

Digamos entonces que no hay trabajos no calificados, porque en todos se puede llegar a ser una estrella, sea de las tareas domésticas, la crianza o el cuidado de las plantas. Sin embargo, cualquiera que preste atención cuando mira hacia el cielo se dará cuenta de que en él hay más oscuridad que estrellas. El problema del estrellato como mecanismo de distribución de dignidad y riqueza, sea este estrellato adscrito por suerte, mérito o cualquier otra fantasía, es que los resultados siempre serán excesivamente desiguales, como en la curva exponencial que mencioné.

Yo estoy convencido de que la mayoría de quienes se encuentran en la parte de arriba de la curva gozan secreta o públicamente con la desigualdad, entendiendo como algo valioso y deseable tener a alguien a quien mirar hacia abajo, aunque en el discurso público se aborde la desigualdad o como un problema o mal necesario—esto último cada vez menos. Entre quienes ocupan el tope de la curva y reconocen la desigualdad como problema, los más compasivos han ideado la solución del ingreso básico universal, que desliga efectivamente la remuneración del trabajo (“todos tendrán derecho a un ingreso, trabajen o no”).

El problema de esta propuesta es que no existe tal cosa como no trabajar, y tenemos una experiencia reciente similar al ingreso básico universal, que es la del ama de casa de clase media, que al parecer no trabajaba: mientras el marido sí trabajaba, ella cuidaba la casa y se dedicaba a la crianza. La crítica feminista expuso muy elocuentemente que estas tareas sí eran formas de trabajo. La posición del ama de casa de clase media era obviamente más informal que la del posible futuro beneficiario del ingreso básico, en tanto los ingresos de la primera dependían de la voluntad del marido y lo que ella misma pudiese procurarse por su cuenta, y los del segundo estarían fijados por una ley o algo así. En todo caso, el segundo, por muy ocioso que se crea, todavía no se entera de que nunca ha dejado de trabajar—por ejemplo, cuando le da de comer likes a algún algoritmo.

La versión más radical de la propuesta, la que probablemente iría acompañada de un ingreso básico universal, es la que ofrece un manifiesto utópico y futurista titulado Fully Automated Luxury Communism (Comunismo de Lujo Completamente Automatizado), que propone repartir los beneficios que se deriven de la automatización de manera igualitaria, para que así todos podamos beneficiarnos igualmente de un modo de vida ocioso y no solo unos pocos. Una parte esencial de este proyecto es que los robots, las máquinas, o cualquier otro ente que se haga cargo de este trabajo, en apariencia automatizado, carezca de personalidad y de derechos. Para que el programa sea aceptable, el trabajo y quien sea que lo haga debe estar oculto, lo que no es muy distinto de nuestra experiencia capitalista, que reconoce unas pocas formas de trabajo como más calificadas o más valiosas, en tanto otras son no-calificadas o menores, cuando no les niega simplemente su calidad de trabajo.

Este Comunismo de Lujo requiere entonces de una figura singular, una que sea lo más humana posible para reemplazarnos en todas las tareas posibles, pero no tan humana, porque eso implicaría volverla beneficiaria de esta forma de Comunismo y la vida ociosa. Esta figura es la que debe haber tenido en mente el biólogo soviético Ilya Ivanov cuando en los años veinte del siglo pasado trató de crear al humancé, un híbrido de humano y chimpancé, por medio de inseminación artificial. Sin éxito, menos mal.

(1990). Es pintor y creador de la revista brazsil.org.

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