Ilustración: foto de prontuario de Antonio Ramón Ramón (Intervenida)

27 de marzo 2024

Aproximaciones para un acto fuera de la temporalidad moderna

por Felipe Guerra Guajardo

Un recorrido de venganza y violencia política en la historia de Chile

De frente al pasado

Nuestro pasar por este mundo a menudo se representa como el trayecto de un sujeto que camina en línea recta. Detrás de él, en su espalda, se encuentra el pasado, lo vivido, lo ya acontecido, mientras que frente a sus ojos se despliega el futuro con cada paso que da. Este recorrido no sólo es lineal, sino también progresivo, avanzando inevitablemente hacia un estadio superior. Miles de frases surgen de este paradigma, como «Vamos avanzando hacia alguna parte», «No tropezar dos veces con la misma piedra», «No podemos volver atrás», «Esto es un retroceso para la humanidad», entre otras.

Esta figura se presenta como algo natural y lógico, otorgando un sentido a cualquier acción humana. La temporalidad lineal del mundo judeo-cristiano se fusiona con la aspiración al desarrollo y progreso ilimitado propia de la modernidad. La humanidad parece estar caminando, dejando atrás el pasado para dirigirse a un lugar siempre mejor que el anterior. El paradigma de la modernidad parece arraigarse tan profundamente que resulta difícil imaginar fuera de ese esquema.

Sin embargo, nuestra relación con el tiempo no siempre se ha abordado de esa manera. El lenguaje revela pistas importantes sobre cómo concebimos nuestra ubicación temporoespacial. Investigaciones lingüísticas y antropológicas han explorado los sentidos del espacio y el tiempo en idiomas como el Quechua, Aymara, Toba, y Maya yucateco o peninsular. En estas lenguas, el paso del ser humano por el tiempo y el espacio se representa de manera opuesta a la mirada moderna occidental.

En estas sociedades, los antepasados, lo ya ocurrido, las representaciones asociadas en verbos pasados, se encuentra al frente del sujeto, mientras que los descendientes, el futuro, lo que está por venir, se ubica precisamente en la espalda del hablante. Para estas culturas, el tiempo se representa como un sujeto que tiene el pasado frente a sí, lo conocido, lo que ha visto con sus propios ojos, y el futuro a sus espaldas, lo desconocido, lo que está por venir. En muchos casos, esta representación implica una noción cíclica del tiempo, en lugar de una progresión lineal. Es un universo completamente distinto, donde cada acto tiene otro significado y sentido.

En este enfoque, el desarrollo del sujeto y su lugar en el espacio y el mundo se conciben mirando al pasado, y el futuro, en el mejor de los casos, es simplemente la continuidad de ese pasado que transcurre bajo sus pies. La historia carecería de ese sentido de progreso, y el futuro no estaría lleno de esperanzas ante nuestros ojos.

Aún dentro de nuestro paradigma de tiempo, es posible observar algunos actos y su sentido como grietas en la temporalidad moderna, donde se vuelven incomprensibles, escapando de cualquier racionalidad, eficacia y sentido. Estos actos escapan y van a contrapelo de la corriente temporal dominante. Desvían el sentido temporal.

Un recuento de venganzas

La palabra «venganza» tiene sus raíces en el latín «Vindïco, vindicare», que significa revindicar, recobrar o reconquistar lo que se había perdido. Según la RAE, se refiere a un resarcimiento o ajuste en algunas de sus posibles definiciones.

A diferencia del concepto de justicia moderna impartida por tribunales con pretensiones imparciales, donde se dicta sentencia desde la racionalidad y la interpretación de leyes, la venganza tiene su propia temporalidad. El espíritu de la justicia buscaría “reparar el daño y su repetición” sin pasiones ni animadversiones personales apelando a modelar la sociedad desde la institucionalidad, mirando al futuro. La venganza, por su parte, se sumerge directamente en el pasado. Su sentido, justificación, legitimación e incluso su fin último buscan ajustar cuentas con el pasado en un presente de vindicación.

Walter Benjamín profundizó bastante no solo en la crítica a la modernidad y su temporalidad, sino que también en el sentido y las conexiones entre pasado-presente. “El arte de contar historias consiste en borrar los límites entre el pasado y el presente, el real y el imaginario, el posible y el imposible”. 

La redención, como acto de liberación para Benjamín, reside en la posibilidad de liberar el pasado. La temporalidad se subvierte, y el desmantelamiento de la opresión encuentra fuerza en hacer justicia con el pasado; en su publicación “Sobre el concepto de historia”, lo deja evidente: “Ni los muertos estarán seguros ante el enemigo si éste vence. Y es ese enemigo que no ha cesado de vencer”. La vendetta, como acto, se construye y adquiere sentido únicamente al dialogar con el pasado. 

Actos de venganza han existido en múltiples dimensiones, pero en el terreno donde podemos apreciar de mejor forma esta subversión de la temporalidad es en el ejercicio de violencia política, donde se escapa de una revancha personal para representar un pasado colectivo sobre el cual ajustar cuentas. La construcción del mito de la Historia de Chile se encuentra repleta de acuerdos, consensos, respeto a la institucionalidad y diálogos. Toda aquella construcción que insistentemente se trata de instalar se resquebraja a cada instante, desobediencias, revueltas, levantamientos, lucha callejera y rebeldía se encargan de mostrarnos la centralidad del conflicto en la historia nacional que se articula dialécticamente con las intenciones de imponer el orden.

Dentro de esta larga trayectoria de violencia política y represión, nos encontramos con las sucesivas matanzas obreras de principio del siglo XX donde el ejército intervino a petición de los distintos gobiernos de turno.  La carnicería más icónica que aún permanece inscrita literalmente con sangre y fuego en la memoria del movimiento obrero, ocurrió en diciembre de 1907 al interior de la Escuela Santa María en Iquique, donde obreros salitreros bajaron a la ciudad a exigir la modificación de una serie de condiciones de verdadera esclavitud en la que se encontraban. La respuesta fue un batallón militar escupiendo plomo sin parar, tiñendo de rojo todo alrededor. El informe del general encargado de la represión, Silva Renard, señala 140 muertos, otras versiones de la época hablan de miles (entre 2.200 a 3.600) los asesinados que fueron rápidamente enterrados en fosas comunes.

Un par de años antes de aquel trágico 1907, llegaban a Brasil Manuel Vaca y su medio hermano Antonio Ramon Ramon, ambos provenientes de España con intenciones de ganarse la vida. Manuel decide viajar a Chile en búsqueda de trabajo en las oficinas salitreras que comenzaban a plagar el norte de dicho país, comunicándose periódicamente vía correspondencia con Antonio, quien se traslada a Argentina.

En diciembre de 1907 las cartas cesaron de golpe, inquieto Antonio se entera de la gran matanza obrera al norte del país confirmando su funesta inquietud. Manuel engrosaba aquella lista que nunca existió de asesinados.

En un largo viaje hacia Chile, Antonio comienza a empaparse de ideas anarquistas asumiendo un objetivo claro. El 14 de diciembre de 1914, poco antes de cumplirse siete años de que las ametralladoras escupieran muerte en Iquique, Antonio se dirigió a las proximidades del Parque O’Higgins, específicamente a los alrededores de la fábrica de cartuchos del Ejército, donde el general Silva Renard, oficiaba como director. El encuentro no fue casual y el choque fue inmediato. Una serie de puñaladas por la espalda contra el militar lo dejan en un charco de sangre, herido de gravedad pero vivo.

El puñal de Antonio Ramon Ramon no estaba dirigido contra el cargo actual de Renard y no esperaba algún desenlace tras la agresión al militar. Las puñaladas dialogaban con los muertos de Santa María, daba la espalda al futuro y enlazaba el presente con el pasado en cada estocada.

Antonio declarará a la justicia: “Yo soy el autor de las lesiones del general don Roberto Silva Renard, y las he perpetrado en venganza por haber sido el general Silva Renard quien dirigió el fuego contra los obreros asilados en la Escuela Santa Maria, en Iquique, entre los cuales estaba mi hermano ilegítimo Manuel Vaca, quien pereció a consecuencia de las descargas de la tropa”[1].

El periódico “El Despertar de los Trabajadores”, entenderá en la misma sintonía el acto de Ramon Ramon. “Siete años que el pueblo, en lo más íntimo de su corazón le seguía un amplio proceso, para hoy de un improviso y sin leerle la sentencia lo ajusticiara y así cumplir el desenlace justo que todo el país proletario esperaba: la venganza. «Dos mil y tantas víctimas caídas, un ejército de viudas y huerfanitos, de hermanos y de madres sentirán en este momento profunda satisfacción y al mismo tiempo respeto por aquel que no importándole su vida, ejerce la más justa de las venganzas. «La mano se ha levantado para ultimar a Silva Renard, no es la mano de un hombre, no es la mano de un asesino, es la mano de una muchedumbre, es la mano de un gran pueblo, es la mano de la falange proletaria que le seguía un detenido proceso y hoy lo quiso concluir: SE HA HECHO LA JUSTICIA DEL PUEBLO”[2]

Siguiendo la línea de Benjamín, en ese instante los muertos podían estar seguros. Este acto marcaría todo un paradigma en el ejercicio de venganza dentro de la violencia política que se ha venido sucediendo desde distintas posiciones y con contextos distintos a lo largo de la historia nacional. 

En junio de 1912, el anarquista individualista Efraín Plaza Olmedo transitaba por la calle Huérfanos en pleno centro de la capital. Para ese entonces, el sector era un paseo habitual para la clase dirigente. Cerca de las siete de la tarde, Efraín desenfunda su revólver y dispara contra la multitud, dejando un saldo de dos muertos.

En la comisaría Efrain enmarca el tiroteo dentro de una acción de venganza. La prensa se referirá así a su declaración: “Salió de su casa con un revólver en el bolsillo y decidido a matar a un burgués; que no tenía intenciones de matar a un individuo determinado, sino a un burgués cualquiera; (que fueron los que fueron y pudo ser cualquiera); que él odiaba a la burguesía, que este odio aumentaba día a día al ver los abusos que cometían con la clase pobre (…) Que el odio a la burguesía era motivado por la catástrofe del mineral ya mencionado y por la matanza de obreros que hubo en Iquique”-la denominada matanza de Santa María ocurrida en 1907-”[3].

Los tiros de Efraín ajustaban cuentas con un pasado de opresión y nuevamente salta la figura de Santa María al relato. “Tengo la satisfacción de haber vengado a los oprimidos”[4] habría señalado a modo de conclusión, sin esperar que de sus actos surgiera una revolución. La venganza anarquista fácilmente se podría enmarcar en toda una época de propaganda por los hechos que azotó al mundo entero, con una serie de magnicidios y eventos similares.

En las décadas siguientes las ideas anarquistas comienzan a perder su fuerza dentro del movimiento obrero y en el campo de la violencia política, ganando gran hegemonía el marxismo leninismo. Tras asociar la venganza como un acto irracional y pasional, la mayoría de las organizaciones revolucionarias que comienzan a surgir redefinen el concepto como “ajusticiamiento”, buscando disputar el término con la justicia institucional o burguesa.

Si seguimos hilvanando aquella línea de venganzas como diálogo hacia el pasado, podemos encontrar en junio de 1971 la ráfaga de disparos que militantes de la Vanguardia Organizada del Pueblo asestan contra Edmundo Pérez Zujovic, quien años antes había sido el responsable político, como Ministro del Interior del gobierno de Eduardo Frei Montalva, del desalojo de la toma de Pampa Irigoin en Puerto Montt, costando la vida de 11 pobladores.

La operación perpetrada por los hermanos Rivera Calderón y Heriberto Salazar llevaba por nombre “Pampa Irigoin” haciendo más evidente su mirada al pasado a la hora de actuar. Por su parte, Edmundo Perez Zujovic no desempeñaba ningún cargo a la hora de su asesinato, solo como miembro destacado de la Democracia Cristiana. El acto generó un remezón en el gobierno de la Unidad Popular, tejiendo una verdadera historia negra de la VOP hasta nuestros días, fundada principalmente en los efectos negativos de aquel ajusticiamiento. Evidentemente ese acto no dialogaba con el futuro de la vía chilena al socialismo, sino con el pasado.

El ciclo que se desarrolló a partir de 1973, inaugurado por la instauración de una brutal dictadura militar, llevó a que organizaciones revolucionarias comenzaran a profesionalizar el desarrollo de la violencia política. En este periodo, nos encontramos con el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), el Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR) y el MAPU-Lautaro, quienes desarrollaron en distintos períodos e intensidades una serie de ataques contra representantes del régimen. El accionar político-militar buscaba la caída inmediata de la dictadura y la transformación futura del régimen político y la sociedad. La planificación del año decisivo y el frustrado atentado a Pinochet protagonizado por el frente son la expresión más clara de eso.

Observar subversiones a la temporalidad en este ciclo es algo más complejo, pero aún así nos encontramos con algunos hechos cuyo motor de inspiración sigue estando en el pasado. En julio de 1981, un comando del MIR atentó contra la Mayor de Carabineros Ingrid Olderock, una reconocida torturadora que en cárceles secretas violaba a prisioneras y prisioneros con animales. A pesar de los tres certeros disparos, Olderock sobrevivió. El atentado fue reivindicado por la responsabilidad en las bestiales torturas y asesinatos perpetrados por Olderock, más no por su situación actual donde permanecía disgustada y distante con la institución policial. Incluso, luego del atentado, surgieron rumores de que estaba pensando en desertar y ofrecer algún tipo de documentación a los organismos de derechos humanos.

El encuentro armado con Olderock no reconoció cálculos políticos, sino que viajaba desde el espanto de los centros de tortura hasta el presente de resistencia a la dictadura, saldando cuentas con el pasado.

En otro contexto, podemos encontrarnos con la campaña “Por la dignidad nacional y contra la impunidad” levantada por el FPMR-Autónomo, que, si bien constó de diversas expresiones y buscó profundizar la crítica a la justicia en la medida de lo posible y la democracia pactada, podría tener una faceta en esa dimensión de venganza.

Mauricio Hernández Norambuena, reconocido militante del FPMR, se referirá a estas campañas como una “política más coyuntural, porque era una de las cuestiones que veíamos más sentida de la población. Como se iba a hacer vista gorda a los miles de desaparecidos, los muertos, las torturas»[5]. Una serie de ajusticiamientos se desarrollaron contra el Comandante de la FACH Roberto Fuentes Morrison, un ataque armado contra el Coronel de Carabineros Luis Fontaine Manriquez y el asesinato del escolta de Pinochet, Victor Valenzuela Montecino. No fueron pocos los sectores de la izquierda más moderada que cuestionaron esta práctica de ajusticiamiento contra represores y torturadores, ya que impediría que, hipotéticamente, entregaran información en tribunales. Uno de los últimos ajusticiamientos conocidos en el marco de esa campaña es el asesinato de Jaime Guzmán.

A pesar de que gran parte de estos atentados estaban cargados de su responsabilidad en el pasado, no miraban del todo hacia atrás: «Nosotros pretendíamos con el ‘No a la impunidad’ que sectores populares dispuestos a luchar comenzaran a exigir castigo a los culpables, porque ya se estaba en el camino de la justicia en la medida de lo posible. Y nosotros íbamos estimulando y mostrando que se puede hacer justicia por la propia mano» [6], diría Mauricio Hernández. 

En julio de 2019, durante el segundo gobierno de Sebastián Piñera y meses antes de una de las revueltas más grandes de la historia del país, dos paquetes bomba recorren la ciudad disfrazados de encomiendas normales. Uno de ellos, un artefacto compuesto por pólvora negra, llegó a dependencias de la 54 comisaría, estallando en manos del policía que lo abre, dejando a ocho uniformados heridos; mientras que el segundo artefacto, más potente y compuesto por dinamita, consiguió ser desactivado en el escritorio de Rodrigo Hinzpeter, ex Ministro del Interior del gobierno de Piñera.

El atentado rápidamente es reivindicado por “Cómplices Sediciosos/Fracción por la venganza”, un grupo anarquista que en su solo nombre nos deja claro su mirada temporal: «Esta operación de dos ataques con explosivos es un claro acto de venganza (….) Sus actuaciones no quedaron en el olvido. Respondemos mediante la acción violenta anárquica que se enmarca y es un aporte a la nueva guerrilla urbana».

Tiempo después, el anarquista Francisco Solar es detenido acusado de estas acciones, sobre las cuales asume responsabilidad: “Decidí atacar la 54 comisaría de Huechuraba como un gesto de venganza por el asesinato de la compañera Claudia López en septiembre de 1998”.

Sobre el ex Ministro del Interior Hinzpeter, enumera una serie de episodios represivos ocurridos en su gestión, desde la represión a comunidades mapuches hasta el movimiento estudiantil, y las revueltas de Aysen y Freirina, entre otros hechos. Para finalizar, antes de ser condenado a 86 años de prisión, declarará ante tribunales: “Quienes entendemos la memoria no como un baúl donde se depositan los recuerdos para contemplarlos y lamentarnos, sino como un motor que impulsa la acción vindicativa como parte de nuestra práctica política permanente que se nutre de nuestra historia, con nuestros aciertos y desaciertos, y fue ese ejercicio de memoria lo que sustentó las acciones individuales que realicé el año 2019”. Los paquetes explosivos habrían sido enviados para realizar una particular conexión entre el pasado y el presente: La venganza.

Este breve recorrido por distintas tendencias a través de algunos actos e hitos de violencia política hasta nuestros días nos proporciona algunos antecedentes para establecer el vínculo en esta triada de venganza, dimensión tempo-espacial y violencia política. 

Individuos de diferentes tendencias y en contextos variados, al ejercer la violencia política, adoptan una mirada hacia el pasado y, a veces, escapan de la racionalidad moderna. Buscan darle continuidad a esa historia del pasado desde un presente que salde cuentas como objetivo final y prioritario. Esta redención del pasado señalada por Walter Benjamín se expresa en la figura del Angelus Novus o el Ángel de la Historia, una figura celestial que se encuentra con su mirada hacia atrás, hacia lo que vendría a ser el pasado. La mirada al pasado de Angelus Novus le permite entender su contexto y su presente. No podría vislumbrar un futuro de progreso, ya que este sencillamente no existiría, pero sobre todo mira hacia atrás para recomponer el pasado de los oprimidos, rebelándose en el presente para que, de una vez por todas, los muertos producidos por el sistema de dominación estén seguros. En este sentido, la venganza podría ser interpretada como un acto de redención que aun siendo completamente inútil para la racionalidad moderna y las proyecciones a futuro, si es un efectivo gesto de liberación subvirtiendo la temporalidad y mirando de frente al pasado, lo único realmente conocido para liberarlo.


Notas

[1] Igor Gociovic, Entre el dolor y la ira. La venganza de Antonio Ramón. (Editorial U Lagos: Chile, 2020) P.74-75.

[2] El Despertar de los Trabajadores, Iquique, 16 de diciembre de 1914.

[3] Alberto Harambour, «Jesto y palabra, idea y acción». La historia de Efraín Plaza Olmedo». En Colectivo Oficios Varios, Arriba quemando el sol. Estudios de historia social chilena: Experiencias populares de trabajo, revuelta y autonomía (1830-1940), Santiago, LOM Ediciones, 2004, pp. 137-193.

[4]  El Diario Ilustrado, Santiago, 14 de julio de 1912.

[5] Mauricio Hernandez Norambuena. “Cualquier miembro de la DINA merecía ser ajusticiado” . Radio Cooperativa. 13/08/2014

[6] Ibíd.

Doctor © en Historia (USACH), investigador en temáticas de violencia política, movimientos revolucionarios y represión. Miembro de Editorial Tempestades.

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