11 de septiembre 2023

El encapuchado del Estadio Nacional. Desde la zona gris de la dictadura a la instauración de la desconfianza

por Felipe Guerra Guajardo

Inserto en plena comuna de Ñuñoa, en 1938 el gran proyecto arquitectónico de la época se inauguraba para dar un salto cualitativo en la infraestructura deportiva del país. El Estadio Nacional abría sus puertas con capacidad para 74.168 personas.

Durante las primeras horas del Golpe de Estado, en septiembre de 1973, este coloso de cemento rápidamente fue contemplado a la hora de la planificación urbana en la guerra antisubversiva que se decía comenzaría a librar la Junta Militar.

En general, todos los recintos construidos y pensados en reunir grandes aglomeraciones fueron observados por los militares en sus posibilidades para el encierro masivo. El Estadio Nacional y el Estadio Chile fueron quizás los lugares más emblemáticos, a los cuales se suma una larga lista de gimnasios municipales que en regiones comenzaban a transformarse paulatinamente en cárceles. De a poco la sociedad completa pasaba a ser un lugar de encierro.

Tras un ingreso desordenado y habilitando lugares de forma improvisada, la contrasubversión supo ajustarse rápidamente. Un informe de la Organización de los Estados Americanos (OEA) a Chile durante julio y agosto, registra la respuesta del General Bonilla, Ministro del Interior del nuevo régimen,  sobre el uso del recinto deportivo: “El 11 de septiembre habían sido detenidas en Santiago alrededor de unas 6.000 personas y que las mismas habían sido conducidas al Estadio Nacional por no contar Santiago con cárceles suficientes para ese número elevado de personas; que los detenidos eran tratados humanamente, que las torturas a que se refería la prensa internacional no se ajustaban la verdad de los hechos; que existían alrededor de unos 35 equipos de interrogadores y que como resultado de los trabajos de esos equipos, más de 3.000 personas habían sido puestas en libertad, que continuaban los detenidos debido a que también continuaban las actividades de los francotiradores”.[1]

El gran lugar de encierro masivo de la dictadura no se encontraba a las afueras de la ciudad o en los extremos del país, sino perfectamente ubicable en la gran ciudad. Los nuevos usos de encierro no fueron negados por la dictadura, sino visibilizados e informando con listas pegadas en sus murallas los nombres de algunos detenidos, además de permitir visitas por parte de delegaciones internacionales, desde la Cruz Roja hasta incluso la FIFA[2]. El 22 de septiembre de 1973, la Cruz Roja señaló la existencia de 7.000 detenidos, además de entre 200 y 300 extranjeros[3]; para el 13 de octubre la OEA barajó la cifra de 6.000 detenidos. El ex director de la DINA cifra en 9.000 los detenidos[4], mientras que según organismos de DD.HH ascienden  hasta 20.000[5]. No hay claridad en las cifras, pero sí en las características masivas del encierro y la tortura que se sucedieron entre el 11 de septiembre y el 9 de noviembre de 1973, periodo en que dicho recinto fue utilizado como campo de prisioneros.

El Estadio estaba ahí, imponente, repleto de detenidos, asesinatos y toda clase de violación a los DD.HH. Reacondicionando toda la infraestructura deportiva del coliseo, las escotillas y camarines fueron destinados para el encierro de hombres y el sector de piscina para mujeres.  El velódromo, el llamado disco negro y la tribuna presidencial fueron usados como lugares de tortura e interrogatorio mediante corriente, golpes, violaciones y fusilamientos simulados. El Estadio no tenía la disposición espacial en la ciudad de los cientos de casas que comenzaban a ser ocupadas por los organismos de inteligencia transformándolas en cárceles secretas.

Los distintos testimonios de los sobrevivientes que pasaron por el Estadio nos hablan de torturas, miedo, incertidumbre y una violencia insospechada e impensada. Pero en todos los relatos se destaca un punto casi excepcional, una figura que los dejaba atónitos incluso en aquel paisaje ya surreal de encierro en un Estadio de fútbol. La figura de un encapuchado, ex militante de izquierda, quien en abierta colaboración con las fuerzas represivas se paseaba identificando entre los prisioneros a quienes serían seleccionados para largas sesiones de tortura.

Los relatos varían en su descripción física. Algunos lo sitúan con una tela negra hasta los hombros[6], o una frazada agujereada[7]. Otros recuerdan una capucha ploma y ridícula hasta la barbilla[8] o una tela que le cubría inclusive las rodillas[9], y hay testimonios que lo ubican hasta con una bolsa de papel con dos hoyos[10]. Lo cierto es que en un oxímoron, lo único visible era precisamente la ausencia de su rostro y su dedo acusador que “se imponía a todos como una fantasmagórica presencia”.[11]

El paseo por parte del encapuchado no solo se constataba en los seleccionados que eran llevados a la tortura, sino en todos los espectadores de aquella verdadera performance de terror creada por los militares. La parálisis y pánico eran totales, nadie respiraba, como si eso ayudara a tornarse invisibles ante el dedo de aquella criatura oculta. “Nos movemos apenas tratando de pasar inadvertidos, sólo el imperceptible rumor de quince mil respiraciones. Me va a costar mucho olvidar esa mirada líquida apenas entrevista detrás de la máscara grotesca”.[12]

Lo invisible se llenaba con especulaciones: “Algunos opinaban que todo no era más que un montaje de los milicos para sembrar el terror. Pero la mayoría sabía la verdad porque conocía a muchos de los señalados: aquel dedo traidor no marcaba al azar”.[13] “Todos nos preguntábamos lo mismo. ¿Quién era el encapuchado? Parecía conocer a medio mundo”.[14]

En 1943, tras un breve intento de participar en la lucha partisana, el químico italiano de origen judío Primo Levi es detenido y trasladado a Auschwitz. Luego de sobrevivir los últimos diez meses de funcionamiento del emblemático campo de concentración, dedicó gran parte de su vida a intentar narrar los horrores y funcionamiento del universo concentracionario.

El capítulo dos de su reconocido texto “Los Hundidos y los salvados”, llevó por título “La zona gris”. En breves páginas describe con una brutal claridad una de las claves en el funcionamiento de los Lagers: La creación de una clase híbrida de prisioneros-funcionarios ubicados en una zona donde se desdibujan los roles de carcelero y prisionero. Es justamente mediante aquellos colaboradores que el régimen podía sostenerse. Levi concluye: “Es ingenuo, absurdo e históricamente falso creer que un sistema infernal como el del nacionalsocialismo santifica a sus víctimas; al contrario, las degrada, hace que se parezcan a él”. La figura del Kapo, prisionero encargado de golpear y poner la disciplina al interior del Lager, condensa a la perfección aquella criatura nacida e incubada en la zona gris.

Esta figura híbrida de prisionero-carcelero, encuentra su reedición en el ex militante reconvertido en colaborador y transformado en una activa herramienta de la represión. La figura mitológica del encapuchado al poco tiempo encontró rostro y nombre.

Juan Muñoz Alarcon, ex militante socialista se había distanciado del Partido en 1973 acusando corrupción al interior del mismo. Tras hacer continuas denuncias en la prensa de la época fue contactado por militares sediciosos quienes –en sus palabras- “Me escondieron, me alimentaron, porque me encontraba prácticamente en las últimas consecuencias”[15].

Con la instauración de la dictadura, el sujeto comenzó a avanzar en las profundidades de la zona gris, llegando a su punto clímax transformándose en el encapuchado del Estadio Nacional. Luego continuó su trayectoria en Colonia Dignidad, Villa Grimaldi y en distintas tareas represivas llevadas a cabo por la DINA. Muñoz Alarcón ¿Estaba detenido?¿Custodiado?¿Protegido? El nacimiento de aquellas criaturas híbridas que nos señala Levi, justamente es la precisa mezcla entre víctima y victimario en una síntesis que lo transforma en un engranaje de la represión.

Pero en su temprano andar Juan Muñoz se arrepintió de arrepentirse. En febrero de 1974, una vez finalizada su actuación en el Estadio Nacional, consigue contactarse con un equipo de la TV sueca que se encontraba filmando el documental “Santiago de Chile: Ciudad violentada”. En dicha pieza filmográfica, se observa el rostro de Juan  Muñoz quien por primera vez reconoce haber sido aquel mítico encapuchado.

“Entonces me pusieron un capuchón como se hace con los cobardes, y todos los prisioneros tuvieron que salir de sus celdas para que yo denunciara a los que habían tenido un papel dirigente y a mis propios camaradas del servicio de seguridad del partido. Yo lo que hice fue engañar a los militares. No valdría para gran cosa si hubiese sido capaz de traicionar a mis camaradas”.[16]

Tras aquella primera versión, Muñoz Alarcón continuó trabajando con la represión en un ir y venir zigzagueante hasta que en 1977 golpea la puerta de la Vicaría de la Solidaridad para entregar uno de los testimonios más descarnados y brutales, exponiendo el funcionamiento de la máquina represiva desde adentro. En sus palabras se devela el funcionamiento de las cárceles secretas, el destino de los desaparecidos y la estructura de los principales organismos represivos. Muñoz señala la instalación de la represión en la ciudad, donde cerca del 90% de los locales de compraventa de oro del centro de Santiago eran propiedad de la DINA, al igual que los negocios para hacer llaves. Si bien le otorga una centralidad a la DINA en las labores represivas afirma tajantemente: Generalmente se cree que la DINA es el único organismo que desaparece prisioneros. Esto no es efectivo. Existen 7 servicios de inteligencia operando en este país”.[17]

Transcritas desde una grabadora, se puede leer con claridad su confesión: Hay 112 personas en estos momentos en la Colonia Dignidad. Quiero también dejar constancia, jurar si es preciso, que parte de los prisioneros están vivos, en malas condiciones físicas, pero muchos de ellos al borde de la locura por el tratamiento que han pasado, muy duro”.[18]

Sobre su participación en la performance de terror ocurrida al interior del Estadio Nacional, esta vez la declaración dista de la versión entregada anteriormente: “Fui llevado al Estadio Nacional para reconocer gente. Lo hice voluntariamente en ese entonces porque tenía yo, un espíritu de revancha hacía los que habían sido mis antiguos compañeros por la persecución que había sido objeto por parte de ellos. Yo soy el encapuchado del Estadio Nacional. Los servicios de seguridad me encapucharon y me pasearon por las diferentes secciones en que estaban los detenidos. Reconocí a bastante gente. Muchos de ellos murieron y soy el responsable de la muerte de ellos por el solo hecho de haberlos reconocido y haberlos acusado de ser mis antiguos compañeros”.[19]

La construcción del prisionero-funcionario fue completa: “Mi objeto de esta denuncia no es buscar el perdón ni la reconciliación conmigo mismo, porque lo que he hecho, sinceramente no tiene nombre; yo mismo ahora en la actualidad me desconozco; no me explico cómo pude llegar a límites tan increíbles”.[20]

El carácter desechable de estos sujetos por parte de la represión quedó en evidencia el 23 de octubre de 1977, cuatro meses después de que Muñoz Alarcón diera su testimonio en la Vicaría. El cuerpo de Juan Muñoz apareció en un sitio eriazo en la comuna de La Florida con 17 puñaladas en el cuerpo, además de la yema de los dedos totalmente quemadas para dificultar su identificación[21].

La tragedia en la vida de Muñoz Alarcón es una forma de entender el rol que cumplen los colaboradores a la hora de sostener los regímenes autoritarios de distinto cuño, quienes a pesar de su aparente insignificancia y desechabilidad, son un pilar en su sostenimiento en múltiples sentidos. No nos referimos a sujetos que en interminables sesiones de tortura entregan información, sino justamente a aquellos que transitan la zona gris convirtiéndose en sujetos híbridos en convivencia con los militares, transmutando su rol de prisioneros y victimas hasta un lugar no definido ni identificado con claridad, pero que los convierte en herramientas de la represión.

Esta colaboración no solo era relevante por la información que se entregaba -escasa o no-, sino principalmente por el despliegue de terror y desconfianza que provocó en todas sus posibilidades la figura del encapuchado. Una desconfianza que paraliza cuestionando el sentido mismo de la militancia al compartir en otro desconocido un proyecto en común de transformación social. El temor provocado por el encapuchado era masivo y compartido entre sus espectadores.

La politóloga argentina Pilar Calveiro construye una interesante tesis sobre el encierro en contextos de dictaduras y regímenes autoritarios: Un campo de concentración sólo puede tener lugar en una sociedad con visión concentracionaria. Las altas murallas del Estadio Nacional, no parecían ser tan altas a la hora de propagar el terror y la desconfianza representada por aquellos ojos tras la capucha. El microcosmos concentracionario del Estadio era exportado a la sociedad misma por parte de la dictadura, que comenzaba a inaugurar con fuerza su proceso contrarrevolucionario, restaurador y refundacional.

Una sociedad de colaboradores, delatores, traidores, desconfianzas, soplones y confidentes, comenzó a ser gestada con fuerza lejos de los grandes discursos de la militancia de izquierda que minimizaba el rol de los colaboradores.[22]

Tras medio siglo, aquella historia de horror y delación performática se ha reeditado en innumerables momentos enquistándose en la sociedad y los organismos represivos desde una larga duración. No es difícil rastrear el rol del Consejo Coordinador de Seguridad Pública, más conocido como La Oficina, que durante los 90’ se alimentó casi preferentemente de delatores y soplones para desarticular los grupos político-militares que continuaban operando. Durante la última década, la capucha ha vuelto a cubrir el rostro de quienes apuntan con el dedo a los nuevos acusados. El uso de testigos sin rostro en los innumerables juicios antiterroristas llevados tanto contra el pueblo mapuche como contra jóvenes anarquistas, nos muestran las versiones más claras de la herencia del encapuchado que dialoga con una sociedad refundada en la desconfianza con el frenesí antiterrorista y la demencia por la seguridad.


[1] Informe sobre la situación de los DDHH en Chile (22 de julio-2 de agosto 1974), OEA. 1974.

[2] La FIFA visitó el Estadio buscando certificar sus condiciones para la eliminatoria del mundial de futbol donde Chile jugaría con la URSS. Todos los prisioneros fueron escondidos durante esa visita. La URSS se negó a jugar en dicho recinto. Chile pasó al mundial tras meter dos goles a un arco vacío.

[3] Informe de la Comisión Nacional sobre Prisión Política y Tortura (Valech I), 2005. p.439-440.

[4] Contreras, Manuel. La verdad histórica. (Chile: Encina, 2000).

[5] https://plancondor.org/taxonomy/term/175

[6] Cozzi, Adolfo. Estadio Nacional. (Chile: Editorial Sudamericana, 2000) p.78.

[7] Montealegre, Jorge. Las frazadas del Estadio Nacional (Chile: LOM, 2003) p.146-148.

[8] Figueroa, Virgilio. Testimonio sufrido (Chile: Comala, 1991) p.100.

[9] El Horror de Chile. El encapuchado dio la cara.  Revista semanal internacional N°525. Agosto 1978. Venezuela.

[10] Luz Parot. Documental Estadio Nacional. (Chile, 2001).

[11] Sciascia, Leonardo. El encapuchado del Estadio Nacional. El porteño. 2017.

[12] Orellana, Carlos. Penúltimo informe. Memoria de un exilio. (Chile: Editorial Sudamericana, 2002) p.30-31.

[13] Pancera, Graciela y Fernández Huidobro, Eleuterio. Chile roto, uruguayos el día del golpe en Chile (Chile: LOM, 2003) p.180.

[14] Villegas, Sergio. El estadio. Once de septiembre en el país del edén. (Chile: LOM, 2013) p.29-30.

[15] Declaración de Juan Muñoz Alarcón a Vicaria de la Solidaridad. Causa Judicial Rol N°12.293 Homicidio de Juan Muñoz Alarcón.

[16] Sandqvist, Jan. Santiago: ciudad violentada. (Suecia: TV sueca, 1973).

[17] Declaración de Juan Muñoz Alarcón….

[18] Ibíd.

[19] Ibíd.

[20] Ibíd.

[21] Causa Judicial Rol N°12.293 Homicidio de Juan Muñoz Alarcón.

[22] Observamos otros ejemplos de colaboración  tales como Leonardo Schneider (MIR), Luz Arce (PS), Marcia Merino (MIR) o Miguel Estay (PC). La militancia de los partidos intentó explicar cada uno de estos casos emblemáticos desde el origen pequeño burgués o marginal de los sujetos, la debilidad política, o la falta de convicciones.

Doctor © en Historia (USACH), investigador en temáticas de violencia política, movimientos revolucionarios y represión. Miembro de Editorial Tempestades.

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