06 de agosto 2021

Un tríptico posible sobre Droguett

por Felipe Rubio Suazo

La rabia. Para quienes, en medio de las fatigas, ocupan el tiempo en la práctica de la lectura, hay pocas experiencias tan iracundas, soberbias y rabiosas como leer a Carlos Droguett. Y claro, motivos tenía para estar enojado, para sentir una rabia profunda y auténtica, rabia ante el resto; rabia ante la Historia; rabia ante la literatura; rabia, en fin, surgida en los dominios de la humanidad, ante la sangre perdida y derramada. La reclamación era tan solo recogerla: “Cada vez, cada ocasión, existió la mano para verter la sangre, pero nunca tuvo existencia la mano terrible para recoger, para contar esa sangre”. Como se ve, un gesto artesano ocupa a Droguett, pero es un gesto cargado de ira ante la nula reacción ante las innumerables desgracias que pueblan cada acontecer histórico. Como artesano, no trabajará con materiales nobles: se dedicará a buscar en lo inhóspito lo que, para él, debiese atraer la mirada y no soltarla. No logró quitar los ojos ni dejar de oír ese goteo sanguinario. La rabia que le generaba la inacción desembocó tempranamente, desde aquel prólogo hasta la última línea escrita, en un lodazal rojo que consume cada y que, por supuesto, lo inundó y salpicó: no podía, recogiendo esta historia nuestra, quedar indemne.

Reacio a aceptar cualquier noción preciosista de la escritura, una de las posibilidades —quizá la única verdaderamente útil para él—, que veía para ésta era ser un móvil injurioso en contra de la Historia, monstruosa enemiga de los vivos, quienes la padecen en sus carnes. Pero aquella verdadera infamia tampoco deja tranquilos a los muertos, a quienes esquivó y esquivará el descanso. “La sangre corre haciendo ondulaciones, haciendo un rumor de muchedumbre colorada”, y continuará corriendo mientras Droguett se ocupa de escribir, a pulso firme, esas ondulaciones, y seguirá haciéndolo pues la sangre debe correr, y él mismo se hizo rumor. Pero dejamos de lado esta fatalidad, para volver a la rabia de su obra, para situarnos en la rabia de su prosa.

La lengua, para Droguett, una vez inventada como propiedad personal, es verbo creador solo como búsqueda de la palabra justa, en un sentido que no podría estar más lejos de la bella tradición en que usamos dicha expresión: la palabra droguettiana es justa solo si es capaz de hallar y movilizar la rabia que lo inunda. Retórica de la rabia, figuración de la rabia, estética de la rabia, categorías estériles en el poblado yermo sensorial que se resiste a secarse en cada lectura. Ya dijimos que la sangre gotea incesantemente, y para acompañarla en su discurrir, la prosa debe hacerse extraña. Precio que Droguett paga, sin problemas ni remordimientos, pues, con “rabia roja” escribió, y era el único modo en que podía hacerlo, pues ve en su escritura y su obra la posibilidad de hacer lo que para él es evidente, de trabajar con una prosa iracunda, “signada por la sangre y la violencia porque la historia de nuestro tiempo aparece signada por la sangre y la violencia”.

La soledad. “La figura borrada de mi madre, el recuerdo informe de mi madre, el recuerdo claro y preciso de mi hermano Jorge, muerto en los brazos del Dr. Héctor Orrego Puelma, recién recibido, eran, ahora me doy cuenta, elementos que iban construyendo, reconstruyendo o preservando mi soledad y mi soledad es, me parece, un elemento necesario, no para que se comprenda lo que después he escrito, sino para comprender yo mismo ese extraño terror, ese tentador terror que me acompañó durante toda la infancia”. Y agregamos que la agridulce compañía fue más allá de esa infancia; claro que ya no es aquel terror que le echa a perder toda víspera, sino que se metamorfosea en soledad pura, soledad maldita y fiel, pues Carlos Droguett fue un escritor solitario, una criatura incómodamente sola; lo que no quiere decir que no se haya rodeado de gentes que mitigaran esa soledad, ni que hayan existido quienes se la reprocharan, que lo atacaran, precisamente por estar solo, tremendamente solo. Y porque hay muchísimas maneras de estar y sentirse solo, de ser solo, nos ocuparemos de la soledad de su escritura, no de la existencial, pues, ¿puede agregarse algo más a aquella imagen del niño que esperaba “en la puerta de la casa que llegara [su] padre para contarle [sus] problemas”? No, quizá solo que esa espera sin solución y el relato de los problemas cambió, como todo; que la espera del interlocutor se transformó en la búsqueda de seres que leyeran, y que los problemas dejaron de ser los de la infancia, que sí tenían que ver con la soledad, pero que esa soledad se iba haciendo cada vez más compleja y oscura, porque ahora considera no solo los temores infantiles, sino también los del hombre que se ve en una sociedad que no entiende y que, a cada posible esperanza de entendimiento se opone la marcha implacable de todo lo que condena.

Se dijo en ocasión de una reseña sobre una de sus llamadas novelas históricas, que era “imposible negarle virtudes literarias, dignidad de prosa y saber[,] mucha categoría, indudable calidad, hallazgos de expresión; pero, ¡qué peso, Dios mío, qué peso!”. Sobre el peso concordamos; algunos de los párrafos más pesados de la literatura fueron escritos por la mano de Droguett, cualidad que no tiene nada de negativa, ya que si aquello sobre lo que se escribe depende exclusivamente sobre la trama, una escritura que busca trascender el hecho terminará inclinando la balanza por la forma en lugar de privilegiar la transmisibilidad de la historia. En ese caso, y conociendo la aversión de Droguett con la historia, no debiese llamar la atención que busque una escritura que pueda dar cuenta de todo aquello que, al momento de escribir, se deja de lado, especialmente la espesura de la sangre.

Por supuesto que más se dijo de él, algunas cosas buenas y otras como las que siguen y que, aunque se destinaban a una obra en particular, maliciosamente las extendemos al resto de su obra, al conjunto de su corpus: “[…] es un texto que parece dictado por alguien sin conocimiento del español, una aglomeración de divagaciones sobre hechos dantesco, un maremágnum confuso y desmedido hasta lo incomprensible”. Entonces, pesado pero además macarrónico, confuso, ilegible en definitiva. Droguett, en su afán de hacer justicia a la verdad en que creía a través de la literatura, podía espantar a quien lee solo historias, narraciones claras. Pobre de quien lo leyera, incluso podía perder la respiración que él suspendía al escribir: “[…] sin resollar ni dejar que el desdichado lector resuelle”; se ve, claro, que era inclemente con quien lee, que lo agobiaba bajo parrafadas y parrafadas; que, notoriamente, la liviandad no era lo suyo, menos la claridad del día, pues le correspondía su contraparte, la noche; no esa noche hermética, naturalmente: lo de Droguett no es hermetismo; es la necesidad de pertenecer al linaje de quienes requieren, para vivir, inventarse una lengua, propia, ajena.

El cuerpo. Golpes que salen del cuerpo, de las manos, de sus dedos. Espíritu inquieto, sobre la máquina de escribir, ora encorvado, ora erguido, solo; buscó replicar el ruido del tiempo hallando un ritmo radical que se anidó en su carne, pues ¿puede dudarse de que Carlos Droguett escribía con el cuerpo? Otro inconforme, mucho antes y bastante lejos, había dicho que “el estilo de todo lo que escribía parecía viciado por mis trastornos hepáticos”, por lo que es pertinente preguntarse por qué trastorno, qué afección lo invadía. Ya que escribir así, como él lo hacía, no es gratuito, sabemos que además de la rabia y la soledad que lo embargaba, habitaba en él una suerte de tumor. Tómese, por ejemplo, este pasaje en que la muerte ya se acerca a uno de sus queridos personajes: “Empezó a tiritar y a tener verdadero miedo de enfermarse y sentía la saliva fría en su garganta y quería otra vez tener calor. Si tuviera un poco de espantosa y fatal fiebre me salvaría, pensaba con lucidez, y sabía que hablaba en voz alta y eso no era bueno. La fiebre es la vida, toda la gente y sus carruajes, el rencor el coraje, la memoria eternamente abierta, ese malestar, ese dolor partido me puede mantener despierto y no me duermo, no me puedo dormir, porque si ahora me quiebro y debilito, eso sería el comienzo de toda la infeliz y fácil muerte, ni destierro, ni cadena, ni silencio, ni sosiego, quiero vida y calor, unas gotas de sudor, unas gotas de vida que siempre han andado conmigo, que siempre, finalmente, me sobraban intactas, sólo unas pocas horas, dos o tres horas de oscuridad como ésta, esta oscuridad enrojecida que les recuerda a ellos la increíble suerte mía que tanto terror les ha dado todos estos años, este último tiempo, estas semanas y días en que han echado por los caminos los furgones y las camionetas en que cargan todo su miedo, y los reflectores para armarse un bonito camino y salir en mi busca e iluminar primeramente su terror, sus ojos abiertos, su sudor frío, buscando la huella de mis zapatos, la herradura de mi caballo, el humo de mi cigarro y de mi carabina, ni siquiera perros tengo ya, los maté o me los mataron, no me acuerdo apenas de sus nombres y no me importa, aunque tal vez lloré entonces y tuve miedo; me deshice de todo, de todo amigo y todo cómplice y toda debilidad, estoy solo y mientras más solo más seguro de mí mismo, nadie aquí, solo yo, las balas, mis manos que serán lo último mío que me maten”. Como ha querido cierta tradición, a Droguett le ocurrió algo, algo le pasó, pues, inventarse, así por así, esa cadencia no se da en una vida saludable. Quizá una suerte de exceso, sobre todo en los ojos y los oídos, comandaba sus manos, materializando quién sabe qué espectro. 

Cuerpo sin tierra el de Droguett, desterrado, quedará flotando en su memoria y su escritura la imagen fantasmal del Chile que fue y padeció y el que podría haber sido. Sin tierra, su cuerpo solo encontrará donde echar raíces en la memoria y la escritura. ¿Pero quienes leemos, podemos vivir allí, en sus páginas, repletas de brevísimos instantes de alegría, mas plagadas del fulgor de la pérdida? Si las manos le sirvieron para escribir, pueden también invitarnos a pasar un momento en sus páginas, a darle un poco de compañía, pero al precio de poseer, junto con él, rabia, y sentirnos un poco solas y solos.

No sabemos qué pensaría Droguett, admirador de Cristo, en quien veía a un “ser inteligente y avieso, deseoso de cambiar el mundo, sintiéndose capaz de hacerlo, poniendo su carne en la balanza”, ante El retablo de Isenheim, pero sí podemos imaginarnos esa impresión y espanto que de seguro se le habrían pegado a los ojos y sus manos: rabia ante el estado del cuerpo, rabia ante la inminente y necesaria caída a la tierra; soledad, a pesar de los cuerpos que rodean la crucifixión. Un cuerpo golpeado por el tiempo que le tocó vivir contempla a otro cuerpo golpeado por sus semejantes. De seguro que El retablo se le presentó como una invitación: la necesidad de escribir comenzando a hervir, el reconocimiento de sus temas predilectos, la llamada, el movimiento de las manos y la imposibilidad de detenerse. Todo eso debería haber pasado por el cuerpo de Droguett mientras veía la obra del “hombre que desapareció sin dejar huella”.

*

Las fuentes utilizadas, indicadas por comillas en el texto, corresponden, según el orden de su aparición, al siguiente. Todas pertenecen, salvo que se indique lo contario, a Carlos Droguett.

La rabia:

(1). Los asesinados del Seguro Obrero. “Explicación de esta sangre”. Ercilla, 1940, páginas 10-11.

(2). Ídem, página 12.

(3). Ídem, página 10.

(4). Escrito en el aire. Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1972, página 14.

La soledad:

(5). Materiales de construcción. Ediciones Universidad Diego Portales, 2008, página 16.

(6). Ídem, página 14.

(7). Alone y los premios nacionales de literatura. Pedro Pablo Zegers, editor. DIBAM, 1992, página 263.

(8). Camilo Marks. Canon. Cenizas y diamantes de la narrativa chilena. Debate, 2010, página 121.

(9). Alone y los premios nacionales de literatura. Pedro Pablo Zegers, editor. DIBAM, 1992, página 263.

El cuerpo:

(10). Francis Wheen. La historia de El Capital de Marx. Carles Mercadal, traductor. Debate, 2007, página 45.

(11). Eloy. Editorial Universitaria, 1967, páginas 127-128.

(12). Escrito en el aire. Ediciones Universitarias de Valparaíso, 1972, página 121.

(13). W. G. Sebald. Del natural. Poema rudimentario. Miguel Sáenz, traductor. Anagrama, 2004, página 21, verso 22.

(Curicó, 1989)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *