Apuntes sobre foto
Recuerdo haber escuchado de un pueblo indígena en Bolivia en el que hicieron arder a un japonés por andar tomándole fotos a los aldeanos sin preguntar.
Quiero decir que no solo habría que detenerse en lo horroroso del hecho, sino también preguntarse por los verdaderos crímenes que puede haber perpetrado un japonés con una cámara.
Pongamos una escena. Hay un objeto X: un elemento que para el fotógrafo es un objeto. Luego está el “fotógrafo”, el tipo con la cámara. La acción sucede cuando el fotógrafo interpone la mirilla entre su ojo y el objeto, al que ahora ve mediado por un juego de espejos a través del foco: su mirada es desplazada y cuando aprieta el botón del obturador, los espejos se levantan. Ahí la captura.
La foto sólo es posible por acto de brujería. Luz que se aloja en una película, que muere en ella para, más tarde, invocada entre luces rojas y químicos en la sala de revelado, aparecer en el papel y comenzar a forjar el mito de su presencia. Como si luz desvanecida pudiera resplandecer desde un papel. Lugares que vimos o gente que quisimos, nos acechan desde una foto.
Así que tengo una máquina de mitos. Una caja negra mitomaniaca. Nunca he sabido qué hacer con ella. A veces una foto me parece una insolencia, y voy por la calle tomando fotos como quién forja su espíritu disparando en una guerra. Luego no le tomo fotos a mis enemigos, por miedo a que permanezcan. Identifico en esa encrucijada, casi una contradicción, los dos momentos de lectura que, casi simétricamente, aparecen alrededor de la cámara: el del fotógrafo y los objetos que puede percibir con el ojo, las pasiones por las que termina apretando el gatillo; del otro lado, el del advenedizo lector de fotografías y la significatividad que hace caer sobre esas escenas de sombras, el peso de la noche de su nostalgia. Otros dos momentos que se despliegan simétricamente son el de la misma cámara con su hechicería en sombras, y el del objeto fotografiado en su oscuridad y la posibilidad de su arremetida.
¿Quién atesora las imágenes? Marchant diría los humanistas. Diría que “como el nombre de Dios estaba en decadencia, fue necesario inventar otro nombre, igualmente efectivo, igualmente secreto.” Que “la fotografía fue la invención genial de los humanistas”. Y es que la lectura de la foto es toda una máquina retardataria. Apocalípticos de vocación amnésica se aferran a las fotos intentando recordar algo. Buscan escrutar signos en los cadáveres.
Conocemos ya el mito de la presencia. La fotografía invoca un pasado sin avenir y lo presenta como pasado verificable. “Pasó” nos dice juiciosa, y nosotros asentimos. “Pasó”, respondemos. La foto vivifica zombies. Por eso me dan pavor los salones, escritorios y marcos con sus fotos familiares. La pequeño burguesía planetaria otra vez quiere pragmatisarnos a punta de fotos.
Para amar la foto primero es urgente ponerla bajo sospecha.
Dicen, y ya nadie sabe quién dice, que las fotos roban el alma. Y es que, claro, el fotógrafo es una especie de ladrón. Anda acechando luces, situaciones, ángulos, y ¡paf! clava una foto. Guarda la imagen en una película. Habría que atender, sin embargo, al modo en que se pone en juego la captura de una imagen. Porque en efecto, no es ingenuo el hecho de que la mirada misma, aquello que se supone en realidad nos muestra la foto, ha sido desplazada. Quién mira lo hace desde una mirilla, no ve en el instante en que los espejos se levantan para alojar la luz en el negativo, y sustituye la cámara al ojo como órgano de la mirada. En el ejercicio fotográfico, el que actúa como lector es el fotógrafo, y no existe el momento de lectura de la foto, sino el cambalache ojo/cámara; asesinato del alma del pasante, quizás, pero sobre todo asesinato de la mirada.
Un buen amigo me dice que el más grande desafío para la fotografía es el de los turistas japoneses. Son ellos, sin duda, los que han antepuesto la foto de la mona lisa a la contemplación de la mona lisa. La mirada deja así de ser un acto interior, un acto significativo, un consumo del ojo, sino que se vierte en las mismas fotos; no es ya una actividad del espíritu, sino la pura imagen. No sin razón se denunciará allí la fiebre del registro, una especie de siniestra taxonomía existencial. Hay en esos misteriosos turistas, sin embargo, un secreto esencial. Y es que la fotografía ya está hecha; que viene dada y se impone. La imagen no viene desde el ojo al objeto, atravesada por el chispazo de la captura, sino que cuaja en medio del juego de espejos, se vierte, se multiplica. Habita constantemente, al fotógrafo y al fotografiado, y sugiere una indistinción última.
(Parece que es un rasgo común de los dibujos de esquizofrénicos pintar los ojos como grandes hoyos negros, torbellinos de rayas. Pienso que quizás los esquizofrénicos miran el plasma de su ojo, y que por eso sienten que la pupila se les vierte).
Me gustan las fotos de guerra. Me gustan las fotos que muestran los ojos vidriosos de los obreros marchando por la Alameda durante la Unidad Popular. Me gustan las fotos de resistencia. Me gustan las fotos de bares. Me gustan las fotos de los poetas que me gustan. Me gustan las fotos de los suburbios. Conjurar el carácter mítico de la foto, quizás, no es querer conservarla, sino querer haberla tomado. Haber cometido el robo y desear secretamente la arremetida en la que lo fotografiado vuelve a desplegarse para revelar la inexistencia del ojo detrás de la cámara, el propio.