Vista aérea de Santiago en 1964, foto de Higinio González (intervenida). Fuente: http://enterrenochile.com
Autobiográfica
Un ensayo sobre el libro de ensayos “La Compulsión Autobiográfica”, de César Tejeda
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Es primera vez que veo esta vista de Santiago. Aquí crecí y sin embargo es la primera vez que lo veo desde este ángulo específico que mira hacia el norponiente. Siempre resulta sorpresivo ver tu propia ciudad desde una nueva perspectiva. Muchísimo más que conocer otra, una completamente nueva. Dicen que siempre seremos la circunstancia en que nuestros padres se conocieron. Y mis padres no se conocieron en esta ciudad que observo como no la había observado nunca antes desde este balcón. Se conocieron en otra, una que no por ello me resulta más nueva que ésta. Ambas son de algún modo mi ciudad, con frecuencia intensamente, y con frecuencia al mismo tiempo. Con frecuencia recuerdo una idea de Fernando Pessoa, quien en uno de sus escritos afirma que la razón no es más que una fe, la fe en que existe acaso alguna cosa comprensible. Y en este sentido separar ciudades resulta ciertamente un acto devocional. Saber con certeza que cada plaza, cada calle, cada esquina, es diferente en una y en otra, y que en esa diferencia se define algo. Algo que no es ciertamente camino llano para la imaginación. Muestran las ciudades unas delimitaciones que nos obligan a situarlas y que sin embargo no las separan para nada, no las separan más que en nuestra memoria emotiva. Parece razonable que París sea una ciudad romántica, Lisboa una ciudad poética y el DF una ciudad caótica. Pero podríamos subvertir los adjetivos, intercambiarlos entre ellas, y que siguiera cobrando sentido según la perspectiva desde la que uno se sentara en un balcón a observar cualquiera de estas tres ciudades. Lo mismo pasa con las biografías.
Pensar que un relato tiene un punto de sentido que le da comienzo, independientemente de en qué parte de la historia se sitúe ese punto, es una idea antigua que ha sido dicha de muchas maneras. Una vez un cineasta -o un poeta- dijo que una vida no se definía por el momento en que comenzaba, ni tampoco por su momento final, sino que más bien por el instante decisivo. Esto me hace pensar en la posibilidad de que lo decisivo sea en realidad el momento en que nos damos cuenta de cuál fue ese instante.
Pienso en cuando mi primer profesor de Universidad me puso la nota máxima en un examen sobre un libro que yo no había leído y sobre el cual mentí muy imaginativamente. Argumentó, en el reverso de la hoja donde estaba redactado mi ensayo: “En realidad, señorita, lo que usted escribió no tiene absolutamente nada que ver con el libro en estudio. Pero está tan bien escrito, resulta tan convincente, que no puedo sino calificarla con la nota máxima”. Esto resultó un incentivo tan inexplicablemente poderoso que me empujó a dejar de leer lo que no me interesaba. Para bien y para mal. Para adelante o para atrás.
Pues la verdad es que no logro terminar, casi nunca, ningún libro. Desde entonces, la nota de aquel profesor ha operado en mi vida como una especie de centro de gravedad. Uno donde, claramente, tienden a hundirse sin retorno todos los libros del mundo, pero que extrañamente le da cierto sentido, inacabado, a mi existencia. Los libros que habré leído en mi vida creo que deben haber sido “miles”. Pero la mayoría, sino todos, sin terminar. Los ojeo. Leo partes y repito esas lecturas. Los empiezo.
Hace poco descubrí que sólo había leído enteros, a lo largo de mi vida, los libros que me resultaban autobiográficos. Con esto no me refiero a que lo sean por ellos mismos, sino a que de algún modo reflejen mi propia experiencia. Existencial o momentánea. Como si estuviera inmersa en una gran investigación sin fin y persiguiera constantemente el hallarme en medio de una conversación afín a mi búsqueda. Me he preguntado muchas veces si esto le ocurrirá a los demás, y, de ser así, qué insondable misterio es el que impulsa a los lectores voraces. Si acaso se identificarán con una búsqueda enormemente general. Y yo con una increíblemente específica.
Sea como fuere, el misterio del compás y la lectura, o del compás de la lectura, nos atañe sin duda a todos. Como si fuera el primer misterio del uno mismo, la búsqueda de que un texto pueda estar basado en los propios hechos reales permite que surquemos libremente las aguas de la propia experiencia, de la mejor forma posible, dependiendo del tópico del libro. Y si, de casualidad, la coincidencia se encontrara, suele generar un vínculo indestructible, creado en una gloriosa temeridad. Como si fuera un milagro. El milagro del compás y la lectura.
Porque habrá en la lectura sin duda formas y circunstancias que se escapen al mejor traductor de experiencias, que es uno mismo. Pero también habrá veces en que los libros no sabrán qué responder que encierre esa verdad que buscamos. Y habrá quienes aun así crean en la verdad de lo que esos libros relatan, desesperados en busca de su propio instante decisivo. Escudriñando afanosamente errores tipográficos o de comprobación de hechos que, repetidos varias veces, puedan trastocar su identidad. Como queriendo ganar un juicio de puntuaciones y acentos contra sí mismos.
El 13 de abril de 2013 me había obstinado con irme a vivir a la Ciudad de México. Aquel día, el primero del resto de mi vida, comenzaría a dibujar el oscilante enigma de mi dignidad. En la contradicción ética sucesiva entre principios y acciones en la que me ví inmersa, comencé a novelar la historia de mi propia vida. Caminaba hacia atrás, pensando en el paso del tiempo, en perspectiva, estando allí. Como si novelar, no-velar, fuera el descoyuntar los hechos de la propia vida para permitirnos desvelar las cosas que hemos ocultado, consciente o inconscientemente, a lo largo de nuestro caminar. Leía Los Detectives Salvajes de Bolaño al mismo tiempo que recorría las calles que describía en su libro, caminando hacia adelante lo que él decía mientras desandaba hacia atrás los recuerdos ya vividos. Recopilando primeros borradores de nada. En algún punto, siempre aparecía una señal que decía ““USTED ESTÁ AQUÍ”, como sugiriendo que allí no es donde uno tendría que estar y sin embargo lo es. Como un súbito entendimiento.
Porque la cristalización del tiempo, la fijación de la memoria, es una especie de imagen que, exactamente como un cristal, queda perfectamente formada allí entre sus propias coordenadas, pero es susceptible a cualquier mínimo golpe en el espacio, que la haría deshacerse, en un segundo, en mil pedazos de vidrio roto. Como las señales cartográficas de “USTED ESTÁ AQUÍ”. Usted está. Usted ahora ya no está. “USTED ESTÁ ALLÍ”. Una jugada maestra del tiempo al espacio y viceversa.
Estos frecuentes desplazamientos de la atención producidos por la gran variedad de mapas que existen, los mismos que no nos permiten situarnos en el espacio de manera permanente, son los que nos velan, a lo ancho del tiempo, cualquier referencia en torno a la cual ordenar la propia vida, y convierten el intento en un compulsivo acto de fe. Incapaces de definir el origen del impulso, intentamos usar la razón para creer que existe acaso alguna cosa comprensible. Como cuando entendemos algo mal y eso hace surgir una nueva idea. Por ejemplo, resulta razonable pensar que el punto de referencia de Santiago sea la cordillera de los Andes, inmensa detrás, siempre allí. Como telón de fondo de todo. Como telón de fondo de uno mismo.
De esta manera, los accidentes geográficos ineludibles nos sitúan en el espacio de la misma forma en que los accidentes ineludibles del pensamiento nos sitúan en nuestro instante decisivo del tiempo, en medio de las conversaciones que establecemos con nosotros mismos y sin importar a quiénes nos estemos dirigiendo realmente. La revelación del misterio es siempre mucho menos extraordinaria que las circunstancias elegidas por la revelación para salir a flote, dicen. Lo que da para pensar en la Cordillera en todo su largo, que recorre siete países y quién sabe cuántas ciudades. Reflota en la cuenca de Santiago como podría hacerlo en cualquiera de las otras, entregada a la anarquía geológica que define todos los territorios del mundo. Como un pretexto de algo más. De la anécdota central de un relato que se expande del centro hacia fuera sin orden, como ciudad del tercer mundo. Escenificando una vida, caótica, poética o romántica, que pueda acaso permanecer habitable. Aunque sólo exista en la memoria.
Y como la honestidad es el más persuasivo de los recursos, cabe hacer aquí una confesión autobiográfica: este libro sobre el cual escribo ha sido uno de los tantos pocos que me he leído entero. Y pienso en esta inexplicable compulsión lectora sólo después de haber dicho estas palabras que no comprendo. Como si fuera un hechizo, si me permiten la franqueza.