Aventuras de un catálogo
I.
Uno de los grandes dramas de la historia de América Latina desde los inicios del siglo XIX fue la exigüidad del público lector. El resultado fue cruel: por abiertas y generosas que las obras se concebían en el momento de su producción, sus destinatarios reales siempre fueron escasos. La República de las Letras tuvo pocos ciudadanos.
La situación, desde entonces, claro, ha cambiado mucho. El público no ha cesado de crecer a través de la generalización de la alfabetización, el mayor acceso a los estudios secundarios, y en las últimas décadas, por un significativo incremento de estudiantes en las universidades o en los centros técnicos de formación. Las condiciones para superar la tragedia de los públicos culturales, durante tanto tiempo casi inexistentes en la región, se presentan hoy, qué duda cabe, bajo un mejor auspicio.
En la inflexión de este viejo drama de la cultura en América Latina, una función mayor les corresponde a las editoriales. Los autores lo reprimen y los lectores lo olvidan, pero su encuentro solo es posible gracias a un tercero, el editor. Es por eso que detrás de los datos asociados a la edición –la variedad de títulos publicados por año, las tiradas de los libros, el volumen de las ventas, incluso el número de librerías–, es una historia colectiva la que se diseña. Una que revela que más allá de la exigüidad de los públicos, se encuentra el hecho de que se editaba poco en la región. La fuerza de aventuras, con una proyección latinoamericana, como Fondo de Cultura Económica, Losada o Siglo XXI, no debe llevar a menoscabar el hecho de que la ausencia relativa de editores reforzó en la región la tendencia a un consumo cultural en donde las ideas, los libros como las modas, tenían que venir de afuera. En algún texto, al evocar este período, Pablo Neruda habló con justeza de esa “época en que esperábamos los barcos”.
Las editoriales producen justamente transformaciones en las relaciones entre los productores de la cultura, sus intérpretes y sus consumidores. Progresivamente, gracias a su crecimiento, la producción cultural conoció en la región un proceso de sustitución de importaciones que, sin menoscabar el trabajo de traducción –signo viviente de una cultura abierta–, posibilitó la afirmación de la creación a nivel nacional. Hoy, en América Latina, se esperan menos los barcos. Es en esta historia que se inscribe el catálogo de una editorial como LOM.
II.
¿Qué decir de este catálogo? En primer lugar, sería fácil, muy fácil, expresar, con la ayuda de un ejercicio matemático, un asombro para no escribir una admiración inmediata. La editorial ha publicado más de 1.500 títulos en 25 años. Por malo que sea el lector en aritmética, eso hace prácticamente 60 títulos por año. Lo digo de otra manera: eso hace más de un nuevo título, todas las semanas, durante más de 1.400 semanas. Cierto, no en todas las semanas se publicó necesariamente un libro: el volumen total se repartió sin duda a otro ritmo. El resultado no es menos imponente.
Pero no es eso lo que más aprecio del catálogo de LOM. Algunos tal vez se interesarán por saber, de los títulos editados, cuántos son obra de mujeres, traducciones o inéditos. En lo que me atinge, son los géneros publicados lo que más retiene mi atención. Forzando las cosas, creo que es posible afirmar que dos grandes dominios se imponen, incluso de manera transversal a las colecciones: la literatura por un lado y las ciencias sociales y humanas por el otro. En cada uno de estos dominios, los géneros varían desde la poesía a la novela, del teatro a la narrativa infantil, desde la historia a la sociología, de la política a la filosofía, sin descuidar los títulos dedicados a la educación. Pero a menos que el lector haga un conteo pormenorizado de los géneros (algo que matiza lo que voy a escribir), es difícil, creo, no ser sensible a una doble impresión de conjunto –la importancia de la poesía y de la historia.
Los dos núcleos resumen bien el espíritu general del catálogo. Una editorial como LOM, al ser expresiva de la producción nacional, sin sorpresas, refleja el interés de un país en donde la poesía tiene una significación literaria particular. En verdad, sería más justo decir que defiende, no sin riesgo económico, un género que muchas casas editoriales, por doquier en el mundo, abandonan. A este primer gran eje editorial, se añade una fuerte preocupación por la historia, entendida en un sentido amplio, pues alrededor de ella cohabitan estudios históricos, memorias, trabajos de ciencias sociales que revelan un interés constante por el pasado y el presente de Chile. Esto hace de LOM a la vez una editorial abierta al mundo (como lo atestiguan sus traducciones) y un verdadero co-actor de las interpretaciones que la sociedad chilena produce de sí misma.
Detrás de esta elección, existe, qué duda cabe, un trabajo de selección. Trabajo difícil, ambivalente, probablemente asaltado por momentos por los escollos entre lo que se quiere, se puede y se debe editar. Algunos títulos han debido ser objeto de discusiones –supongo, en todo caso me lo invento– más o menos ásperas en el comité editorial entre lo que parecía editorialmente arriesgado, pero asumible económicamente –títulos o traducciones–, y lo que se presentaba como financieramente interesante, pero inasumible como política editorial. Estos dilemas insoslayables testimonian en el catálogo hasta qué punto, tratándose de una editorial independiente, la edición es también una cuestión moral.
Esta moral editorial, por lo demás, se prolonga en una ética comercial. Es otra de las cosas que me gusta saber a propósito del catálogo de LOM. Una vez acogido, cada libro es respetado en su historia singular. Algunos –como Chile actual: anatomía de un mito o Ser niño “huacho” en la historia de Chile– tuvieron un importante destino de ventas; muchos otros, una vida más corta y trunca en las librerías. Pero no así en la preocupación de la editorial que se esfuerza por mantener vivo el catálogo, dándole chances a una obra para que se instale en el tiempo, incluso arriesgando un nuevo título de un autor, con el fin expreso que su primer libro, ya publicado, no naufrague por solipsismo.
Todo esto es sin duda encomiable, pero como sociólogo, debo confesar, que no es empero lo que más admiro del catálogo. Lo que más suscita mi admiración es mucho más importante y sin duda infinitamente más evidente. Cada vez que recorro una librería en Santiago o cada vez que leo un estudio de ciencias sociales sobre Chile, me es simplemente imposible no toparme con un título de LOM. Y eso es lo que más me gusta del catálogo. Para qué ahondar entonces en superlativos; una frase simple lo dirá todo. Sin el catálogo de títulos publicados por LOM durante 25 años, las ciencias sociales chilenas no serían lo que son.
III.
LOM, como tantas editoriales, es indisociable de una historia individual. En verdad, en este caso, de dos historias. Dos personas. Una pareja. Sin menoscabo del proyecto colectivo y familiar que sostiene LOM –en el cual coinciden hermanos, hijos, primos–, de la acción decisiva de asociados y colaboradores, creo que no miento a la verdad si digo que la editorial no habría existido –ni existiría– sin el concurso de Silvia y Paulo. Nada de extraño por ello que la sensibilidad del catálogo –a caballo entre la literatura y las ciencias sociales, entre el arte y la historia– refleje sus intereses, sus gustos, sus pasiones. Es por eso que me es imposible no terminar esta visita del Catálogo de LOM con palabras más personales hacia ellos.
Los conocí juntos hace varios años, y estoy seguro de que, desde entonces, a pesar de haber coincidido muchas veces con ellos, jamás he cruzado al uno sin el otro. Sé que no debería escribirlo pero a veces termino pensando que son como una doble hélice. De seguro que no siempre deben estar anudados (amigos me han dado fe de ello), pero la distancia, me digo, jamás debe alcanzar diafragmas demasiados amplios.
No es una boutade. Los proyectos editoriales, sobre todo cuando son la obra de casas independientes, son una actividad sin desmayo en donde se alternan visitas a los bancos, problemas de créditos, retraso en los pagos, relaciones con las librerías, dificultades en la imprenta, la evaluación sin término de manuscritos que no cesan de llegar, mails de autores que se inquietan por los plazos y las repuestas, y, por supuesto, la gestión de egos imposibles. Este trabajo múltiple da lugar a una actividad trepidante llena de usuras y de algunas satisfacciones. Cada semana, durante 1.400 semanas, con convicción, hay un título que “sacar”, “defender”, “presentar”. Por supuesto, este trabajo no puede ser nunca la actividad de una sola persona.
Pero ese trabajo colectivo no es posible, en su tráfago cotidiano, sin pasiones encarnadas. Es por eso que las grandes aventuras editoriales solo son posibles –solo han sido posibles– de la mano de aventuras personales en donde confluyen, a través de una alquimia secreta, pasiones intelectuales, inquietudes políticas, horizontes económicos. Fue esa pasión que hizo que durante tanto tiempo las editoriales llevaran como sello distintivo un apellido. Esa firma era la prueba que un editor, al empeñar su nombre, se comprometía con un título. Es lo que hacen, detrás de cada libro publicado, Silvia Aguilera y Paulo Slachevsky. En su caso, en el caso de LOM, esta pasión personal, la aventura de dos individuos, se expresa a través de un vocablo yámana vuelto un pseudónimo editorial.
1 comentario
Me parecen acertadas las palabras de Danilo. Pero además, agregaría que en nuestra época, en la que la información fluye de manera virtual, tener la voluntad y el arrojo de publicar libros es cuestión de convicción profunda porque un arte, el de la escritura y de la mecanografía, trasciendan generaciones hasta cautivar a los más jóvenes. Me parece que ahí esta gran parte del desafío, seducir a las nuevas generaciones con el placer de la lectura y la discusión bohemia en torno a los grandes temas, alimentando el debate, subiendo el nivel de la discusión más allá de los comentarios ramplones, al pasar, que se escribe sobre la contingencia política, económica, social y hasta incluso cultural, en las redes sociales.