05 de abril 2020

Convocatoria – OTRO FIN DEL MUNDO ES POSIBLE

por Carcaj

¿Cómo reflexionar y escribir sobre lo que (nos) está ocurriendo? ¿Qué decir, ante la saturación de información, datos, imágenes, cifras, noticias y opiniones que se viralizan por todos lados? ¿Cómo pensar la epidemia desde esta isla de injusticias que hay al sur del sur del mundo?

Escribimos esta misiva entre varias manos para quien quiera recibirla, desde distintas distancias, pero con un mismo objetivo: tratar de hacerle frente al contagio de los afectos tristes que buscan volvernos impotentes; huir de la peste, persistir en los vínculos y potencias que descubrimos ahí donde octubre cayó como un rayo, invistiendo de excepcionalidad todo a su paso -excepción de la que tampoco hoy hemos salido, aunque ahora todo se sienta tan lejano.

En realidad no faltaba tanto para persuadirnos: ya estábamos convencidxs, mucho antes de que las mascarillas y los guantes de látex se convirtieran en los bienes más preciados del momento. Era el sentido común de nuestra época incluso; nada más cotidiano ni predecible que el fin del mundo. Pero el estado de las cosas se persigue, la catástrofe se va sumando y el mundo nunca termina de acabarse. De pronto sentimos que estamos en el futuro, pero uno en el que ya no hay más futuro sino tan solo este presente que se estira como una pesadilla interminable. Quizás porque, como en un capítulo de 31 minutos, en realidad el mundo sí se acabó, pero inmediatamente empezó otro igual: otro que se va a acabar de la misma manera, para reempezar y terminar nuevamente igual. 

¿Se tratará del fin del mundo, o de la perpetuación de un mundo sin fin?

Hace poco tiempo atrás el coronavirus era un cuento chino, una ficción lejana en la que no se creía mucho, hasta que de pronto ya estaba aquí, tragedia cotidiana, recordándonos con urgencia los vínculos cruciales entre las políticas neoliberales de nuestro presente y las vidas parasitadas de quienes vivimos a la sombra de su constante expansión. Hoy, para nadie es un misterio que el problema del contagio está revelando y extremando las consecuencias de una precariedad cada vez más generalizada: de la precariedad laboral y económica a la precariedad afectiva, vividas como condiciones individuales, a la precariedad institucional de nuestro sistema de salud, la posibilidad del contagio está poniendo a prueba la seguridad de los vínculos y la capacidad de resistencia tanto de sujetos como instituciones. Pero la forma transindividual del contagio no debería distraernos de la realidad del virus como máquina microbiológica capaz de infectar nuevos sistemas y propagarse en estructuras preexistentes. Si una pregunta nos plantea el virus, esa no es tanto la del riesgo que implica hoy cualquier contacto físico con otro humano, sino, sobre todo, una cuestión de interfaces de traspaso y de medios de propagación. ¿No son hasta las bolsas de valores víctimas hoy de una forma de contagio? En ese sentido, el virus actúa como un revelador agudo de la lucha de clases: su evidenciación a escala microbiológica. 

Las escenas que lo comprueban son múltiples y son visibles para el que quiera verlas: ancianxs infectadxs que mueren encerradxs en un hogar sin poder despedirse de sus familiares; vecinxs del litoral impidiendo a punta de barricadas el paso de lxs turistas que buscan disfrutar de la cuarentena en su segunda vivienda; trabajadores precarizadxs, y sin medidas económicas que les resguarden, aglomeradxs esperando la apertura del metro, exponiendo sus cuerpos al contagio para satisfacer las necesidades de consumo del sector oriente de la capital; la cuarentena finalmente instalada como si fuera un privilegio de clase mientras el gobierno libera a las empresas de la obligación de pagar los sueldos de quienes no puedan ir a trabajar; lxs mismxs que han desalojado a miles de familias y que han saqueado el agua por décadas, llamando a quedarse en casa y lavarse las manos, como si todxs tuviésemos casa, como si todxs tuviésemos agua. El abandono del Estado sacrifica a lxs pobres como lxs primerxs muertxs, en un país en donde “hospital público” y “muerte indigna” ya eran dos conceptos dolorosamente asociados. Tal vez sea cierto que el virus no discrimina, pero el sistema económico y social sí lo hace, poniendo en evidencia la desigualdad que existe entre las vidas que importan y deben ser protegidas, y las que no son consideradas importantes y pueden ser por tanto abandonadas a la enfermedad y la muerte.

La peste llegó, y como en los sueños de los fanáticos del apocalipsis, llegó sacando cuentas: mostrando a la luz lo impresentable, haciendo ostentación de lo insoportable; desgarrando la superficie de lo real, por poco barniz que le quedara. Pero ni en la peor de las pálidas ciberpunk hubiésemos imaginado una distopía de este tipo: gente aislada y encerrada en sus casas, confiándose a internet y al tele-trabajo, otrxs que para poder trabajar se aglomeran y exponen al contagio masivo, la policía reprimiendo en las calles y en las cárceles (aunque eso sí que lo imaginábamos), y el mundo conocido que se muere por inanición, parálisis o insuficiencia respiratoria, mientras Piñera se saca fotos en Plaza de la Dignidad y Don Francisco llama a la gente a donar más plata para una Teletón virtual.

¿Acaso nunca salimos del horroroso Chile? ¿Cómo pasamos, de un momento a otro, de las capuchas a las mascarillas, del “no hay que soltar la calle” al “quédate en tu casa”, de las asambleas y las barricadas a las videollamadas y el autoencierro? 

Una serie de preguntas se viralizan, nos contagian: hacernos preguntas será uno de nuestros antídotos al pánico, un modo de sustraernos al tiempo paralizante de la emergencia que ha despertado el virus. Tememos que sea un infiltrado de la CIA, pero soñamos con que sea un agente de la revolución. ¿El coronavirus, para quién trabaja? ¿A quién le sirve? ¿Y qué es un virus, después de todo? ¿Aberración biológica o ser viviente? ¿Castigo divino de la naturaleza o natural consecuencia de décadas de maltrato extractivista? 

Evidentemente, la culpa no es de ningún murciélago, y no es casualidad si enfermedades como el COVID-19 (pero también el SARS, el MERS, la gripe porcina o la gripe aviar) se transmiten de animales a humanos aprovechando las interfaces de contacto de la cadena productiva. La devastación ecológica que ha causado el proceso de acumulación capitalista no puede sino producir animales enfermos, destruyendo sus hábitats naturales, concentrándolos y confinándolos en los recintos productivos, convirtiéndolos en mercancías cualquiera para ser sacrificadas al Mercado. El sistema agroalimentario industrial se ha construido así como un perfecto caldo de cultivo para pandemias, un medio de evolución para todo tipo de enfermedades infecciosas que son luego irrigadas por los circuitos comerciales internacionales, el canal ideal para su propagación global. Las imágenes insólitas que hoy se viralizan de animales silvestres recorriendo las ciudades desiertas, ¿no deberían recordarnos hasta qué punto la dignidad de esos otros vivientes no-humanos ha sido pisoteada y sus condiciones de vida completamente destruidas?

Por otra parte, en estos momentos en que el pánico nos persigue y más que nunca parece que necesitáramos de protección, nos damos en la cara con que no hay ninguna autoridad en la que confiarnos. Y si los Estados nacionales se muestran incapaces de cuidarnos en estos momentos, no es solo por el progresivo desmantelamiento de políticas de bienestar en favor de la gestión privada e individual, sino también por efecto de su propio carácter represivo y patriarcal, donde protección siempre se confunde con represión y control, mientras las labores socialmente necesarias para la reproducción y sostenibilidad de la vida son invisibilizadas y desempeñadas principalmente por cuerpos feminizados. En la medida que pidamos al Estado que vele por nuestro cuidado y protección, ¿es posible otra respuesta que no sea solo más “seguridad” y vigilancia? 

La pandemia constituye un momento de visibilidad de las potencias y dependencias del mundo invisible que nos rodea, llevándonos por un lado a la experiencia consciente y colectiva del derrumbe de las estructuras sociales, políticas y económicas del sistema-mundo, al tiempo que da el pretexto ideal para el despliegue de acciones de ocupación militar y dispositivos de control y vigilancia mucho más agresivos. 

Ante esta situación, ¿no se hace urgente inventar otras formas de organizar el cuidado y extender redes de solidaridad y apoyo mutuo? ¿Cómo repensamos nuestras relaciones con el mundo natural? ¿Y qué tipo de acuerdos establecemos entre nuestra necesidad de comunidad y los deseos de inmunidad? ¿Cómo imaginar otras formas de cuidado que no sean otorgarle más poder al gobierno sobre nuestras vidas y nuestros vínculos? ¿Y cómo resistir, con otras formas de organización, a la realidad tecno-totalitaria que se expande por el mundo? 

Lxs invitamos a pensar y escribir, a producir prácticas antivirales y contagios de otros tipos, a cuidarse y cuidar a quienes no puedan hacerlo por sí mismxs: a lxs abandonadxs, a lxs viejxs, a lxs asmáticxs, a quienes están solxs, a quienes están privadxs de libertad, a lxs exiliadxs del neoliberalismo a quienes la pandemia pilló lejos, a quienes no tienen los recursos para quedarse en cuarentena, a quienes tienen que salir a trabajar en condiciones miserables exponiéndose al contagio, a quienes han perdido o perderán sus trabajos, a quienes están dedicadxs al cuidado de otros seres, a todxs quienes han visto sus condiciones de vida degradadas hasta lo insoportable. A todxs ellxs: ¡Salud! Levantaremos animitas en cada casa y en nuestros corazones, si es necesario, para invitar hasta a nuestrxs muertxs a las luchas que daremos lxs vivientes, con la convicción de que otro fin del mundo es posible. 

CARCAJ

Revista de arte, literatura y política.

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