Crónica de un hombre desesperado – Carcaj.cl
19 de enero 2025

Crónica de un hombre desesperado

Mañana del lunes 11 de noviembre, el estrés de fin de año arrecia, las olas de calor descienden. El tiempo hecho una vorágine revuelve los acontecimientos como en una masa viscosa. Sin embargo, del fondo de su agitación, un suceso toma la forma de lo que en Chile es conocido casi solamente por películas. Los matinales y las ruedas de prensa proclamaron: “En una sucursal de una AFP en Las Condes, un hombre secuestró a una trabajadora”.

Desde las pantallas vimos rápidamente acordonar el lugar por carabineros, quienes además iniciaron las conversaciones con el captor. Irrumpieron también agentes de fuerzas especiales, y uno de ellos, cubierto completamente con una armadura, explicó a la audiencia que las negociaciones buscaban resguardar la vida de todos los involucrados, incluyendo así a francotiradores parapetados. Afuera, para mayor expectación, se apostaron ambulancias con sus equipos listos para recibir a un herido de gravedad. Este despliegue, casi desconocido para nosotros, fascinó al público televidente.

Dentro de la sucursal las cosas avanzaban con lentitud. El hombre sostenía un cuchillo parrillero y mostraba un aspecto más que amenazador, deplorable. La trabajadora, que se desempeñaba, según los medios, como ejecutiva del servicio de atención al cliente, lloraba con gemidos continuos y lamentaciones ininteligibles. De ella se supo de inmediato que era una mujer de 33 años y que era madre de un niño. Se afirmaba que era su primera semana de trabajo allí, pero su identidad quedó anónima. Del hombre, no obstante, nada se había informado, salvo su exigencia, que se transmitió con cierta incomodidad: “Quiero que me pasen mi plata de la AFP”. Las tomas que circulaban del actuar del sujeto lo mostraban, aunque dialogante, dudoso y a veces exasperado. Más que un captor, comenzó a parecer como un desesperado:

-Cómo es posible que no puedan entregarme mi plata, necesito que me la pasen – le decía a un oficial el secuestrador, rodeando con su brazo izquierdo el cuello de la mujer, que sollozaba con los ojos cerrados y apuntando el grueso y mellado cuchillo a su garganta.

-Ahora estamos conversando con los ejecutivos para que acepten su petición, pero para entregarle el dinero debe primero soltarla a ella.

-Usted también quiere burlarse de mí ¡Pásenme la plata de mi señora! – imploraba el hombre, quien se esforzaba por proyectar un rostro amenazante, pero el sudor que le chorreaba desde la frente y sus ojos irritados revelaban el enorme trabajo que le exigía el papel de secuestrador.

El giro de la trama le quitaba espectacularidad; en vez de un Joker desquiciado que había que abatir, apareció frente a las cámaras un ser mundano, alguien que probablemente arrastraba una vida lastimera y que había que convencer de que desistiera de un arrebato.

Ante la negación rotunda de la empresa en ceder un peso, negación que denominó “conversaciones”, el sujeto colapsó tras siete horas de tensión, se entregó y la parafernalia se desinfló. Los equipos de emergencia se acercaron presurosos para sostener a la ejecutiva liberada, cuyo nombre, por las necesidades de la audiencia, ya había sido revelado: Nicole Vásquez, de La Florida, quien incluso emitió algunas palabras antes de subirse, ilesa, a la ambulancia: “Estoy bien, quiero que toda mi familia sepa que estoy bien. Tuve mucho miedo, pero estoy bien. Ese hombre está loco”, declaró sollozando, y se fue con la estridencia de las sirenas.

La crónica morbosa más que la investigación periodística ordenó reportear la historia del secuestrador, que al terminar la tarde se logró recabar. Su nombre: Marco Antonio Solís. Su edad: 55 años. Estado civil: viudo. Ocupación: cesante hace una década. Sus vecinos de una población en Conchalí, donde vive desde su infancia, lo calificaron de “reservado”, no tenía antecedentes penales, pero estaba sumido en deudas. “Lo poco que hablaba era sobre su mujer y de cómo no podía encontrar pega”, expresó uno de ellos. Fue por eso que había ido a la sucursal de la AFP con un objetivo, en la práctica, imposible: solicitar el retiro de unos fondos.

La esposa de Marco Antonio Solís falleció durante la Pandemia del 2020. Ella tenía un pequeño, pero valioso monto “ahorrado” en una empresa de AFP, y que estaba obligada a traspasar al viudo bajo el rótulo de “pensión de sobrevivencia”. Pero en este caso, como en pocos, el rótulo no era un eufemismo, pues era en serio eso, de sobrevivencia; la empresa decidió entregarle todo el dinero (poco más de un millón de pesos) a lo largo de veinte años, lo que equivalía a depositarle en su cuenta cinco mil pesos cada mes.

Sin embargo, omitiendo todo el tema de esa grosera limosna, la prensa prefirió enfocarse en la salud mental de Marco Antonio. Y un doctor en psicología entrevistado afirmó: “El sujeto manifestaba una grave inadecuación en la capacidad de autocontrol”, siútica referencia a unas consecuencias que, por cierto, son obvias. Por el contrario, nada se habló de las causas, y que no parecen ser meramente personales; nadie le preguntó a ese intelectual sobre cómo la angustia o la desesperación perturban lo poco que alguien, a veces, puede dominar de sí. Pero, siguiendo el enfoque meramente individual, la noche de esa misma jornada los medios informaron que un fiscal formuló sobre Marco Antonio Solís los cargos de secuestro consumado y de homicidio frustrado.

Aunque Marco Antonio Solís, en el fondo, no era un delincuente común, si aceptamos que delincuente es el que hace de la depredación una labor más o menos calculada. Su rol como secuestrador en nuestra sociedad fue más bien circunstancial. Apreciemos bien a este hombre: vivía en una comuna periférica, endeudado y sin trabajo, sin contactos, sin un apellido cuico de varias erres que le confiriera algún puesto irrelevante en una sección de la empresa de un amigo o familiar. Marco Antonio Solís, por el contrario, perdió sus aspiraciones económicas a los 45 años cuando fue despedido como guardia de retail. Su formación escasa y la deshumanización del Mercado, que ante todo consume juventud, lo convirtió tempranamente en un ser humano inútil y desechado. Y además, oscuramente solitario.

-No tenemos contacto con él – reveló escueta una hermana de Marco Antonio Solís en el reportaje vespertino sobre el caso -. No sabemos nada de él desde que se supo que había abusado de una menor de edad hace algunos años.

Curiosamente, sobre ese hecho no existe denuncia formal. De todas formas, se perfila igual la silueta de un ser desequilibrado mucho más complejo, como también el rastro de un camino medio perverso. Y habría que preguntarse, si se quiere juzgar completamente a este sujeto, hasta qué punto las personas gobiernan sus actos. ¿Escogemos la secuencia de cada uno de ellos? ¿O somos conducidos por otros poderes al tomarlos?

Desde el punto de vista del papel de secuestrador que tomó Marco Antonio Solís esa mañana del 11 de noviembre, debemos decir que hay más e importantes responsables. Él mismo lo sabía de alguna manera, reconocía que algo lo había empujado a semejante determinación: “Ella también es cómplice del sistema”, afirmó a un carabinero con quien dialogaba en referencia a la ejecutiva que retenía con un cuchillo. Con esa idea, el secuestrador pudo haber elegido a cualquiera de nosotros, aunque no trabajemos en ninguna de esas empresas de fondos de pensiones, pues todas y todos somos cómplices al tolerarlas. Y ante esa alusión al sistema, ¿quiénes son los responsables de, como todos sabemos, imponerlo? Hay personas que obligan a vivir a otros bajo una angustia constante, y a eso lo llaman “ley” o “buen gobierno”; no hay que nombrar a nadie. Sólo pensemos esto: ¿existen, acaso, seres capaces de conspirar y coludirse para jugar a las apuestas bursátiles con nuestras necesidades elementales? La respuesta yace alojada en tres comunas.

Nicole Vásquez dejó de trabajar en aquella sucursal días después, incapaz de enfrentarse cotidianamente al escenario de su tormento. Para Marco Antonio los meses pasaron y se convirtió en una cifra más de las estadísticas carcelarias. A nadie parece importar sus palabras e impresiones. También: ¿qué sintió al ver que se manifestó ante esa mujer que capturó como un maníaco peligroso? Nadie lo sabe. Tal vez Marco Antonio esté arrepentido, tal vez no, y ahora cavila confundido a la sombra.

Por su parte, la AFP involucrada se remitió a un silencio absoluto, denotando más incomodidad que preocupación por los hechos, como si a sus ojos el episodio fuese un exabrupto, un evento desafortunado, un mal rato que esperaban fuera al otro día superado.

Por esa actitud de desprecio seguirán levantándose todos los días cantidad de otros desesperados, pero cuyos nombres y desmesuras nunca conoceremos o se nos informarán brevemente como fugaz crónica roja.

Josep Verdura

Josep Verdura es el pseudónimo de un profesor que vive y trabaja en Colina. Nació en 1990 y ha colaborado en la Editorial Eleuterio.

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