El fin de la historia de-Lira
Empiezo a escribir esto en la soledad de una noche de navidad tras llegar de la visita familiar. Con el pasar de los años, esa soledad posterior al jolgorio que alarga la noche se ha convertido en uno de mis momentos favoritos del año, otrora mi infancia era el momento mismo de abrir los regalos. Esto coincide con la regularidad con que mis fines de año me han pillado en momentos fatalmente concluyentes: muertes, rupturas amorosas, proyectos de amor que no llegan a ser o la simple soledad. El presidente electo Gabriel Boric hizo un llamado a acordarse de los que se sienten solos en estas fechas, acentuando el aumento de suicidios que ocurren por lo mismo. Pienso a Rodrigo Lira como poeta del autoboicot, el que se suicida un día después del nacimiento de Cristo (su cumpleaños), recogiendo la tendencia fuertemente autodestructiva de la generación del ’50 y la perspectiva del bufón que se burla de sí mismo para asustarlos a todos:
“…nacido el 26 de diciembre de 1949 a las 11:30 A.M
hastiado y harto -y harto- de experimentarse a sí mismo como
huna hentidad hincompleta”
El mero uso de esa “h” me produce un vacío estremecedor, una parálisis que va directamente a lo Real: el vacío abismal que me interpela y me pregunta ¿por qué necesitas esto?. Lira se lo cuestiona, pero sigue, y lo hizo porque no tenía otra alternativa. O al menos eso creyó. Al lado de esa mudez, declaraciones como las de su maestro Lihn (“Ocio increíble del que somos capaces yo he estado almacenando/ mi desesperación durante este invierno”), parecen versos de un niño de pecho aburrido en una época (fines de los ’60) del que voluntariamente quiso ser escéptico. Lira no tuvo otra opción.
Del mismo modo que Pablo de Rokha, Rodrigo Lira se ha convertido en una suerte de ícono pop y contracultural al mismo tiempo (tal vez los tiempos han deshecho esa oposición) para una generación de jóvenes depresivos dentro de una época altamente mediatizada que él ya sintió como tal. Y se hace partícipe, Lira se arrojó a cada abismo que vio al frente. Uno podría imaginar “Angustioso caso de soltería” como el perfil de Tinder de un incel criollo, pero también habría que sincerar que la angustia sexoafectiva adquiere narrativas así de desesperadas en los relatos mentales de muchos hombres. Y Lira lo dice así porque sabía que la escritura de un poeta de altura debe ser radicalmente honesta: si la poesía dice verdades que no pueden ser dichas de otra forma, no hay que guardarse nada en una época horrible.
El sujeto de-Lira[1] (colapsa) ante los mandatos sociales.
Históricamente, de hecho, los procesos de individuación y atomización neoliberal, además del desempleo rampante en los años de la dictadura, aumentaron progresivamente la participación laboral femenina, lo que también le significó una mayor autonomía (que no es lo mismo que libertad, por cierto). El angustioso caso de Lira es también la dificultad del hombre atomizado que no sabe comportarse en un escenario en el cual es cada vez menor la presión social para una mujer de tener una familia, pero que a su vez es aún demasiado presente, puja aún con todo por existir, pero ya no le cae como regalo al hombre por simple inercia social.
Algunos críticos literarios han situado a la generación del ’50, al menos en su expresión urbana y cosmopolita, como aquella que da una conciencia poética sistemática en torno al enfrentamiento del sujeto con la gran maquinaria moderna, pero en Lira eso ya no es simplemente un dilema kafkiano (que lo es), sino que es el padecimiento total de la mercantilización de la vida completa. Dicho proceso es sumamente contradictorio porque genera toda una simbología en la cual, si se siguen determinados patrones o se hacen determinados esfuerzos, se llegaría al anhelado éxito en la vida económica, social y afectiva. Lira toma mucho de ese lenguaje para degradarlo en su maquinaria poética. Pero ese patrón, a su vez, es tensionado por la crisis de los mandatos sociales clásicos que la propia mercantilización se encarga de precarizar mediante los procesos de individuación (tener una pareja estable, una familia, estabilidad económica, seguridad personal) que son en el fondo expectativas patriarcales. Esa es la vibra que Lira, en su ego inmenso, lo llevaron a la soledad, la incompletitud, la desesperación. Lihn escribe un culposo texto en su introducción al “Proyecto de obras completas”, pero nunca se arrepiente de ser un cultor de ese ego, no el de Lira (también), sino el de todo el que ha estado impreso en buena parte de la tradición poética masculina de Chile. Un ego neoliberal que prohombres de la literatura como Nicanor Parra o Neruda fueron especialistas en cultivar.
Pero Lira nos regaló el límite, su ansiedad es nuestra ansiedad, su exceso de palabras recuerdan mucho la vergüenza, y el nexo que hace con su vida delatan mucho nuestra propia contradicción con la necesidad de «ser alguien en la vida», cuestión que, a mi parecer, Lira logró con creces si se aplica aquel principio a lo que es ser un poeta. La de Lira es una radical escritura política, en el sentido de que intervenía la realidad inmediata a la que se enfrentaba (performática), siendo jodidamente consecuente consigo mismo y con cierta idea de arte rupturista que hoy, en parte, se extraña por lo perturbador que es en aplicar sus principios artísticos a la vida: la vanguardia de-Lira. Dicho esto, considero que el excesivo énfasis de la crítica literaria respecto a la supuesta «ilegibilidad» de Lira no es tal. En esta época, al menos, se aparece como una poesía particularmente prístina en la oscuridad que aborda, tal vez ya sea por el mero aprendizaje de la tradición poética o por las circunstancias históricas actuales (ambas, lo más seguro), la destrucción del lenguaje de Lira parece peligrosamente familiar, tanto en sus abusos como en sus aciertos. Pero esto no implica que la poesía de Lira sea unívoca, sino que la existencia a la que se enfrenta presiona demasiado por serla, y por eso estalla. La fractura del lenguaje de Lira es el shock que siente frente al horror y el absurdo, que suelen ir bastante de la mano, y en su poesía se separan y se vuelven a juntar adquiriendo efigies propias, más reales. Probablemente Lira logró en algunos momentos sentirse tranquilo al escribir, pero hay poco de terapéutico en sus poemas. Y vale la pena intranquilizarse.
Es muy decidor que la consumación de este proyecto alcanza su epítome al momento de su suicidio, los poemas no se cansaban de anunciarlo. Es la expresión a la que un parriano jamás habría llegado: esa es una escritura que abiertamente apuesta por la sobrevivencia a través del ego burlesco (“la palabra arcoíris no aparece en ninguna parte/ menos aún la palabra dolor” dijo Nicanor en sus Poemas y Antipoemas, en un afán que desde acá se ve tan evasivo), a Lira tal vez le importaba más el pervivir de su experiencia. La crisis perdura en tanto el conflicto histórico que lo atraviesa sigue vigente, pero también su desarrollo a través de estas cuatro décadas ha mostrado tener alternativas que Lira no tuvo. A él lo imagino diciendo frente a su máquina de escribir: “si ustedes quieren que sea esto, seré esto con todas sus letras”, ensayando así sus inflexiones más rupturistas.
El cristo de-Lira (murió) por todos nosotros (¿Amén?).
La ironía de Lira es la que vacía, pero también añora
cierto fundamento, que es lo que también se muestra en su propia búsqueda
egocéntrica, el fracaso que tanto buscaba evitar. La radicalidad de su crítica
envuelve un escepticismo profundo que no es capaz de asumir todas sus
consecuencias. Tal vez simplemente no
se puede. Walter Benjamin decía que en la modernidad el heroísmo solo podía
encontrarse bajo el signo del suicidio. Lira no quería ser mártir, pero lo fue.
Él disfrutó del proceso de aislamiento social que el hippismo universitario y la vanguardia cultural encuadró durante (y
gracias a) la dictadura respecto al resto de las capas sociales, especialmente
de los sectores populares, produciendo los ambientes extraños que conocemos
hasta el día de hoy. Su protesta también apuntaba contra esa tranquilidad, esa
“buena onda”, logrando interpretar una época desde un lugar semi-privilegiado
forzado a renunciar a esos privilegios (en parte por su salud mental). Y se
rebeló haciéndole frente desde la soledad del escritor, intuyó una falsedad en
ese comunitarismo. Pero, y esto lo digo tal vez solo para dormir tranquilo,
creo que esa afrenta, siempre muy necesaria, hoy nos podría invitar a un simple
llamado a la calma: por mucho que el arte pueda tener la capacidad de
perturbarlo todo, no deja de ser simplemente arte. Hoy día también podemos
pensarnos y querernos más allá de las expectativas sociales sin caer en la
locura desenfrenada. Nuestra salud mental pide a gritos desarrollar otro tipo
de lazos más allá de la perversión de la familia. La escritura es algo más que
estar solo sentado frente al cuaderno o el computador. Que el alarido sea
multitudinario. Lira también pensaba como si todos los niños hambrientos de
Chile fueran sus parientes, también los angustiados y los abandonados de todas
las edades. Lira murió para nunca más estar solo.
[1] Debo en parte este juego de palabras a la tesis doctoral del profesor David Wallace titulada “El modernismo arruinado” (2011).