Afiche cubano (intervenido)
El otro filósofo enmascarado
Sobre ¿Un escritor? Pesquisas en torno a la muerte del autor, de Martín Cinzano. (Santiago, LOM Ediciones, «Texto sobre texto», 2020, 215 p.)
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En «Pierre Menard, autor del Quijote», relato publicado en 1944 en el libro Ficciones, Jorge Luis Borges narra la asombrosa historia de un francés que, cuatro siglos después, vuelve a escribir la conocida novela de Cervantes. El personaje en cuestión, Menard, no modifica nada del texto original; esto no es en absoluto necesario, ya que, en la Francia de los años treinta, el significado de todas las palabras, o de casi todas, difiere totalmente del que tenían en la España del siglo XVI. No obstante, si bien a primera vista puede parecer una edición idéntica, este Quijote es un tanto diferente, pues su autor lo reinterpreta según su propio bagaje cultural, literario y filosófico. Borges, que en su época anticipó varios debates teóricos, dio así la primera representación alegórica de la «muerte del autor», que, posteriormente, Roland Barthes declararía en su artículo «The Death of the Author», publicado en 1967 en la revista neoyorquina Aspen y traducida al francés un año más tarde en la revista marsellesa Manteia1.
Este artículo, como sabemos, introduce importantes cambios de corte epistemológico. Barthes, siguiendo la línea de Borges y de sus predecesores, sustituye al autor (su biografía y su intención) como factor explicativo fundamental de la obra por la lengua. En efecto, desde su punto de vista, esta última actúa y expresa mucho más que el yo del primero. De esta manera, deconstruye al autor como único garante del sentido de la obra para otorgarle todo el poder al lector, que ahora puede interpretar los textos como mejor le parezca. Esto lleva a Barthes a afirmar, por ejemplo, que «la unidad del texto no está en su origen, sino en su destino» o que «el nacimiento del lector se paga con la muerte del autor»2. Ahora bien, ¿podemos decir, al día de hoy, que el autor está «muerto»? ¿Ha «desaparecido» solo para volver con más fuerza, como parece sugerir su omnipresencia en los medios de comunicación, que desde finales del siglo pasado no han parado de multiplicarse?3 ¿Se ha ausentado realmente alguna vez? Cuarenta años después de que este caso viera la luz, Martín Cinzano retoma la investigación en ¿Un escritor? (Pesquisas en torno a la muerte del autor), un libro publicado hace poco en Santiago de Chile, en la colección «Texto sobre texto» de LOM Ediciones.
En la frase anterior, «caso» e «investigación» no son metáforas. Este libro, descrito por el propio autor como un «relato policial» (p. 10), es un objeto bastante curioso. Gilles Deleuze, en el prefacio de Diferencia y repetición, asegura que «un libro de filosofía debe ser […] una especie muy particular de novela policial» donde la búsqueda metódica de pruebas va acompañada de razonamientos destinados a resolver un drama4; Cinzano le toma la palabra y crea un detective ficticio, desprovisto de identidad (se le llama de modo genérico «el detective»), que se encarga de llevar a cabo la investigación sobre la trágica «muerte» del autor. Aunque principalmente filosófico, el enfoque adoptado en ¿Un escritor? alterna también aspectos de la teoría literaria, la historiografía, la lingüística, la sociología y la propia literatura, a la que el detective de Cinzano suele recurrir para ilustrar algunas de las cuestiones que trata a través de la ficción. Si bien rechaza de manera implícita el dominio excesivo del yo al crear un personaje desde cero para dar a conocer su pensamiento, este ensayo vuelve a la concepción original del género tal como lo practicaba Montaigne, la cual remitía a una «pensamiento puesto a prueba, que practica el conocimiento y que prefiere el proceso y el movimiento a la reflexión acabada y cerrada».5
El libro se compone de tres capítulos, que, a su vez, se dividen en varios apartados. En el primer capítulo, titulado «Despedidas», el detective, sin esconderse, sigue su instinto y se centra en el caso de esos autores que, como Rimbaud en Una temporada en el infierno, se despiden sin verdaderamente despedirse. De hecho, el «Adiós» es un poema más de Rimbaud, de modo que, incluso cuando pretende renunciar al arte, el artista sigue constituyéndose como tal.6 Desde el primer momento, el detective, al igual que sus lectores, se encuentra confrontado con una interesante paradoja: para abandonar la literatura —si es que esto es posible— resulta necesario pasar por ella, a riesgo de ser menospreciado e incluso relegado a la periferia de la historia literaria (p. 35). Y Rimbaud, por cierto, no es más que la punta del iceberg. ¿Cuántos escritores se han despedido de la escritura incluso antes de ser leídos? Esta pregunta nos lleva a la siguiente: ¿es imprescindible publicar lo que se ha escrito para ser considerado escritor? El detective, citando al historiador del libro Roger Chartier, diferencia al escritor, la persona que ha escrito un texto, que puede que nunca se difunda, del autor, que precisamente recibe este calificativo porque ha publicado un texto (p. 28-29). El estatuto de escritor sería, por consiguiente, clandestino, mientras que el del autor estaría condenado a la visibilidad, esto es, a una renuncia y una «muerte» complicadas, por no decir imposibles (p. 25). El escritor, si quiere, tiene la posibilidad de huir y de abandonar la escritura, ya sea temporal o permanentemente, pero el autor no lo puede hacer de ninguna manera, ni siquiera cuando finge despedirse.
Otra preocupación presente en la mente del detective a lo largo de este primer capítulo es la referida a la literariedad, es decir, al carácter de lo que es literario. ¿A partir de qué momento una palabra de nuestro mundo pasa a formar parte de ese ámbito? ¿Lo hace realmente o solo en apariencia? Tomemos como ejemplo la siguiente proposición: «De cuyo nombre no quiero acordarme». Si bien evoca en buena medida el íncipit del Quijote, no deja de ser una proposición banal, que puede aparecer en la lengua de todos los días.7 Como ninguna palabra pertenece por naturaleza a la literatura, el detective deduce que la literariedad debe buscarse fuera de las particularidades y posibles combinaciones de cada una de ellas, que son infinitas o casi. Especula que la literariedad se encuentra en parte en la relación existente entre las palabras y la realidad, que la literatura se esfuerza por conciliar a sabiendas de que las primeras nunca bastarán para representar a la segunda. La relación entre los referentes y los referidos no es más que una convención, destinada a colmar el vacío sobre el que descansa toda la literatura, que, por otra parte, sabe que está hecha de vacío, siendo esta una de sus particularidades con respecto a los discursos no literarios. El escritor es consciente de este vacío, que se afana por llenar a pesar de que la batalla está perdida de antemano. Esto le permite al detective establecer otra diferencia entre el escritor, que no posee más que vacío, y el autor, que tiene uno o más textos publicados con su firma, de la que ni siquiera su «muerte», ya sea real o metafórica, podrá desvincularlo (p. 54).
Seguidamente, da comienzo el segundo capítulo, «El decreto», donde el detective insiste en la constatación —ya muy extendida— que hace desde las primeras páginas, según la cual la profecía de la muerte del autor, a pesar de su persistencia y de las numerosas (re)formulaciones experimentadas, no se ha cumplido8:
Al declarar su «muerte» se intentó desplazar al autor como clave privilegiada de lectura, pero el detective no está seguro de si dicho desplazamiento se ha llevado a cabo o ha sido completamente efectivo; pasados más de cuarenta años del decreto, las palabras de Barthes, por lo menos al nivel de la enseñanza escolar y universitaria, así como en el despliegue de la crítica periodística, no dejan de dar cuenta de la permanencia y de la buena salud del imperio: «Aún impera el autor en los manuales de historia literaria, las biografías de escritores, las entrevistas de revista y hasta en la misma conciencia de los literatos, que tienen buen cuidado de reunir su persona con su obra gracias a su diario íntimo»9. Se continúa, hoy, hablando de «autores»; la consulta directa a la personalidad de un autor para descifrar lo que ha querido decir es frecuente en varios ámbitos de la cultura. […] Y muchos autores se solazan hoy hablando y fotografiándose y promocionándose a sí mismos; son más que nunca, y de manera aplastante, miniagencias de publicidad de sus propias «personalidades» (p. 71-72).
En opinión de Barthes, el autor es siempre una persona identificable que existe fuera del texto, mientras que el escritor no está dotado de ningún ser porque, para él, la escritura es ese lugar neutro que provoca la «destrucción de toda voz», donde «acaba por perderse toda identidad, comenzando por la propia identidad del cuerpo que escribe»10. Sin embargo, el autor sigue estando muy vivo y, de hecho, hoy en día muy pocas personas lo diferencian del escritor. Habida cuenta de la visibilidad de la que gozan los autores en nuestra época, la cual es proporcional a la multiplicación de los medios de comunicación, y de la imposibilidad, por definición, del escritor de ser visible so pena de dejar de serlo, el detective llega a preguntarse si no sería este último quien hubiera ocupado el lugar del difunto (p. 80).
En el segundo capítulo, el detective también se detiene en otro intento de asesinato del autor, menos explícito y más secreto que el de Barthes: el de Michel Foucault, quien, después de explicar detalladamente lo que era la «función-autor», concedió una entrevista al periódico Le Monde bajo el nombre del «filósofo enmascarado», publicada en el suplemento dominical del 6 de abril de 1980.11 Optó por el anonimato para dejar de ser durante un instante «Foucault», un nombre que consideraba demasiado conocido, tanto que ya primaba sobre el contenido de su reflexión. El escritor mexicano —¿debería decir autor?— Mario Bellatin trató asimismo de reflexionar y reorganizar la relación entre autor, texto y lector, pero de una forma mucho más radical, en una experiencia bastante insólita que el detective podría haber tenido en cuenta en su investigación. En 2003, en el Instituto de México de París, Bellatin organizó un coloquio en el que el público, que esperaba asistir a un encuentro entre cuatro importantes novelistas mexicanos (Margo Glantz, Salvador Elizondo, Sergio Pitol y José Agustín), se sorprendió al ver llegar a cuatro actores que, pese a su poco parecido físico, estaban encargados de «duplicar» a los novelistas en cuestión. Estos actores se habían preparado durante varias semanas para recitar sin problemas los textos escritos especialmente para la ocasión por los novelistas. De este modo, Bellatin eludía la convencional puesta en escena de los autores, de la que él mismo es un aficionado, en un intento de estrechar el vínculo entre el público y los textos.12
Finalmente, en el tercer capítulo, que se titula «Redadas», el detective reflexiona sobre la noción de obra a partir del caso de Joseph Joubert, escritor que jamás publicó un texto en vida. Joubert escribió mucho sin preocuparse por dejar, tras su partida, un legado literario: decía que era como un arpa eolia, un instrumento que produce sonidos muy agradables, pero que nunca interpreta ninguna melodía (p. 153). Como sus textos se recuperaron, editaron e imprimieron después de su muerte, ¿se puede considerar a Joubert un autor?, ¿podemos decir que es un autor sin obra?13 Obra, por cierto, difícil de definir como tal, dado que ni él le encontraba una unidad subyacente y que además se negaba a dar explicaciones sobre la misma. En efecto, para Joubert, como para su coetáneo Emmanuel Kant, que consideraba que el genio del artista residía en su incapacidad para razonar su práctica del arte, era tarea de la academia —de los profesores universitarios— delimitar, justificar, interpretar y enseñar las obras, de tal manera que las generaciones de genios posteriores pudieran inspirarse en ellas y producir a su vez sus propias obras originales, que también serían descifradas por la academia, etc. No fue necesario esperar hasta el año 1968 y la publicación del artículo de Barthes para que este prototipo del artista asediado por su genio sin poder explicarlo, como la persona alcanzada por un rayo, fuera rechazado. Tras Joubert y Kant, Edgar Allan Poe, en The Philosophy of Composition (1846), explicó paso a paso la composición de su poema «The Raven». Sin embargo, todavía hoy es frecuente oír hablar del «genio» de algunos artistas, incluso en las universidades, establecimientos donde este concepto debería ser, si no superado, al menos puesto en tela de juicio. El detective constata, pues, que el autor es un muerto aún muy vivo, añadiendo: «De modo que así como hay razones para decir: “la concepción del artista genial y original ha sido claramente puesta en duda y al final superada”, también las hay para afirmar que se sigue prefiriendo el artista a la obra» (p. 167). Esto explicaría en parte el extraordinario éxito de filósofos como Friedrich Nietzsche, argumenta el detective, quien se sorprende de que sus libros sean tan famosos hoy en día en México, incluso en los mercados más populares, donde se venden junto a artículos domésticos y comida local. Nietzsche, para quien toda gran filosofía era una especie de autobiografía no declarada (p. 172), supo, como pocos antes y después de él, introducirse en persona en sus ensayos filosóficos. En el ámbito de la ficción, este mismo culto del autor, que no ha menoscabado la declaración de su muerte, es, a mi juicio, uno de los factores que inciden en el éxito de la autoficción, la cual, pese a incesantes críticas, no ha hecho más que ganar relevancia en las últimas décadas, hasta culminar con el Nobel otorgado recientemente a Annie Ernaux.
De por sí, la presencia en un libro académico de un detective tan erudito en filosofía y literatura no deja indiferente, pero otro elemento transversal que ha suscitado mi interés ha sido el cuestionamiento, constante en las reflexiones de dicho detective, sobre el desarrollo y la difusión de la investigación en humanidades. Hay muchos ejemplos, aunque solo mencionaré el primero, a mi parecer uno de los más reveladores. Desde el comienzo de su informe, el detective se pregunta si, para investigar la muerte del autor, resulta oportuno o no recurrir a otros «expertos» y a otros tantos «autores» que hayan abordado el tema (p. 29). Cita esta declaración de Gilles Deleuze, la cual cuestiona precisamente la validez de la cita:
La historia de la filosofía siempre ha sido el agente de poder dentro de la filosofía e incluso dentro del pensamiento. Siempre ha jugado un papel represor: ¿cómo quieren pensar sin haber leído a Platón, Descartes, Kant y Heidegger, y tal o cual libro sobre ellos? Formidable escuela de intimidación que fabrica especialistas del pensamiento, pero que logra también que todos los que permanecen fuera se ajusten tanto o más a esta especialidad de la que se burlan. Históricamente se ha constituido una imagen del pensamiento llamada filosofía que impide que las personas piensen14.
Salvando las distancias, se podría afirmar lo mismo de la literatura y del arte en general. Cuando nos convertimos en autores, ¿contribuimos involuntariamente, como investigadores, a esta escuela de la intimidación que fabrica especialistas del pensamiento?, ¿impedimos que la gente piense mientras creemos que hacemos lo contrario? Si es así, ¿cómo podemos detener este fenómeno?, ¿citando menos o intentando desaparecer en la medida de lo posible como autores? Todas estas cuestiones suscitan debate y el detective no las responde o solo con matices, como hace con todas las demás cuestiones que plantea su investigación. Esta preocupación por analizarlo todo sin dar nunca repuestas categóricas procede, si mi lectura de este ensayo es correcta, del deseo de Martín Cinzano de evitar convertirse en ese autor demasiado prescriptivo denunciado por Deleuze.
En una «Nota (que se pretende) final», Cinzano especifica que escribió este ensayo al mismo tiempo que una novela policial que escenifica la muerte del autor de varias formas. Sin embargo, el trabajo no contiene ninguna conclusión, en el sentido de síntesis o de una nueva hipótesis que surge como consecuencia del desarrollo de un discurso razonado. Esta ausencia, desconcertante si nos atenemos al formato habitual del libro universitario, es coherente con el estilo más cuestionador que afirmativo del autor, que él mismo define como un «permanente slalom» (p. 27) sin dirección ni destino preestablecidos. Debo aclarar, por tanto, que, al resumir y al reorganizar ¿Un escritor? como he hecho en esta reseña, no solo no le he hecho justicia, sino que, y esto puede ser aún más problemático, he ido en contra de lo que interpreto como el intento del autor por desaparecer tras toda una serie de ideas que se encadenan sin planificación previa por su parte. Citando al filósofo chileno Pablo Oyarzún, el detective explica que apuesta por una «escritura pensante», por un «pensamiento que (se) escribe» (p. 80) poco a poco, sin premeditación y, por consiguiente, con una intervención supuestamente menor del autor. Una vez más, ¿tiene realmente un autor la posibilidad de desaparecer, incluso cuando trata de esconderse con más o menos éxito detrás de un detective ficticio que no organiza (o finge no organizar) su discurso? Esta es otra de las preguntas que este ensayo deja sin respuesta. Tras la muerte de Foucault, Le Monde lo traicionó al revelar su secreto, hasta entonces bien guardado, «desenmascarándolo» públicamente. Para terminar, me permitiré desvelar a mi vez, pero únicamente a medias, uno de los secretos de Cinzano, quien, como en una buena novela, género con el que coquetea sin parar, procura no contarlo todo. Quien conoce a Martín Cinzano sabe que es otro «filósofo enmascarado», un investigador de la Universidad Nacional Autónoma de México que se oculta tras un seudónimo.
[**] Reseña publicada originalmente en COnTEXTES. Revue de sociologie de la littérature <https://doi.org/10.4000/contextes.11010
1 Mario Rodríguez Fernández, «”Pierre Menard, autor del Quijote”. Biografía de un lector», Revista chilena de literatura, n.º 67, 2005, p. 103-112.
2 Roland Barthes, El susurro del lenguaje. Más allá de la Palabra y la Escritura, Buenos Aires, Paidós, 1987, p. 71.
3 Al respecto véase Jérôme Meizoz, La littérature en personne. Scène médiatique et formes d’incarnation, Genève, Slatkine Érudition, 2016, y Vincent Kaufmann, Dernières Nouvelles du spectacle (ce que les médias font à la littérature), Paris, Seuil, 2017.
4 Gilles Deleuze, Diferencia y repetición, Buenos Aires, Amorrortu, 2009, p. 17. Traducción de María Silvia Delpy y Hugo Beccacece.
5 Annie Perron, «Essai», en Le Dictionnaire du littéraire, bajo la dirección de Paul Aron, Denis Saint-Jacques y Alain Viala, Paris, PUF, 2002, p. 251-253 (p. 251).
6 En América Latina, un ejemplo más reciente y trágico de abandono del arte (e incluso de la vida) a través del arte, del que curiosamente no se habla en ¿Un escritor?, es el del escritor peruano José María Arguedas, cuya novela El zorro de arriba y el zorro de abajo termina con el anuncio de su suicidio, que tuvo lugar el 28 de noviembre de 1969.
7 «En un lugar de la Mancha, de cuyo nombre no quiero acordarme, no ha mucho tiempo que vivía un hidalgo de los de lanza en astillero, adarga antigua, rocín flaco y galgo corredor» (Miguel de Cervantes Saavedra, El ingenioso hidalgo don Quijote de la Mancha, Madrid, Cátedra, 1992. Edición de John Jay Allen).
8 Para un resumen de estas «muertes» del autor, unas veces reafirmadas y otras negadas, véase por ejemplo Dominique Samson, «Le spectre de la mort de l’auteur», L’Homme & la Société, n.º 147, 2003, p. 115-132.
9 Roland Barthes, art. cit., p. 66.
10 Ibid., p. 65.
11 Foucault realizó tres conferencias sobre la «función-autor» entre febrero de 1969 y marzo de 1970, disponibles en los tomos I y II de Dits et écrits (1994).
12 Florence Olivier, «Escritores duplicados/Doubles d’écrivains (19 septembre-1er novembre 2003)», América. Cahiers du CRICCAL, n.º 54, 2021.
13 Sobre este tema, véase el libro de Jean-Yves Jouannais, prologado por Enrique Vila-Matas con motivo de su reedición: Artistes sans oeuvres. I would prefer no to, Paris, Verticales, 2009 [1997].
14 Gilles Deleuze y Claire Parnet, Diálogos, Valencia, Pre-Textos, 2004, p. 17. Traducción de José Vázquez Pérez.