Collage: Nicolás Slachevsky
En busca del tiempo que tarda una foto en caer de tu pared
Hay habitaciones llenas de fotos. Algunas se van tapizando casi por casualidad, lentamente, a medida que su habitante se desenvuelve y rearma con otros (o consigo mismo). En otras es más bien al revés: se levanta un modelo inicial desde la habitación, una propuesta con cierto formato -tal vez un collage apurado una noche de procastinación- para luego intentar modelar con él día a día, a la caza de nuevos “lienzos”. Mi habitación también está llena de fotos. Pero casi ninguna la tomé yo, o siquiera alguien que yo conozca. Mi habitación está llena de fotos, y también de dibujos, ilustraciones, rayados informes; habitan las paredes y también varios archiveros, donde compiten pacientemente por ser la siguiente en ser ventilada. En mi cajón descansan unos esquemas, bosquejados por alienígenas. En el pequeño tacho de basura blanco se acumulan garabatos; en muchas poleras -terriblemente dobladas al interior de la cómoda- sonríen coloridos monstruos.
La mayoría del tiempo las fotos permanecen estáticas, aunque a veces, en medio de algún disco de Swans, uno que otro personaje salta de cuadro en cuadro, cual pared de Hogwarts. Desde niño siempre quise tener una pieza tapizada de imágenes, y hoy tengo la seguridad que fue porque la tele me lo propuso como una vía rápida para lograr alguna identidad. Debo haberlo visto en alguna película, o serie. Hoy me di cuenta que esta pieza parece ser la escenografía de alguna película que no se ha escrito, y creo que hace sentido, pues la gente recuerda más las escenas de la vida real cuando se asemejan a alguna película. O alguna serie, en la tele. Se van retroalimentando, ficción y realidad: el recuerdo se refuerza con la fábula, y la fábula revive lo latente del recuerdo. La fábula nos hace volver a donde creímos alguna vez no se podría volver.
Entonces se relevan estos deseos, estas ansias de anclarme en algún lado — o tal vez, de dejarme anclar, aquí, por este cuarto blanco, donde hace seis años no había más que un velador cojo. Así fue como me preocupé de armar estos muros, para asegurarme que vivir aquí fuese indeleble, que escribir aquí fuese indeleble, y aún más, que para quien pasase por aquí alguna postal quedase, aunque fuese pequeña. Tal vez no recuerden mi voz, o mi cara (tal vez ni siquiera haya estado), pero quedará el color de un atardecer colgado metro y medio sobre el piso y un metro a la izquierda de la ventana; o tal vez la portada de revista que trajo un amigo desde un avión proveniente de Brasil, y que reposa plácidamente hace cuatro años entre un póster de una obra de teatro y un dibujo de mi hermana cuando era muy niña. Creo firmemente que ese tipo de instantáneas (de las que luego olvidamos todo menos la sensación en sí) son los hilos con los que se tejen, unas horas después, nuestros sueños.
El tiempo avanza y me voy olvidando por qué o de dónde saqué tal o cual cuadro, lo que me hace recordar una frase que oí en el teatro hace tiempo, en una obra que se llama “Conferencia sobre la lluvia”, de Juan Villoro. Allí el protagonista, un bibliotecario que se apresta a dictar una clase magistral sobre la lluvia, pierde los papeles antes de comenzar. “Perder los papeles es perder la compostura”, dice el pobre bibliotecario, a punto de verse en la obligación de improvisar su conferencia. Sí. Perder los papeles es perder la compostura, los ejes, transformarse en un punto suspendido, equidistante a todo. Y cuando se pierde lo que íbamos a decir, cuando la lengua se enreda o tal vez los dedos; cuando de pronto no reconozco estas paredes y se tornan ajenas, pues no son yo y ya no soy nadie: entonces, ahí, improvisamos. Improvisamos sobre qué tomamos de once el día que fuimos a esa exposición que ahora tiene su espacio justo al lado del librero, en un catálogo de 10×15 adherido a la muralla con un trozo de adhesivo en su última página. ¿Cuándo fue? ¿Nublado o soleado, en bici o en metro, volví a casa directo o pasé por el boliche de siempre? En la pared descascarada se desgasta el recuerdo; reposo así en ellas una parte de esa labor que también es el olvidar, y en eso, el comenzar a habitarse nuevamente.
Y si las paredes son memoria y la memoria es identidad, entonces definitivamente algo de nosotros deja de ser nosotros cuando se cae el folletín que estaba lleno de polvo en la esquina de la habitación, casi tapado entre boletos de micro y anuncios de algún museo. El polvo: solo lo retiramos de los objetos que seguimos ocupando, o siguen significando, en cualquier caso. El folletín: por algún motivo es que ya no le puse más adhesivo. Cambio de cuadro, entonces: un elemento de la escenografía se ha visto alterado. Las obras que se desarrollan en las piezas son lentas, lentísimas; como una pandemia que un día comienza y recién cuatro meses después tiene colapsado un continente completo, aunque convengamos, claro, que cuatro meses es lento solo en esta época, donde esperar una hora significa su buen trozo de eternidad.
Igual, decir que las obras que ocurren en piezas son lentas no implica que sean constantemente lentas, cual película con ritmo de ola tranquila. En realidad, una habitación se compone de numerosas pequeñas obras, muchas veces violentas y breves. Es observando un arco temporal más extenso cuando se revela la naturaleza, pausada, de esta progresión que es vivir en la obra de una pieza; solo observando así, entonces, es que se revela el sabor de todas las cosas.
Es natural que algunas piezas o algunos espacios tengan un poder particular para grabarse en nuestros recuerdos. Tal vez sus murallas aprendieron, a la fuerza, cómo funciona el tiempo. Tal vez se asemejan no a una película en específico, sino al afán de toda película de inmortalizar algo en tanto se filma, en tanto adquiere la posibilidad de reproducirse hasta que su soporte se gaste sin remedio y se pierda para siempre. Quiero recordar esta habitación, y querer recordar es siempre un intento de rebelarse contra lo inasible, contra el tiempo.