Foto: Claude Levi-Strauss
Flechas, carcajadas y esquirlas
Reunidos en torno al gesto disruptivo, esparcidos entre desvaríos, volveré sobre los términos que orbitan al proyecto Carcaj: sus flechas de sentido y sus carcajadas.
Lo más sencillo es intentar definir qué es una flecha. La primera advertencia al respecto es que la flecha no se describe solo por su forma, sino también por su uso. En términos generales, remite a la cacería, entendiéndose como una técnica proyectiva que, desplazándose entre masas de aire, procura herir a su presa. Es decir, es una forma derivada de un cosmos predatorio. Pero además de esto, se figura un segundo rasgo elemental: la fabricación. Como nos recuerda Pierre Clastres a propósito de los jóvenes guayakíes, la iniciación en este arte del afuera implicaba la fabricación personal del arma. Individuo y arco se corresponden entre sí, sus identidades se implican y fijan un cuerpo que dispara entre las matas espesas de la selva. Esta característica se vincula a un modo político de practicar la guerra, no imaginada bajo la estructura de las megafábricas armamentistas que operan en los cimientos de la máquina capitalista y el devenir de su matriz extractivista, sino articulada como actividad relacional que, en determinado radio de contacto, explora el límite de los cuerpos predadores e instala la noción de que los enemigos existen, definiéndose de acuerdo al ojo que apunta.
Flechas contra la artillería colonial, flechas en llamas, envenenadas. O, como manifiestan los editores de Carcaj, flechas no unidireccionales, sino que explotan en esquirlas, repartiéndose y afectando el curso de lo permanente. De allí su adjetivo: “flechas de sentido”. ¿Qué es, entonces, el sentido? No precisamente lo relativo al ser, sino lo que bordea nuestras percepciones. No es el sentido, sino lo sentido. El doloroso calor que nuestro sistema nervioso revela cuando es herido. Y aunque el dolor se abre a través de umbrales, la fuga de la sangre fluyendo nos interpela como el vaciamiento de la forma anterior, disipada bajo el dictamen del cazador-guerrero y esa fuerza óptica que es explícito conocimiento de los matices de mundo físico y sus potencialidades diversas. Pero además está la herida: su magnitud y su ubicación. El cuerpo mismo, lanza clavada al magma magnético que se agita al interior del planeta, enseña la vulnerabilidad de sus organismos. Un puzzle de sentidos donde la mente es lo corporal y el pensamiento, materia filtrada por las sensaciones. En este puzzle, las piezas se extravían entre las dimensiones del tacto interno y el externo. La trágica diferencia de humedades, en fin, entre una herida interior y una exterior, otrora descrita por Manuel Rojas en Hijo de ladrón: “(…) esa herida que ni tú ni nadie puede ubicar, pues está en todas partes y en ninguna: en los nervios, en el cerebro, en los músculos, en los huesos, en la sangre, en los tejidos, en los líquidos y elementos que te recorren”, herida que “puede con todo y con todos: con la medicina, con la educación, con tus padres, con tus profesores, con tus amigos”.
En Carcaj, las flechas de sentido se disparan desde el ángulo de la colectividad: ¿Cómo fabricamos entre los márgenes del sentido? Puntas de flechas repartidas en el litoral, escondidas en los mantos terrestres, olvidadas en el fondo marino: comunidades en torno a las flechas, técnica de alianza con el medio que no es un arcaísmo, sino un modo de comunicación, es decir, usando los conceptos de Simondon, acoplamiento entre conjuntos de individuos, o de los individuos y su medio, y más allá aún, entre naturaleza salvaje y lo no viviente. Las flechas, por ende, no son un arcaísmo porque su forma responde a la continuidad. No hay intencionalidad remota, al estilo de un dron comandado desde una base militar aleccionada en videojuegos, sino un ojo oculto en el follaje, o mirando angularmente a las nubes, encandilado por el sol, con los pies enraizados, firmes en la tierra.
Pero los caminos que podemos seguir en nuestro intento de comprensión, son una esquirla más de estas flechas sin centro, o mejor dicho, de múltiples centros de confluencia, de territorios cuyos límites son explorados y conectados por flechas que circulan en permanente fuga. Y el territorio mismo, habitado por singularidades diversas, demuestra que el sonido arrastrado por la flecha entre los átomos del aire es la vibración que amplía la posibilidad de disrupción. Es, ciertamente, lo que articula la carcajada como sonido: acústica del ataque, de la interpelación de decibeles intestinales que retumban con fuerza sonora en los oídos, en las paredes y dinteles, en los cascos y en las botas, en los escudos y las banderas, en la tradición y las pantallas. ¿Cuántas categorías de carcajadas existen? La concatenación de sus partículas puede adquirir infinitas modulaciones. Los editores de Carcaj nos lo dicen: «Las carcajadas son como torrentes que se desatan, se contagian y buscan multiplicarse. Incontenibles, al contrario de las risas, desafían los puntos de gravedad desde donde se nos quiere hacer comprender el presente».
Incontenible como torrentes: así como la flecha se desliza ágil en el viento, la carcajada es veloz en su intencionalidad latente. Eso que los antiguos griegos llamaban “psyché”, pero expandido en intensidad: aliento vital, hálito, alma o ánima, espíritu, pero agitado como torrentes de un afluente tras el deshielo glaciar, horadando las rocas, transformando las montañas, fundando nuevas quebradas, trinchera de la mezcla, del encuentro orgánico, de la metamorfosis. En la carcajada vivimos, en la carcajada conjuramos, en la carcajada vibramos. Es un gesto propiamente político que se contrapone al escenario de lo instituido. Una yuxtaposición intensiva contra el estatuto del centro gravitatorio. De hecho, si imaginamos en términos cosmológicos el evento de la carcajada, su materia no ha sido forjada por las corrientes de la atracción, sino situada en ese límite que, como enseñó Lucrecio en De rerum natura, se extiende en sucesivos límites sin fin.
De ahí que la posición se transparenta: flecha y carcajada son intercambiables. Medios áereos, medios acústicos, fábricas caseras del intelecto, manufacturación y agencia de la resistencia en los cuerpos. Tránsitos de la insurrección en los bordes las plumas marginales, retorno de la palabra sin lenguaje, pero cargada de sentido.
Las esquirlas vuelan, los torrentes corren. Formemos un último pliegue de sentido, miremos la procesión de fragmentos que pululan órbitas móviles. En el poema “Balada de Sophie Podolski contra la desaparición”, Emma Villazón escribió:
No he desaparecido, estoy en un sueño
revestida por otro viento de sueño,
en el que no puedo fiarme de los nombres
de mi cuerpo ni de los días venideros.
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*Texto leído para el encuentro 3 Carcajadas, realizado el 13 de septiembre del 2019.