
Foto: Gaza, 2014. UN Photo/Shareef Sarhan (Fuente: UN Photo / Licencia: CC BY-NC-ND 2.0)
Humedales de Gaza: la fragilidad insumisa
En torno a Osar Llorar, de Guillaume Le Blanc. Santiago: Lom Ediciones, 2024.
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1. Hay un libro, un hermoso libro, que viene de ser publicado y que se titula Osar llorar[1]. Lo escribe el filósofo francés Guillaume Le Blanc y es prologado por Fedra Cuestas quien, además, consigue una bellísima traducción.
El libro, de modo muy general, se propone la casi imposible misión de construir una arqueología del llanto –desde la imploración de Príamo a Aquiles para que le devuelva el cuerpo de su hijo Héctor, hasta el llanto incombustible de las Madres de Plaza de Mayo o del pueblo palestino en la actualidad– y de cómo las lágrimas pueden devenir potencia política, contingencia, sentido de lo que pasa[2]; un pensar situado que no abandona nunca la apuesta por el vigor metafísico que habitaría en la lágrima misma y que la transforma en insistencia para un hoy que se devasta; una historia cuyo núcleo, parafraseando a Iggy Pop en el célebre tema de 1973 Search and Destroy, viene cargado de Napalm.
Lo que se persigue en estas páginas no es hacer una reseña de Osar llorar, sino, más bien, aprovecharnos de él para ensayar una escritura que, en la actualidad, no puede sino hacerse parte del llanto colectivo o individual, silencioso o en el grito; llanto que implora o deplora; imponderable, jamás trazado o figurado (“así como podemos decir ‘se largó a llover’, decimos ‘se largó a llorar’”[3], apunta Fedra Cuestas en el prólogo dando cuenta de lo incontenible del llanto y de su inhabilidad absoluta de anunciación); lágrimas ignoradas, negadas, rechazadas; simplemente tachadas y borradas por la deletérea agencia de una historia que al día de hoy (aunque este texto se escriba desde algún ayer), ha hecho de los ojos-humedales de aquellos que están padeciendo y muriendo por el genocidio en Gaza, una expresión devenida política. Podemos ver en los llantos y en las lágrimas una versión no solo tecno-tanática hiperbolizada del dolor, sino de una rabia, de una resistencia, de una sublevación por venir.
Y todo esto se vincula, primero, con nuestra fragilidad, o más bien con el hecho de sabernos frágiles. “Frágil” viene del vocablo en latín frangere que significa “romper” o “quebrar”, entonces todo va en principio de una potencial rotura, de una fractura a la que muchas veces (y en el tráfago inclemente de un sistema que no nos permite dar cuenta de la fragilidad que llevamos adherida) escondemos, le sacamos el cuerpo, la anulamos de nuestra estética visible y perceptible. No hay, en el perímetro indescartable y brutal del capitalismo, una zona en donde llorar no sea motivo de una cierta “policialidad”; el que llora es perseguido o excluido. El capital no permite esta hendidura en la corteza de su dinámica donde se haga posible mostrar lo frágil, y serlo también con otros sin sentirse en la mira; llorar como una alternativa de cara a las punzadas de un régimen mundial que buscará irrefrenablemente exterminar a todo lo llorante.
En definitiva, hablamos de la fragilidad que nos es constitutiva y que hemos aprendido a dejarla subalterna, sin rostro, inútil. Porque es anti-sistema, contra-capital, no rinde. Quien llora no produce, la lágrima no es rentable y el llanto mismo no puede ser lucrado o transformado en plusvalía (hablamos de un llanto genuino, por supuesto, no del espectáculo sintético de la generación de dolor tan propio del pastiche comercial que busca emular el sufrimiento inseminándonos imágenes yuxtapuestas y falsas que pretenden hacernos olvidar al mundo).
2. Entonces nos preguntamos ¿es posible una subversión en nombre de la fragilidad? ¿qué tan probable es una revuelta de las lágrimas? Si no hay alternativas en el planeta para frenar un genocidio en curso, ni manifestación, por mundial que sea, que actúe como barrera efectiva a la barbarie ahí donde, tampoco, las superpotencias se resuelven a intervenir mientras un pueblo completo se desangra, ¿por qué no dejar expuestas nuestras tramas frágiles y dejar fluir un llanto que sea, a la vez, querella? ¿no pueden ser acaso las lágrimas una contrapalabra, un sabotaje, una interrupción en la inflamación y continuum de la crueldad? ¿Cómo invertir el llorar en su versión folclórica-patriarcal que lo rotula como una expresión de debilidad para desplazarlo a una potencia en la disidencia?
En este sentido, tal como lo señala Cuestas, “La persistencia de las lágrimas es una forma de resistencia frente al poder de aniquilamiento, es dar valor a quien llora, y a lo que se llora”[4]. Entonces, si asumimos nuestra fragilidad sorteando la aspereza del capitalismo y no desistimos en ella sino que la dejamos ir una y otra vez desde nuestras lágrimas y el destino del ojo, lo que se abre es un umbral para la renuencia de cara al crimen, a esta altura, fetichizado al máximo.
Pero habrá algo más. Si reconocemos nuestra fragilidad, esta suerte de ontología de lo lagrimal que sale, supura y se expande por un rostro, sabremos también de ese mismo rostro y podremos darle un estatuto a su llanto. Es la madre o el padre gazatíes, el/la migrante que atraviesa la cordillera o el desierto a riesgo de muerte con sus hijos en los brazos, los soldados que mueren diariamente por defender a oligarcas o emperadores hipercapitalizados neuróticos de poder y expansión; es reconocer al sobreviviente de Auschwitz, Ruanda o Villa Grimaldi. Ver llorar es “enrostrar”, ponerle un nombre a quien llora y “lo que se llora”.
Porque las lágrimas no vienen por esto o aquello, no son aleatorias en su motivo. Por imponderables que sea su aparición alguien llora lo que se llora porque una historia completa ha operado como válvula de la tragedia, como ritmo de la muerte y, entonces, la región que se extiende con cada lágrima se vuelve un pulso de amor y compasión hacia ese dolor inimaginable, al tiempo que en resistencia y desobediencia recargada porque, insistimos, la fragilidad puede ser subversiva y no un puro asunto de individuos quebradizos atravesados por el miedo. Es así como el capitalismo no la quiere ver, la repulsa y le indigna su impotencia productiva. Quien llora es objeto de muerte social, cultural o física, por lo tanto, de nuevo, se nos revela como un lugar de insubordinación, una “fragilidad insumisa”.
3. Aquí se devela una cuestión que es tan política como filosófica, ciertamente. En Osar Llorar Le Blanc relata que después de una experiencia de gran dolor no pudo parar de llorar durante meses:
Ni un solo día no lloré. De manera no premeditada, un recuerdo, una imagen, me hacía llenar de lágrimas los ojos. Era su rehén. Al mismo tiempo, me descubría frágil, pero con una fragilidad inédita. Un mensaje que yo no lograba descifrar me era dirigido por ellas. La hermenéutica de las lágrimas es una vida filosófica[5].
Otra vez lo que llega sin anunciarse para transformarse en lágrimas. Sin embargo, lo que Le Blanc apunta es, también, una estructura fundamental para el pensamiento y que viene enganchado del hecho mismo de llorar. Esa “fragilidad inédita” es intensamente sintomática de algo que en la existencia insiste en ser atendido. ¿Qué pasa cuando somos vulnerables? ¿cómo interpretar la vida y el mundo en la órbita lagrimal que más allá de ser un acontecimiento –irrupción y evanescencia– nos indica que algo hay por descubrir, una tendencia aún sin nombre para la filosofía: lo “inédito” (es decir lo que aún no ha sido editado)? ¿tiene el acto de llorar y nuestra propia fragilidad un qué y un por qué y, a la vez, un quién? Es cierto lo que señala Guillaume Le Blanc, “la hermenéutica de la lágrimas es una vida filosófica”, quizás una completa, porque si no se anuncian y solo terminan cuando una vida también está por extinguirse puede, así, ser el soplo de una búsqueda filosófica vital.
Cómo no pensar en este momento en Jacques Derrida, quien definió su vida como […] “una larga historia de plegarias… he vivido en la plegaria [y] las lágrimas…”[6], y que escribía en Por amor a Lacan que “[…] los ojos han sido hechos no para ver, sino para las lágrimas, y ver es ver para sentir; la pasión del no-saber de, no-ver, no-tener”[7].
Leemos que no hay sentido para el ojo más allá del llanto y que la visión queda relegada a un segundo plano. El ojo siente y entonces nosotros re-sentimos, siendo capaces de conectarnos con una alteridad que se desposee en sus propias lágrimas: desposeerse, “arriesgar el yo” al decir de Judith Butler[8]. Es por esta razón que la fragilidad, darla a la vista, exponerla, es un acto de radical inestabilidad que, no obstante, reivindica una política y una filosofía que pueden devenir, como se ha sostenido, resistencia. ¿Cómo resistir entonces la furia exterminadora sino siendo frágiles? ¿Se puede resistir únicamente sentenciando “seamos firmes, no hay que llorar, porque llorar nos condena al páramo de los débiles”?
Derrida en este sentido es una clave, puesto que convoca a la pasión del “no-saber, del no-ver y del no-tener”, es decir a conjugarnos con el mundo por fuera de la mirada, digamos, empírica. La pasión del no-ver es la pasión de lo humano por su fragilidad, por sentir pese a todo. Aunque la inopia sea el precepto y la deshumanización de la alteridad el canon, habría que insistir en buscar en una cierta ceguera aquella fragilidad que nos funda y refunda devolviéndonos a ese lugar en el que la humanidad vuelve a conmocionarnos y, así, dar con una consciencia histórica que no destierra a lo frágil ni a las lágrimas que resisten.
No hay nada menos débil que declararse frágil, es una fuerza descomunal que puede alterarlo todo, si es que estamos dispuesto a vivirla y a reconocerla en el otro, porque como lo declara el escritor rumano Camil Petrescu “Una lágrima auténtica provoca siempre otra, en otros ojos”[9].
Y esto último de Petrescu es importante, en tanto nos revela que llorar es una cadena colectiva. No se trataría únicamente de llantos peninsulares, aislados (aunque ellos mismos tienen todo el sentido posible). “Ver llorar” no va simplemente de dejar rodar la mirada de cara a la imagen. Lo que se habilita, igual, es el temblor; las lágrimas no son el oropel desbordado que corona una histeria, es sobrecogernos por el llanto de alguien más; y ese que sufre no es, como lo explica Jacques Derrida en Políticas de la amistad, el que está más próximo, el familiar, el hermano, en fin, sino el más lejano, el que no veo y que me es ajeno completamente; el que no repone su rostro en mi propia cadencia histórica pero que, sin embargo, me pide una respuesta, demanda de mí una palabra, me exige afirmarlo. Por eso una lágrima auténtica no necesariamente requiere ser vista en contexto, o un llanto admirado en su contingencia. Podemos escuchar desde lejos el eco de las lágrimas que llegan a nosotros sin palidecer; las lágrimas auténticas no palidecen por más que en la distancia se revele con insistencia la imposibilidad del otro, no. Las lágrimas son efluvios de dolor que nos impactan, irradiaciones no solo presentes que nos tocan desde donde sea, incluso desde el pasado y también desde un futuro.
Aquí, entonces, la importancia de conectar la fragilidad con el ojo que llora y que no necesita ver la razón por la que llora, mas sí, plenamente, sentirlo una y otra vez hasta que asumamos una ética de la responsabilidad que deshaga aquello que nos ata al archipiélago del yo sin más, sin otro, sin muertos llorados o vivos llorantes.
4. Nos debemos a la fragilidad. Y esta es una constatación que bien deja ver el libro Osar llorar. A ella y a los llantos que se diseminan por todo un mundo que se gangrena al compás de los neo-imperialismos y el genocidio. Integrar el llanto, acoplarnos a la fragilidad, modelar la resistencia o aquello que entendemos como tal flameando la bandera de los humedales y adscribiendo a las filas de los que lloran porque, y como lo afirma Le Blanc: “[…] Llorar no es solamente un estado de vida, es la vida en estado alterado”[10]. Algo así como una extensión y un inciso en el fraseado continuo de un mundo sin lágrimas.
Ahora, hay llantos que no llegan nunca, que se esperan; que habitan en una suerte de mesianismo en el que la lágrima se ve venir pero no llega, no se funde con el ojo. Este es un terreno traumático, seco que, por lo general, es la indicación de un dolor no codificado o de plano negado debido a la inopia de lo propiamente humano cuando se enajena y se abandona. Como lo relata Leblanc al final del libro, en una conversación con una sobreviviente de Auschwitz, ésta le señala que “desde que salí del campo no he logrado llorar jamás”[11]. Es pasmoso. Si no es posible derramar una lágrima después de tamaña afrenta al ser mismo en toda su extensión, ¿qué podría hacernos llorar? Sin embargo ese llanto no llorado, el de Jaqueline Tessier que dejó el campo en 1945 pesando 28 kilos –así lo cuenta el autor–, no indica la ausencia de fragilidad. Es un llanto contenido por décadas, quizás no llore nunca más en su vida, pero las lágrimas están ahí, siguen, nunca se fueron y se contienen por algún extraño mecanismo que las inmoviliza, que las inhabilita a fluir ¿Es posible llorar por dentro? ¿requiere el llanto de lágrimas efectivas, visibles? ¿Puede el dolor habitar por siempre en una persona sin que jamás llegue a exteriorizarse en un llorar? ¿la fragilidad es, también, muda?
Sí, es posible esto. Quizás el no llorar después de pasar por la inimaginable experiencia de un campo de concentración Nazi ha obligado a muchas y muchos a tomar una forma interior de llanto. No lo sabemos porque no lo vemos; sin embargo puede que un caudal de lágrimas se desate sin tregua al interior de un ser humano y viva su fragilidad sin la estética del rocío en sus ojos y pómulos.
5. Un reportero norteamericano que ha cubierto lo que ocurre en Gaza, relataba que al norte de la zona no había nada más que devastar, no quedan edificios ni había servicios de ningún tipo; nada de hospitales, ni escuelas, ni casas, ni agua potable, en fin, el arrase total. No obstante, para él, lo más sorprendente era que se encontraba con gente que seguía viviendo ahí, de alguna manera, sobrenatural, permanecían vivos y vivas en el corazón de la ira genocida. Y veía cómo madres lloraban por no poder alimentar a sus hijos o familiares en duelo y en la muerte a cada segundo, mas la gente trabajaba por despejar los escombros para rescatar los cadáveres, llorando o no, asumiendo y viviendo su fragilidad. Eso es resistir.
Con todo (es mucho más lo que se podría decir) el llorar, el osar llorar y la fragilidad que conlleva como fractura expuesta, puede derivar en la creación de una comunidad completa y posee una fuerza en la invención que se vuelve del mismo modo sustantiva. Como lo apunta Guillaume Le Blanc: “El contagio de las lágrimas inventa al pueblo. Este último no le preexiste. Él no es el fondo silencioso de donde procede la historia, larga estructura inmóvil, bruscamente removilizada y reunificada por el drama que lo abate”[12].
Lágrimas que se contagian, humedades que se reúnen, llantos que se comparten, fragilidades que en su reconocimiento se hacen una. ¿No es ésta la aquiescencia de lo político, la constatación de una esperanza colectiva que habita en la fragilidad que nunca fue debilidad sino aliento de vida en la médula de la muerte?
Entonces sí, es urgente, por qué no, una rebelión de las lágrimas, la sublevación de la fragilidad; fragilidad que no es rendición ni abatimiento, es resistencia que se deja ver en las lágrimas como toda posibilidad de volver a y en la vida, de seguir aquí, hoy, insistiendo en el rostro de Gaza.
[1] G. Leblanc, Osar Llorar. Trad. de Fedra Cuestas, LOM, 2024.
[2] Alain Badiou se refiere a que la “[…] ética designa hoy un principio en relación con “lo que pasa”, una vaga regulación de nuestro comentario sobre las situaciones históricas (ética de los derechos del hombre), las situaciones técnico‐científicas (ética de lo viviente, bio‐ética), las situaciones sociales (ética del ser‐en‐conjunto), las situaciones referidas a los medios (ética de la comunicación), etc”. A. Badiou, L’éthique. Essai sur la conscience du mal, Nous, 2003, p. 20.
[3] F. Cuestas, en Osar llorar, op. cit., p. 12.
[4] Ídem.
[5] G. Leblanc, Osar Llorar, op. cit., p. 19,
[6] G. Bennington, J. Derrida, Circonfession, Seuil. 1991, pp. 41-42.
[7] J. Derrida, “Por amor a Lacan”, en Lacan con los filósofos. Trad. E. Cazenave, Siglo XXI, 1997, p. 325.
[8] J. Butler, Dar cuenta de sí mismo. Violencia ética y responsabilidad. H. Pons (trad.). Amorrortu, 2007, p. 40.
[9] C. Petrecu, El lecho de Procusto, Gadir, 2007, p. 109.
[10] G. Leblanc, Osar Llorar, op. cit., p. 20.
[11] G. Leblanc, Osar Llorar, op. cit., p. 154.
[12] G. Leblanc, Osar Llorar, op. cit., p. 146.