Insistencias democráticas. Entrevista con Miguel Abensour, Jean-Luc Nancy y Jacques Rancière. - Carcaj.cl
15 de abril 2015

Insistencias democráticas. Entrevista con Miguel Abensour, Jean-Luc Nancy y Jacques Rancière.

Traducción del francés: Felipe Kong Aránguiz[1]

¿Quién podría hoy en día no ser demócrata? La democracia, se da por hecho, es el poder del pueblo. ¿Pero cuál poder, y cuál pueblo? En la entrevista que sigue, prolongando sus trabajos respectivos, Miguel Abensour, Jean-Luc Nancy y Jacques Rancière proponen tres pensamientos singulares de la democracia, que coinciden en esto: el pueblo es el sujeto de una exigencia de igualdad; su poder no es el de elegir sus jefes, sino el de romper con las jerarquías instituidas. La democracia no es un régimen político, sino una práctica jamás alcanzada. Tres invitaciones a defenderla como tal.

Ustedes están contra dos frentes: de un lado, se alejan de aquellos que se contentan con pensar y defender una democracia estatal. Por otro lado, no aceptan que se rechace la democracia en nombre de la lucha de clases o de la crítica de la dominación. ¿Pueden explicitarnos esta posición? ¿La manera en la que la han elaborado, en qué contexto intelectual?

 

JR: ese doble rechazo de la vulgata “democrática” dominante y de la crítica marxista me ha sido inspirado por mi trabajo sobre la historia obrera. Es en las formas de lucha republicana obrera de los años 1830-1840 que he encontrado el medio de salir de los impasses de la crítica marxista de los derechos del hombre y de la “democracia formal”. El joven Marx decía: los derechos del hombre son de hecho los derechos de los individuos burgueses. A esto los combates obreros oponían una lógica mucho más productiva: esos derechos están escritos, entonces nosotros podemos darles una forma de existencia concreta. Que todos los franceses sean iguales ante la ley, esto no es sólo la mentira que cubre la explotación capitalista y el gobierno oligárquico, es un hecho cuyas consecuencias podemos demostrar por nosotros mismos al transformar una querella sobre las tarifas en forma de afirmación pública de nuestra igualdad por la huelga, por la manifestación pública, e incluso por la creación de talleres donde los obreros trabajen para ellos mismos. La declaración igualitaria abstracta de los derechos del hombre se ligaba a cuestiones de «forma» en las relaciones entre maestros y obreros como el derecho de leer los diarios en el taller y la obligación de los maestros de quitarse el sombrero al entrar. La forma no es entonces lo contrario o la envoltura de lo real. La lucha involucra la cuestión de saber quién domina el juego y lo que se puede sacar de allí. Se sale así del dualismo de lo real y de la apariencia en provecho de un conflicto entre dos maneras de construir lo real.

Me parece sin embargo que los frentes se han desplazado. Casi ya no hay gente que declare la nada de los derechos formales en nombre de una hipotética democracia real. Ahora es de otro lado que la democracia se ve opuesta a sí misma. Se nos dice que el buen gobierno democrático está amenazado por una sociedad democrática marcada por un individualismo consumidor desenfrenado de mercancías y derechos. Esto ha comenzado en las advertencias de la Trilateral[2] sobre los peligros que la democracia hace correr a las democracias. Esto ha sido retomado en Francia por los discursos a la Marcel Gauchetque hacen del entusiasmo por los derechos del hombre la expresión del individualismo narcisista. Después han venido los republicanos para explicarnos que la educación del pueblo se ha arruinado por la afirmación del derecho a la libre expresión del joven bárbaro, consumidor inculto. Además, los análisis de la sociedad de consumo a la Baudrillard, la crítica del espectáculo de Debord, el análisis lacaniano de lo simbólico, etc., han sido enrolados para perfeccionar el cuadro de la democracia como reino del individuo consumidor. La imposición de este discurso en la izquierda es muy fuerte —tanto más en cuanto es en gran parte la obra de izquierdistas reconvertidos— y su efecto es tal vez peor que el de los viejos discursos sobre la democracia real, en la medida en que nutre un consentimiento nihilista al orden existente en nombre del embrutecimiento general.

 

MA: La hipótesis que propongo, la de la democracia insurgente, resulta también de una lucha contra estos dos frentes: ninguno de los dos da cuenta de la excepcionalidad de la democracia. Al mismo tiempo, evitan interrogarse sobre su verdad. Para tomar la medida de esta excepcionalidad, hay que siempre regresar al nacimiento griego de la democracia. “Por primera vez en la historia del mundo, los hombres adquirían la posibilidad de decidir ellos mismos en qué tipo de orden querían vivir” dice Christian Meier. Ahora bien, esta ruptura revolucionaria —repetida muchas veces en la historia— se guarda de confundir la democracia con lo que ella no es, el gobierno representativo y el Estado de derecho. Precisamos que no ha habido un único nacimiento de la democracia, sino muchos nacimientos-renacimientos, muchas rupturas con el curso del mundo. Entonces es reconocer que la primera posición se engaña sobre la verdad de la democracia y que la segunda omite presentar esta cuestión. Estamos en el punto donde, para no ocultar esta excepcionalidad, hemos de calificar la democracia para sustraerla de las apropiaciones ideológicas que la banalizan y la desarman, o para no confundirla con sus formas degenerativas. Democracia radical, democracia salvaje, democracia insurgente, tantos calificativos de naturaleza para marcar esa distancia.

Por más sorprendente que esto pueda parecer, el joven Marx ha sido para mí una ayuda preciosa en este camino, pues en el manuscrito de 1843, La Crítica del derecho público de Hegel, está puesta la cuestión de la verdad de la democracia, bajo el nombre de la “verdadera democracia” que él identifica con la desaparición del Estado político. Su crítica de Hegel ayuda en efecto a pensar esto: la “verdadera democracia” es un actuar político, que resiste a su transfiguración en una forma organizadora, integradora, unificadora, la forma-Estado. Esta resistencia a la alienación estatal permite la extensión de lo que está en juego en la esfera política —una experiencia de universalidad, la no-dominación, la constitución de un espacio público igualitario— en conjunto con la vida del pueblo. Además existe, me parece, una continuidad subterránea entre el Marx de 1843 y el de 1871, el autor del Adresse sobre la Comuna. Se nota sin embargo un desplazamiento: la venida a sí de la democracia no se cumpliría tanto en un proceso de desaparición del Estado sino que más bien se constituiría en una lucha contra el Estado. Se sigue de ahí un clivaje de la idea de revolución entre la tradición jacobina que apunta a apoderarse del Estado, y la tradición comunalista que trabaja por romper la forma-Estado, para sustituirla por una comunidad política no-estatal, por ejemplo la república de los consejos.

 

JLN: Para seguir los términos de tu pregunta, diría más bien que estoy suspendido entre esos dos “frentes”: por un lado veo mal cómo evitar la democracia “estatal”, cuyas debilidades (en particular del lado de la representación y de la dominación de los supuestos “expertos”) son difíciles de reducir, pero por otro sé bien qué riesgos enormes se vinculan con los regímenes que querrían apropiarse con otros instrumentos de cuestiones agudas de la justicia social y la dominación tecno-económica. Me pregunto solamente si podremos, al final, evitar tales tentativas, si la “democracia estatal” no se repondría de una u otra manera. Ahora bien, ella no puede hacerlo más que si intenta retomar el fondo de este problema: ¿qué quiere decir «democracia»? esto es lo que me preocupa más. Esta palabra que parece pertenecer a la clase de tipos de regímenes políticos ha tomado de hecho en la edad moderna una amplitud totalmente distinta y ha empezado también a esconder, a pesar suyo, una polisemia. “Democracia” es también el nombre del advenimiento del hombre “emancipado”, autónomo, amo del mundo y de sí mismo, sujeto de una historia capaz de conducir a la realización de este “hombre”. “Demos”, es “pueblo”, y sabemos ahí también cuáles polisemias pueden jugarse; pero para los modernos, “hombre”, es de entrada “todos los hombres”. Y con ello, los hombres están (y con ellos la naturaleza) enteramente librados a sí mismos, sin recursos tutelares, sin dioses ni superhombres. Hay entonces que pensar de entrada esta ambigüedad: la democracia política no lleva en sí un programa de realización del hombre (expresión que precisamente no tiene sentido, y cuya ausencia de sentido hay que pensar).

 

Su concepción de la democracia parece implicar una visión muy precisa del sentido que se le da a la palabra pueblo… pues ustedes no ceden, se agarran a esa palabra. ¿El pueblo soberano mismo?

 

JLN: “Pueblo soberano”, este bien es todo el asunto: “pueblo”, como he dicho a toda hora, es “todos”, no todos indistintamente sino todos como singulares entre los cuales solamente se pasa lo que se puede llamar la vida, simplemente, o el sentido. Pueblo que se divide, que puede ponerse en exclusión o en conflicto consigo mismo, seguramente, pero que exige la posibilidad de un “nosotros”: que por alguna parte un “nosotros” sea declarado, y no solamente un “ellos”. Sin duda “nosotros” no puede jamás ser dado, a menos que sea en una ficción religiosa. Pero puede y debe ser interrogado, inquietado, acosado… Y siempre recusado cuando se pronuncia por uno o algunos que no hacen de ello más que ostentación. Y «soberano», sí: más allá de lo cual no hay nada. Y que debe entonces lidiar con este desafío considerable: no tener tutela, ni garante, ni recurso de su propio “ser-pueblo”, si puedo decirlo así.

 

MA: Si se parte de la reforma de Clístenes, el pueblo es un sujeto político que se constituye por arranque a las pertenencias familiares, tribales y que se pone por transferencia en un espacio y en un tiempo devenidos políticos. El pueblo es el instituyente de una ciudad igualitaria, que se concibe privilegiando un centro común, la igualdad, la simetría y la reversibilidad. La democracia es de entrada isonomía. De este arranque a la naturalidad para constituir el pueblo, se sigue que este último en tanto que ser político no tiene nada que ver con una raza, ni tampoco con una etnia, ni con un grupo comunitario. ¿Qué describe Michelet a propósito de la fiesta de la Federación, sino el acceso a una extraña vita nuova, una experiencia de humanidad? “Las viejas murallas se derrumban… los hombres se ven entonces, se reconocen semejantes…” ¿Cuál es la identidad de este nuevo sujeto político? Ciertamente no una identidad sustancial, sino una identidad paradojal, una identidad no idéntica. Michelet aún piensa el pueblo como no coincidente jamás consigo mismo. Está o por debajo de sí mismo, o por encima de sí mismo.

Hay allí una dificultad. Este pueblo, ¿Hay que definirlo como el conjunto de los ciudadanos, un conjunto sino indiviso totalmente al menos tendiente a la indivisión, o bien como una parte, la de la gente de abajo contra los Grandes, la parte de aquellos que no tienen parte en nada y que en nombre de este agravio se ponen como el todo? Ahora bien, si se entiende el pueblo en este segundo sentido, hay que observar que el término democracia, que por su mismo nombre reconoce en la parte de abajo un kratos sobre la parte de los Grandes, pone problemas. Según Nicole Lorauxla palabra kratos es «cargante» [encombrant] y la cuestión de la democracia se vuelve delicada, pues “tener el kratos, es tener el arriba”. ¿Cómo la democracia que es igualitaria —que instituye una lógica de la no-dominación y de este hecho tiende a ser an-árquica— puede acomodarse a la posesión de un kratos de una parte de la sociedad sobre otra? ¿En qué la existencia de este kratos puede ir a la par con una lógica de la no-dominación? ¿Basta decir que esta situación indica una tensión constitutiva e insalvable de la democracia? ¿Basta invocar el hecho mayoritario? Si se puede aceptar la idea de tensión, es por lejos más satisfactorio volverse hacia Maquiavelo, quien levantando acta de la división de toda ciudad humana reconoce allí la fuente misma de la libertad y por añadidura le otorga al pueblo el ser un guardián mucho mejor de la libertad que los Grandes.

¿Pueblo soberano? Aquí todavía las distinciones son necesarias. Soberano es el pueblo en tanto su institución. No recibe su ley, su libertad y su actuar de ninguna instancia exterior ni de ninguna trascendencia, no los recibe más que de sí mismo. Pero si se presta atención a la distinción de La Boétie entre el todos unos —experiencia de la separación que liga bajo el signo del entre-conocimiento, de la amistad y por tanto de la pluralidad— y el  todos Uno, a menudo resultado de una renuncia voluntaria a la libertad, bajo “el encanto del nombre de Uno”, la cuestión de la soberanía se complica extrañamente. En efecto, si se quiere mantener la pluralidad del todos unos, allí donde hay a la vez pertenencia a una totalidad abierta, dinámica y mantención de la singularidad de los unos, no se puede sino tomar distancia con la idea de soberanía y resistirla en la medida en que ella instaura el reino del Uno y arruina al mismo tiempo el desorden fraternal, el desorden en tanto que rehúsa la síntesis, la totalización estatal.

 

JR: Me resisto de hecho a la propuesta de reemplazar el término por otro como, por ejemplo, “multitudes”. A primera vista, este es más moderno y no está, como “pueblo”, comprometido con ideologías criminales. Pero justamente “pueblo” tiene para mí la ventaja de ser un sujeto polémico. “Multitudes” define la coincidencia de una subjetivación política con un modo de ser colectivo. Pero la política para mí comienza cuando su sujeto se separa de toda colectividad formada por un proceso económico y social. Esto es decir también que “pueblo” es un sujeto político en la medida misma en que es un sujeto litigante, en tanto que la política siempre opone un pueblo a otro. El pueblo es el demos opuesto al ethnos, es decir, al pueblo como organismo colectivo. Es sobre todo el colectivo de los que están de más en relación con todas las consistencias sociales. En esto se opone a todas las concepciones identitarias, comprendida aquí aquella que quiere fundar la política sobre el reconocimiento de la multiplicidad de las identidades. El poder del pueblo es el poder de los que no son nada, es decir, que no pertenecen a ningún grupo que tenga las cualidades que lo predestinan al gobierno. Esto implica una relación muy particular con la soberanía. Si la soberanía del pueblo tiene un sentido, es el de socavar el concepto mismo de soberanía. La soberanía del pueblo es la de un colectivo de los que no tienen ningún título para gobernar. Me sitúo pues completamente a distancia de aquellos para los cuales la soberanía del pueblo es la herencia de la soberanía de los reyes, que es ella misma una delegación de la soberanía divina, completamente a distancia, más globalmente, del discurso teológico-político.

 

La democracia no es un régimen político; es un “actuar que en su manifestación misma trabaja para deshacer la forma Estado, detener la lógica (dominación, totalización, mediación, integración) para sustituirla por la suya propia” (M. Abensour); ella “hace corte a toda especie de teología política” y “no puede subsumirse bajo ninguna instancia ordenadora” (J-L. Nancy). Ella interrumpe “la lógica policial de la distribución de los lugares” (J. Rancière). ¿Pueden precisar el sentido y contenido de la emancipación que han puesto en obra?

 

MA: Efectivamente, la democracia no es un régimen político. Más allá de una institución política conflictual de lo social, ella es una acción, una modalidad del actuar político, específica en tanto que irrupción del demos sobre la escena pública, en la oposición a los Grandes, lucha por un estado de no-dominación en la ciudad. No se trata de la acción de un momento, sino de una acción continuada inscribiéndose en el tiempo, siempre presta a resurgir en razón de los obstáculos encontrados. De un proceso complejo que se inventa permanentemente para perseverar más en su ser y deshacer los contra-movimientos que amenazan con aniquilarlo y retornar a un estado de dominación. Esa es la democracia insurgente. Desde este punto de vista, de 1789 a 1799, el pueblo ha tenido repetidamente que hacer irrupción sobre la escena revolucionaria para proclamar su vocación de actuar a la vez contra el Estado del Antiguo Régimen y sus supervivencias, y contra el nuevo Estado. En esta perspectiva, las últimas insurrecciones del año III, de Germinal (abril 1795) y sobre todo de Prairial (mayo 1795) son notables. El pueblo invade entonces la convención con una doble palabra de orden: Del pan y la Constitución de 1793. Al asociar estos dos motivos el pueblo reivindicaba el derecho a la insurrección que le reconocía la Constitución de 1793. ¿Qué hacía sino luchar para retomar el poder que le pertenecía en tanto que soberano, a saber, el poder constituyente? En este acontecimiento, se perciben bien las características de la democracia insurgente: una oposición brutal entre el pueblo y los Grandes del día, la creación de una situación de doble poder, el poder popular de los sans-culottes parisinos de un lado, el poder estatal del otro, con el proyecto de sustituir el uno por el otro. Más profundamente, se ve aparecer el principio que anima la Insurrección: la búsqueda de un lazo político vivo, intenso, no jerárquico. La lucha apunta a preservar la potencia de actuar del pueblo y a impedir que aquello que crea lazo entre los ciudadanos no degenere, una vez más, en orden coactivo, vertical. No hay más que leer el manifiesto La insurrección del pueblo para obtener el pan y reconquistar su derecho para ver aparecer el contraste entre el lazo y el orden: “Los ciudadanos y las ciudadanas de todas las secciones indistintamente partirán de todo punto en un desorden fraternal… para que el gobierno astuto y pérfido ya no pueda amordazar al pueblo como de costumbre, y conducirlo como una tropa por los jefes que les son vendidos y que nos engañan”. Tal es el desorden fraternal contra el poder pastoral de los jefes. Tal es la emancipación an-árquica que aporta esta forma de democracia.

 

JLN: La “democracia” es, de una manera en parte independiente del registro político (independiente, por ejemplo, de lo que era la exigencia del Tercer-Estado o de lo que exige la separación de los poderes) otro nombre de la “muerte de Dios”. Es decir, de una nueva puesta en juego integral de lo que quiere decir un “mundo” entendido como un espacio de circulación de sentido. El sentido no desciende ya del cielo ni se remonta hacia él. Tal vez, por otra parte, jamás lo ha hecho. Pero se ha podido representar que lo hacía. Se acabó. El sentido está entre nosotros, y este no se alcanza, no se concluye. Él es “nosotros”, nuestras vidas y nuestras muertes, nuestras palabras y nuestras costumbres, nuestras obras, nuestros sentimientos. La política enteramente disociada de la religión y de la asunción de un “destino de nación (o pueblo, o patria)” no puede, no debe tomar a cargo “el sentido”. Es sin embargo lo que la confusión en torno a la “democracia”, y también la “república” y el “comunismo” ha podido hacer creer. El sentido se toma a cargo de otra manera: en el arte, en el saber, en el amor, en la fiesta, el deporte, el pensamiento, qué se yo. La política debe concebirse como lo que garantiza el acceso a todas estas esferas, pero no pretende inervarlas.

La demarcación de los roles y las esferas es muy delicada, sin duda. Incluso, lo es infinitamente. Pero toda la historia de las representaciones modernas de la política, a través de todo el espectro que va de los “totalitarismos” a los “socialismos” ha tendido a mostrar que no había nada más urgente que atender “la política” como la toma a cargo de todo el sentido. Todo, sin duda, pasa por ella, pero nada se detiene allí ni se deja por ella asumir. Es esta diferencia, esta diferencia interna a “nosotros”, los hombres, lo que debemos pensar y actuar.

 

JR: Diremos de entrada que el concepto esencial para mí es aquí el de emancipación. He tratado de repensar las nociones de política y de democracia a partir de él, pero es primeramente este concepto el que ha sido decisivo para mí, porque supone un replanteamiento de ciertas oposiciones que delimitan habitualmente el lugar de la política (la política contra lo social o lo privado contra lo público). Ha determinado mi distancia en relación a una cierta visión arendtiana, que opone la excelencia del ejercicio político y la libertad a las formas de usurpación de la necesidad social. Se sabe qué rol los pensadores de derecha le han hecho jugar entre nosotros para estigmatizar los movimientos sociales. La emancipación es la refutación en acto de este reparto a priori de las formas de vida. Es el movimiento por el cual los y las que estaban localizados en el mundo privado se afirman capaces de una mirada, de una palabra y de un pensamiento público. Esto puede comenzar con esos nuevos honestos trabajadores evocados por E. P. Thompson, quienes una tarde de marzo de 1792 se reunieron en una taberna londinense y fundaron allí una sociedad con un número ilimitado de miembros para afirmar el derecho de todos a elegir los miembros del Parlamento. Esto comienza también cuando los obreros en conflicto con sus empleadores, en el París de los años 1830, hacen de su huelga ya no un medio de presión de un grupo de individuos sobre un individuo particular sino una acción pública de los obreros en tanto que tales, o cuando Rosa Parks, en Montgomery en 1955, convertía un acto privado —sentarse en un puesto libre— en una manifestación pública: suprimir por su propia cuenta la repartición de los asientos en función del color de la piel. El corazón de la emancipación es declararse capaz de lo que una cierta distribución de los lugares te ha negado la capacidad, declararse capaz como representante cualquiera de todos aquellos a los que la capacidad les está aparentemente denegada. La emancipación funda una idea del universal político ya no como la aplicación de la ley común a los individuos sino como proceso de desidentificación, es decir, de salida por efracción de un cierto estatuto sensible, de un cierto lugar en el orden de lo visible y de lo decible, en la distribución de los lugares y los tiempos. Es a partir de esta desidentificación que he repensado la democracia como el poder de los sin parte, es decir de los que no representan a ningún grupo, función o competencia particulares.

 

¿En qué medida es un oxímoron hablar de institución democrática?

 

JLN: no hay oxímoron desde que se entiende “democracia” en el sentido de forma o de régimen político: aun cuando sea una forma en perpetua transformación, necesita sus pausas, sus marcas. Hay, además, instituciones que son específicamente democráticas: las que ponen controles o frenos internos al sistema mismo (consejo constitucional, consejos, comisiones o “autoridades” a cargo del respeto de la igualdad o la justicia en tal o tal sector; por ejemplo audiovisual, Internet). De hecho, la institución puede también ser la mejor garante contra lo arbitrario y contra todos los derechos de excepción. Pero ninguna institución puede ponerse como un templo donde sería alguna vez recogido el verdadero principio de la democracia.

 

JR: El oxímoron, para mí al menos al origen, es la idea de democracia representativa. La regla democrática originaria es la elección a la suerte. La lógica de la representación es claramente oligárquica. La monarquía feudal y después la monarquía burguesa se han rodeado de hombres que “representan” los poderes sociales (la nobleza, el clero, la propiedad). Es tardíamente que la representación devino “representación del pueblo” en esta figura de compromiso que nosotros conocemos. La noción de institución democrática designa la paradoja misma de la política o, si se quiere, su artificio. La democracia es la forma de poder legítimo que lleva en ella la refutación de toda legitimidad del ejercicio del poder. Nuestras instituciones llevan la marca de esta paradoja. Se les puede decir democráticas si se quiere señalar por ello la obligación que tienen de inscribir el poder de no importa quién y de construirle formas de efectividad mínimas. Pero el funcionamiento mismo de la máquina estatal tiende continuamente a enfrentar esta marca y a vaciar estas formas de toda sustancia. Y es por esto que la democracia debe siempre separarse de la forma estatal a la que se busca reducirla. Ella debe tener sus órganos propios distintos de los órganos de la representación y del poder estatal.

 

MA: La expresión «Estado democrático» constituye efectivamente un oxímoron. Por otra parte, basta invertir el sujeto y el predicado para medir mejor el carácter problemático de una asociación así: una democracia estatal, una democracia estatizada, ¿es concebible? Pero lo que vale para la institución Estado ¿vale para toda institución? La representación de las relaciones entre la democracia y la institución bajo el solo signo del antagonismo sería ultrajantemente simplificadora. Sería como si una se desplegara siempre en una efervescencia instantánea mientras que la otra habitaría presa de un estatismo marmóreo. Una primera réplica se impone: una relación es posible entre democracia insurgente e institución, en tanto que la constitución le reconozca al pueblo el derecho a la insurrección, como fue excepcionalmente el caso en la constitución de 1793.

Pero esto no basta. Aún hace falta remarcar que la relación de esta democracia con la efervescencia no es la instantaneidad. También puede, para salvaguardar el actuar político del pueblo, volverse contra las instituciones que, en el momento de su creación, han tenido por finalidad favorecer el ejercicio de este actuar. Así, desde los acontecimientos de Prairial, la insurrección se apoyó en las secciones parisinas, y los diputados montañeses que la sostuvieron hicieron que se votara en el primero de Prairial, en la Convención invadida, la permanencia de las secciones. La democracia insurgente puede entonces poner en obra una circulación entre el presente del acontecimiento y el pasado, en la medida en que se encuentran allí instituciones emancipatorias que son a la vez promesas de libertad. No hay entonces antagonismo sistemático entre la democracia insurgente y las instituciones, en tanto ellas trabajen por este estado de no-dominación.

Una complejidad del mismo orden se revela al tomar el problema del lado de la institución. Tomemos a Saint-Just en las Instituciones republicanas. Él opone las instituciones y las leyes, otorgándole la preeminencia a las instituciones y estando el recelo reservado a las leyes, suponiéndolas opresivas. Notamos que la República debe ser entonces constituida por un tejido institucional, suerte de base primera que se distingue tanto de “la máquina de gobierno” como de las leyes. Estas instituciones que tienen por finalidad unir a los ciudadanos y ciudadanas por relaciones generosas, deben llevar en ellas como un principio de la República, como su anticipación bajo forma de totalidad dinámica. Retenemos aquí de Saint-Just que él ha sabido poner a la luz una especificidad de la institución. La institución matriz, más que ser un cuadro, contiene una dimensión imaginaria de anticipación que posee una potencia incitante de naturaleza para engendrar las costumbres que irán en la dirección de la emancipación que ella anuncia. Es en este sentido que la institución, “sistema de anticipación” dice GillesDeleuze, se opone a la ley, en tanto que ella lleva en sí un llamado de una libertad a otras libertades. Es por eso que Deleuze oponía en estos términos la institución a la ley: “Esta es una limitación de las acciones, aquella un modelo positivo de acción”. Último punto: ¿existe una incompatibilidad entre la insurgencia y la institución al nivel de la temporalidad? Según Merleau-Ponty, la institución dota a la experiencia de una dimensión durable. Pero este carácter equivale no tanto a un inmovilismo como a que en la dimensión durable se puede percibir una duración creadora, innovadora en el sentido bergsoniano. Ahora bien, el carácter de anticipación de la institución trabaja la durabilidad desde el interior, por así decirlo, de tal suerte que esta dimensión durable en lugar de ser resistencia al cambio se transforma en trampolín, permitiendo por su estabilidad relativa una puesta en obra de la invención. Si como lo afirman ciertos teóricos, la institución es la categoría del movimiento, ella puede entonces aclimatarse sin pena a la temporalidad democrática.

 

¿Qué formas toma este “movimiento”? Si ustedes están de acuerdo en darle un lugar central a la resistencia y a lo conflictual, nos parece que la emancipación es para ustedes tanto un movimiento continuo como un esfuerzo discontinuo, sincopado.

 

JR: No estoy seguro de que sea necesario oponer los dos. En todo caso, he insistido por mi parte sobre el hecho de que la emancipación era propiamente una conversión del cuerpo y del pensamiento que comenzaba por una ligera subversión de las actitudes ordinarias. Esto comienza, en Gauny (El Filósofo plebeyo), por la mirada del carpintero que olvida el trabajo de los brazos y transforma el lugar del trabajo en espacio de ejercicio de una mirada estética desinteresada, y esto continúa en él por la elaboración de una contra-economía doméstica que permita escapar a las coacciones físicas e intelectuales de la dominación. Esto comienza, en Jacotot (El Maestro ignorante), por la atención del iletrado para estudiar, palabra a palabra, la relación entre la oración que él sabe de memoria y la creación de una cierta continuidad, en ruptura con la lógica de la reproducción, de una espiral que se construye distanciándose de su círculo. Lo que es discontinuo son las emergencias colectivas del poder de los hombres emancipados. Jacotot tenía 20 años en 1789 y Gauny en 1830. Las estrategias de emancipación individual que elaboraron se han vuelto posibles porque los días revolucionarios han modificado brutalmente el paisaje mismo de lo posible. Y estas invenciones han, por su lado, formado hombres capaces de otras grandes afirmaciones colectivas.

Tomando en cuentahistorias singulares, se sale de la homonimia entre la historia como proceso de evolución necesaria y la historia como relato sintético de encadenamientos de causas y efectos. La historia de la democracia puede ser la potencia de efracción y el resplandor de ciertos momentos de poder del pueblo, las transformaciones que producen en el paisaje de lo visible y de lo posible, las formas de memoria que suscitan pero también la manera en que su brillo se difracta en percepciones y actitudes nuevas. Tal vez, tomando las cosas por el otro extremo, el devenir bola de nieve de una modificación singular en la vida de un individuo o de un grupo, la manera en que esta trayectoria singular saca a la luz todas las coacciones reales y simbólicas que definen una sujeción, todas las virtualidades de mundos diferentes que esbozan las transgresiones de estas coacciones. Es así que en La Noche de los proletarios ensayé darle lugar a todo el paisaje de lo que “emancipación de los obreros” podía querer decir a través del destino de un pequeño número de proletarios, reencontrando bajo diversas formas las coacciones de la dominación y las promesas de la utopía, y construyendo a través de estos encuentros a la vez una forma diferente de vida individual y una imagen de la colectividad obrera emancipada. Es, ya lo he dicho, la historia de una generación, es decir no una brecha de edad, sino una configuración, mitad efectiva mitad ideal, de trayectorias singulares marcadas por una misma apertura revolucionaria de lo posible. Tales historias no definen ningún encadenamiento causal de circunstancias y de consecuencias. Ellas definen construcciones alternativas de lo posible que se inscriben en otra configuración de lo que entendemos por presente.

 

MA: Pienso igualmente que, más que poner una alternativa entre continuidad y discontinuidad, se trata más justamente de concebir la historia de la emancipación como recogiendo dos modelos a la vez, indisociablemente continua por sus intenciones, discontinua por su modo de manifestación. Se trata entonces de una comunidad política haciéndose, orientada hacia la igualdad y la no-dominación. Pienso la historia de la libertad bajo el signo de la discontinuidad, con momentos fuertes de emergencia entre grandes zonas grises. Estos momentos son la invención de la democracia griega, la república romana, las repúblicas italianas de la Edad Media, las grandes revoluciones modernas. Esta historia está puntuada por lo que Saint-Just llama magníficamente “profecías de la libertad”, las que dejan trazos en la historia destinados a ser retomados y reactivados, bajo otros nombres, bajo otros motivos. Pero la historia de la democracia —historia compleja, caótica— debe tomar en cuenta tanto los grandes acontecimientos como los acontecimientos menores, la innombrable multiplicidad de los actos de resistencia, de rebelión durante los períodos llamados “calmos” donde el orden estatal parece reinar, aunque al consultar los archivos, es un estado permanente “de intranquilidad” que incuba. Es así que Jean Nicolas puede escribir en su bello libro, La Rebelión francesa 1661-1789: “Entre 1660 y mayo de 1789, la sociedad francesa ha vivido en el modo de la intranquilidad, según ritmos desiguales, pero en un estremecimiento casi ininterrumpido”.

 

JLN: Pensar la democracia bajo los términos “movimiento” y “emancipación”, como “movimiento de emancipación”, no sucede sin problema. “Emancipación” es sin duda otra gran palabra que sostiene a “democracia”, de otra polivalencia oscura. ¿Emancipación de qué, de quién? De los dioses y tiranos, esto se entiende; ¡pero no dejan de volver! ¡Tienen muchos avatares! ¿Quién y qué nos tiraniza y nos pone en la idolatría o la superstición? ¿Emancipación de la servidumbre, de la explotación, del sufrimiento moral y físico? Sabemos esclavizarnos a sistemas enteros, sufrimos de nuestra propia explotación de la naturaleza y sabemos bastante mal cómo conducir la salud de una población donde la mayor parte está enferma de hambre y de falta de cuidados, mientras que la otra parte está enferma por exceso de nutrición y demasiados cuidados. Esa es la verdad: la emancipación es un término heredado del derecho de la esclavitud, luego del derecho de la autoridad paternal. Tal vez ya no nos conviene. No tenemos amos ni padres. Tal vez de lo que se trata es más bien de inventar, de crear…

 

¿Cómo situar, en este aspecto, los acontecimientos de mayo del 68?

 

JLN: Precisamente, Mayo del 68 habrá sido el primer momento visible de una puesta en crisis que se abrió más allá de un cierto modelo social, todavía particularmente paralizado en Francia, y más allá de una cierta representación de la lucha política (que nos había llevado hasta la independencia de Argelia); se abrió no sobre una perspectiva, sino justamente o bien sobre el desdén, o bien sobre la imposibilidad de nuevas “perspectivas”, de nuevos proyectos, programas, proyecciones de porvenir. Mayo del 68 ha declarado una exigencia del presente, contra el pasado (sin testamento, para citar de nuevo a Char y Arendt) y también contra el porvenir (pensado como presente futuro, proyectado, para citar a Derrida). ¿Qué pasa con el “aquí-ahora”? ¿Qué pasa con “nosotros” y no con nuestros padres ni nuestros hijos? ¿Qué pasa con un sentido que no sea siempre blasonado con cielo o con porvenir? En el límite, se podría incluso decir que el 68 se declara contra el “sentido” —un poco a la manera en que Freud escribe que preguntarse por el sentido de la vida, es ya ser neurótico— pero por la vida, la existencia, nuestra sola existencia en tanto que “sentido”. Ahora bien, la “democracia” lleva también, sabiéndolo o no, una exigencia de esta forma. (Exigencia sobre la que me atrevo a preguntar si ella no se ha encontrado más, a veces, en otras épocas o culturas…)

 

JR: Los acontecimientos del 68 no tienen seguramente una significación unívoca. Los aspectos para mí dominantes son el replanteamiento del determinismo histórico y la afirmación de lo que “democracia” puede significar si se toma la palabra en serio. Se ha olvidado el singular contratiempo que mayo del 68 ha representado en el paisaje francés. Sin duda el contexto global de la Revolución cultural china y de la lucha antiimperialista ha influido en las capacidades de movilización de la juventud en Francia como en Estados Unidos, Alemania o Japón. Pero la sociedad francesa a la víspera del 68 se describía a sí misma en los términos del reformismo triunfante: integración de la clase obrera por la sociedad de consumo, nueva generación estudiantil descomprometida con las ideologías del pasado, nuevo rostro del capitalismo, rol de los cuadros modernistas, etc. Todo esto ha sido barrido en algunos días por la espiral de un movimiento en su origen muy limitado. Si esto ha repuesto en escena el escenario revolucionario, es fuera de su temporalidad propia y bajo el signo de la distancia entre vanguardia de derecho (el partido de la clase obrera) y fuerza motriz nacida del acontecimiento mismo. Más que los modelos de la revolución marxista, la propagación del movimiento en el 68 recuerda las insurrecciones republicanas del siglo XIX: una deslegitimación masiva del poder estatal que se transmite a toda la sociedad, hizo en todas partes aparecer la arbitrariedad y la inutilidad de las jerarquías, por un lado, y las capacidades de invención de los individuos ordinarios, por otro. No hay necesidad de autoridad, no hay necesidad de jerarquía, se puede perfectamente construir un mundo sin eso: es lo que todo el mundo descubrió al mismo tiempo, un poco en todas partes. Las alternativas cómodas (movimiento obrero de reivindicación versus aspiraciones libertarias de la juventud) han recubierto esta experimentación democrática radical.

 

MA: Para mi generación, mayo del 68 ha funcionado como una catarsis por relación a los años negros, siniestros de la guerra de Argelia, como si pudiéramos al fin tomar alguna distancia en relación a la tortura, “el cáncer de la democracia” según Pierre Vidal-Naquet. Fue también la alegría de recobrar una potencia de actuar concertadamente, en común, de hacer de nuevo la experiencia del “desorden fraternal”, alegría reforzada por una toma de palabra generalizada; el placer de escuchar denunciar en la plaza pública “las crápulas estalinianas”. Fue una imponente huelga obrera que recordó a aquellos que tenían tendencia a olvidar que nuestra sociedad vivía bajo la influencia del capitalismo que la cuestión de su supresión se ponía ante nosotros, que no lo podíamos eludir. Es decir, mayo del 68 es un fenómeno complejo y compuesto. En efecto se ha podido ver coexistir un neobolchevismo, incluso un neoestalinismo, la dominación de las organizaciones burocráticas a menudo afectadas de culto al jefe genial y omnisciente; y al mismo tiempo una poderosa corriente anti-burocrática que navegaba entre la búsqueda de una democracia radical y que llevaba entonces por nombre “la autogestión”. Dos tradiciones revolucionarias coexistían, la jacobina o más exactamente la jacobina-leninista y la tradición comunalista; al lado de organizaciones trotskistas, maoístas, el movimiento del 22 de marzo. En esta perspectiva, habría que ver hasta qué punto los comités de acción, comparados en un sentido a los clubs de la Revolución del 48, han tenido éxito en instaurar una crítica emancipatoria de la forma-partido. Una de las lecciones del 68, a menudo olvidada, es la de reafirmar la necesidad de una crítica nueva de los partidos políticos, en la estela de SimoneWeil, la de La crítica social, saludada por André Bretón en el texto Prohibir los partidos políticos. Otra lección es que la democracia parlamentaria es la enemiga más temible de la verdadera democracia: como prueba, una vez las elecciones legislativas se han decidido, el torrente democrático es enseguida enviado a su cama y el movimiento ha llegado a su fin.

 

Para ustedes tres, no todo es político; sin embargo ustedes se distinguen en su manera de situar la democracia, incluyendo por relación a la política. ¿Dónde ven ustedes hoy la afirmación y la experiencia democráticas, en el sentido en que ustedes las entienden?

 

MA: Donde quiera que los agentes sociales y políticos decidan “tomar sus asuntos en sus manos”, luchar ellos mismos contra lo inaceptable, hay experiencia democrática en la medida en que estas luchas escapan a la influencia de las direcciones burocráticas. Se puede citar el movimiento de los sin papeles, las ayudas espontáneas y a menudo asociativas a los migrantes, notablemente en Calais, la lucha por la vivienda, los inicios de desobediencia civil. En relación a esta experiencia, se imponen dos tareas. Siguiendo el ejemplo de Louis Janover, denunciar los fenómenos de fingida disidencia, con tanta más lucidez en cuanto hay un neobolchevismo de vuelta. Más allá de la oposición demasiado fácil entre totalitarismo y democracia, hacer el análisis crítico de las degeneraciones de la democracia, su deriva en oligarquías autoritarias. Tres direcciones: crítica de la representación, crítica del Estado de derecho que bajo una cubierta de formalismo está dispuesto a integrar no importa qué, incluso la tortura, crítica de la colonización de la vida cotidiana. La democracia debe recobrar su carácter de ruptura, de interrupción de la dominación.

 

JR: Me parece que se pueden distinguir al día de hoy los elementos bajo dos formas principales. Por un lado en el sentido de rechazo a las barreras que separan a los que son de aquí y los que son de otra parte, luego en la lucha contra las leyes canallas[3] y todas las formas de represión que crean de hecho poblaciones de segunda zona. Por otro lado en las tentativas múltiples de hacer vivir asociaciones, órganos de información, foros de discusión o talleres de creación fuera de los modelos jerárquicos y mercantiles. Estas dos formas comportan al mismo tiempo sus riesgos y sus límites. Por un lado está el riesgo de transformar la “parte de los sin parte” en combate contra la exclusión, de pensar la lucha a partir de un “otro” definido por sus privaciones más que a partir de un “no importa quién” definido por sus capacidades. Por otro lado está el riesgo de perder un sentido político global de la democracia y una percepción global del refuerzo y la conjunción —a un grado nunca alcanzado todavía— de los poderes oligárquicos. Es por eso que creo necesario reformular hoy en día la radicalidad democrática del poder de no importa quién en su formulación teórica y en sus consecuencias prácticas. Y creo necesario correlativamente proceder a un reexamen de la tradición crítica, de poner al día todo lo que numerosas formas de denuncia crítica del sistema dominante toman prestado de hecho a la lógica de este sistema.

 

JLN: Esta distinción que afirmo entre política democrática y “democracia” como nombre, digamos, “porta-todo” [“fourre-tout”], intento hacerla valer para la apertura de un gran giro antropológico y, si puedo decirlo, metafísico. La esfera política por la cual todo debe transitar, pero donde nada puede acabarse, permite el acceso a otras esferas que son aquellas donde hay, si puedo decirlo, realización en el presente: el arte, el amor, el pensamiento, incluso el saber en su acto puro, se realiza, eventualmente sin durar, o entrando en otra duración que la de las esperas, previsiones, etc. Todo el “sentido” es así: el sentido sensible, la sensación, la sensualidad, el sentimiento, la sensibilidad, el sentido de una “idea” o de una palabra, el sentido de un encuentro, eso se realiza. Se realiza infinitamente en su finitud o en su acabado [finition] mismo: un canto, un gesto, un soplido, una obra tal vez, pero no forzosamente. Allí donde sufrimos es al perder esto de vista, acechando una política que nos conducirá hacia una realización final. Fallamos correlativamente en comprender cómo estos toques a veces casi insensibles de sentido pueden hacer circulación entre “nosotros”.

Si encontramos la demarcación e intrincación justas de estos dos órdenes (la política no es todo pero debe poder velar sobre todo, precisamente cuando nada más es tampoco todo, y es esto lo que habría aún que afinar y precisar mucho), progresaremos tal vez hacia lo que puede querer decirnos esta “democracia”, que no dice tal vez nada distinto que una mutación entera de la “civilización”. Esto no sucederá sin tocar también el orden económico y el orden tecno-científico.

 

Ahora bien, la “democracia” recubre con su prestigio “emancipador” el hecho de que sus términos fundamentales —a saber, libertad, igualdad, fraternidad y justicia— son de una carga metafísica considerable, pero son también considerados como evidencias: libertad de cada uno, limitada por la del otro, igualdad, fraternidad o solidaridad de todos, por definición, y finalmente justicia para cada uno. Como si supiéramos lo que son “cada uno” y “todos”, dónde comienza y dónde termina un “individuo”, una “persona”… En verdad hemos comprometido allí sin mirar demasiado una ontología del individuo, desligada de todo e indivisible en esta separación; a partir de lo cual se nos vuelve necesaria la cuestión: ¿cómo entonces los individuos se pueden reunir [assembler]?

Pero no hemos visto que el “individuo” es una presuposición frágil y poco constante. No lo hemos visto porque ha sido producido en un tiempo donde la civilización procedía a hacer una elección fundamental: no recurría ya a referencias dadas (la jerarquía, la sumisión, diversas figuras de “comunidad”) sino que ella escogía, inconscientemente, una referencia de valor que era el valor no dado, y no inconmensurable, sino por producir y conmensurable: el valor de la riqueza y de la invención (velocidad, potencia, precisión) —ambas cosas ligadas ciegamente— en tanto que capacidades de autoexpansión o de producción indeterminadas. Esto se llamó más tarde “capitalismo” y “técnica”.

Así libertad, igualdad, etc., han sido de entrada las características de un sujeto del valor que él mismo se ha convertido en “el” valor. El “individuo” abstracto no es más que la imagen —en el fondo muy confusa— del agente de un proceso así: la (re)capitalización indefinida tanto de la riqueza como del saber-hacer. La plata, los transistores, las materias plásticas o los semiconductores, las velocidades y las potencias son libres, iguales, solidarios entre ellos. En cuanto a la justicia, es en el fondo este proceso mismo… En otros términos, es a toda esta elección profunda de la civilización que “democracia” nos remite: ¿sabremos reintroducir otra cosa que el valor intercambiable y autoexpansivo, ya sea de plata, de precisión, de velocidad o del individuo?


[1] Entrevista realizada por Stany Grelet, Jérôme Lèbre y Sophie Wahnich, aparecida originalmente en Vacarme 48, verano 2009, pp. 8-17. Versión digital publicada el 23 de junio de 2009 en http://www.vacarme.org/article1772.html . La versión original informa lo siguiente: “Conforme a su deseo, Miguel Abensour, Jean-Luc Nancy y Jacques Rancière respondieron por escrito y separadamente a nuestras preguntas”.

[2] La Comisión Trilateral es una fundación privada que agrupa, a partir de 1973, a los poderosos de los mundos político, industrial, financiero e intelectual de Europa Occidental, Norteamérica y el Asia-Pacífico, y que pone los marcos de la mundialización económica actual.

[3] Las “loisscélérates” fueron unas leyes anti-anarquistas promulgadas durante la Tercera República francesa, en los años 1893-1894. Por extensión, se usa para referirse a todas las leyes represivas y persecutorias hacia la movilización política. (Nota del traductor)

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *