Kapuściński al fin del mundo - Carcaj.cl
26 de abril 2020

Kapuściński al fin del mundo

por Angelo A. Narváez León

Dicen que los polacos del siglo XIX aprendían a leer a Goethe en alemán y a Pushkin en ruso, antes que a Mickiewicz o a Krasiński. Eso, por supuesto, suponiendo como parámetro a los polacos que sabían leer o que lograban enfrentar el mundo a través de su lengua. Deportados a Siberia, presos en Wronki, exiliados en Berlín o clandestinos en Londres o París, la intelectualidad polaca vivió la persecución política desde sus tempranas pulsiones independentistas, hasta los tiempos del sindicalismo católico antisoviético de Solidarność. Otros, los iletrados, migraron en masa a los Estados Unidos o le dieron pulso a la segunda industrialización victoriana: los polacos, decía Friedrich Engels con escasa elegancia, fueron los negros del último contragolpe imperialista inglés. También en el siglo XX el aquí y el allá en Silesia cambiaban con una intensidad que hoy celebraríamos como políglota, pero que los polacos sorteaban por pura supervivencia. En Polonia celebrar una misma ciudad con tres o cuatro nombres no parecía tan preferible como lo es hoy a los ojos de una globalización que se fractura y tambalea sin un proyecto posterior.

¿Cómo pensaba Kapuściński su nacionalidad mientras cursaba sus estudios de periodismo en Varsovia? ¿Cómo pronunciaba en sus sueños la ciudad de su familia? ¿Cómo la escribirán hoy en sus notas los polacos que sobrevivieron al siglo XX, Pińsk, Пінск, Пинск? ¿Qué significaba para Kapuściński ser polaco en un territorio atravesado por fronteras e imposiciones culturales ajenas, pero que una vez apropiadas abrieron vetas imprevistas?

No había razón para despreciar a Goethe, cuando a través de sus versos, y por refracción orientalista, se podía llegar también al islam y al Corán. Por qué no leer Pushkin si era posible alcanzar los relatos del moro Abram Gannibal en las cortes de San Petersburgo y Tallin, y tras él a la ya casi invisible relación entre África y Europa, al rey Mamnón de Etiopía muriendo en Troya por defender a Príamo del asedio de Aquiles y los aqueos. Claro que aquí ya no estamos leyendo a Goethe o a Pushkin, sino que las Posthoméricas de Quinto de Esmira y los Libros de Heródoto.

¿Heródoto? «sí, porque en aquella época nuestra manera de pensar, de ver las cosas y de leer estaba gobernada por la obsesión de la alusión. Cada palabra tenía sus asociaciones ocultas, un doble sentido, un segundo fondo, expresaba algo inexpresable, todas entrañaban un código secreto astutamente escondido»: y las palabras de Heródoto, «¡la de alusiones que entrañan!». ¿Cómo escribir sin alusiones, si Stalin recién llevaba dos años muerto cuando las traducciones de Heródoto se publicaron en Polonia? ¿Qué culpa tenía la historia? ¿Antes de la desestalinización, habrán censurado a Tucídides en Polonia también? ¿Cómo escribir cuando nadie hablaba, cuando nadie podía moverse realmente? ¿No tiene siempre algo de alusión la escritura cuando se practica desde las más diversas formas de encierro?

La historia y la literatura siempre fueron excelentes compañeras de ruta para el encierro, para la reclusión y el aislamiento. Buenas, pero no las únicas. Blanqui encarcelado se hizo acompañar de la astrología (para horror de sus compañeros socialistas) y escribió con especial cuidado La eternidad a través de los astros. Gramsci volvió al Renacimiento. Rosa Luxemburgo se volcó sobre sus herbarios. Kapuściński pensó en salir sin saber bien desde o hacia dónde, porque todo encierro es de alguna manera eso, una pérdida del dónde que mientras más buscamos más perdemos, pero también más imaginamos.

«Me sentía tentado», decía Kapuściński «a asomarme al otro lado, a ver qué había allí. Me preguntaba qué sensación se experimentaba al cruzar la frontera. ¿Qué sentía uno? ¿En qué pensaba? Debía de tratarse de un momento de gran emoción, de turbación, de tensión. ¿Cómo era ese otro lado? Seguro que diferente. Pero ¿qué significaba diferente? ¿Qué aspecto tenía? ¿A qué se parecía? ¿Y si no se parecía a nada de lo que yo conocía y, por lo tanto, era algo incomprensible e inimaginable? Pero, en el fondo, mi más ardiente deseo, mi anhelo tentador y torturador que no me dejaba tranquilo, era de lo más modesto, pues lo único que me intrigaba era ese instante concreto, ese paso, ese acto básico que encierra la expresión cruzar la frontera. Cruzarla y volver enseguida, con me bastaría, saciaría esa inexplicable y sin embargo muy acuciante sed psicológica».

Es posible que Kapuściński siempre tuviera su manera de volver, de retornar, de nunca irse en realidad. Pensó, imaginó y sintió lo que Heródoto le entregada siempre en polaco, y todo lo que pudo ver después lo vivió en polaco también. Tal vez esos dos ejercicios, escribir y cruzar, podrían entenderse como un ensayo de alusiones más o menos sensatos desde los que nos entendemos a nosotros y a los otros, al aquí y al allá, un ensayo que podemos perfectamente decidir no realizar cuando tenemos la posibilidad de realizarlo, pero que no podemos obviar como problema cuando vemos negada la posibilidad de su realización.

Quizás Ébano sea uno de los mejores ejemplos de Kapuściński ensayando la escritura desde las fronteras. Pensado como una compilación de crónicas en las que reunió más de treinta años de viajes por el África subsahariana saltando, de Mauritania a Somalia, y de los sueños de la descolonización inconclusa y los ideales del panafricanismo al terror de las dictaduras, es un libro donde es posible encontrar una distinción entre los sentidos de la frontera, entre los modos en que se cruza una frontera, entre la exploración y la búsqueda, entre uno y la otredad, donde «sin la ayuda de los otros no se puede escribir un reportaje. No se puede escribir una historia. Todo reportaje -aunque esté firmado sólo por quien lo ha escrito- en realidad es el fruto del trabajo de muchos. El periodista es el redactor final, pero el material ha sido proporcionado por muchísimos individuos. Todo buen reportaje es un trabajo colectivo, y sin un espíritu de colectividad, de cooperación, de buena voluntad, de comprensión recíproca, escribir es imposible». Tal vez esta diferencia vale también para la escritura en general si pensamos que siempre, en todo idioma, en cada palabra, está contenida la totalidad del mundo.

En su introducción a Los cínicos no sirven para este oficio —más que un libro de entrevistas, un diálogo con John Berger que uno esperaría que en vez de acabar se multiplicara—, Maria Nadotti desliza la idea de que posiblemente es la transformación desde la singularidad (que poco tiene que ver con la individualidad, al menos si la entendemos como individualismo) el lenguaje común que atraviesa toda la obra de Kapuściński. Pareciera que ese es un guiño a la historia universal, una idea hoy casi en desuso, pero que en sus libro asoma la cabeza, como un ejercicio de lectura y escritura, de cruce y traducción, «donde las enormes transformaciones que, en el transcurso de pocas décadas cambiaron el mapa del continente africano, al tiempo que cambiaron al mundo también». Así lo da a entender el mismo Kapuściński en Imperio, el libro que compila sus viajes por las Unión Soviética, en una sola sentencia, como un aforismo que no tendría nada de extraño para los filósofos del siglo XIX: «Baku es la base industrial de Azerbaiyán, un típico enclave colonial, como Katanga en el Congo», como si las historias nos hicieran preguntarnos qué tan diferentes son realmente las diferencias.

Eso sí, el tiempo de Kapuściński fue otro, quizás siempre será otro y no podría ser de otra manera sin las barreras, las fronteras del tiempo y el espacio. «Hedóroto, que nació, vivió y creó su obra en el otro lado del abismo temporal que nos separa», que no logró conocer Roma, ni América, ni la catedral de Colonia, ni el Renacimiento o la Ilustración, ni la imprenta, ni la máquina a vapor, ni el ferrocarril, ni el telégrafo o una simple bicicleta, «se sintió por ello menos rico? Nada parece indicar tal cosa. Todo lo contrario: vive su vida en plenitud […] siempre en movimiento, siempre en busca de algo y ocupado de algo. Le gustaría conocer y aprender tantas cosas, desvelar tantos misterios, solucionar tantos enigmas, responder a una larga letanía de preguntas», incluso las que hay en una sola biblioteca o en una simple habitación, en una simple persona con la que podemos conversar. Sin embargo, «lisa y llanamente, le falta tiempo; no tiene tiempo ni fuerzas, simplemente no le alcanzan, siempre se le hace tarde como se nos hace tarde a nosotros». Esta es la paradoja del tiempo de Heródoto, que se le hace tarde la vida no porque avance a trancos apresurados, desesperados o ansiosos, sino por se arroja como Empédocles al Etna a la inmensidad de la simultaneidad e infinitud del más mínimo gesto o del verso más breve de Safo.

Fue por esa breve simultaneidad de nuestras vidas que Kapuściński quiso cruzar las fronteras del espacio, primero en su imaginación hacia Checoslovaquia como corresponsal para el Sztandar Młodych, el Estandarte de la Juventud, y luego a través de aviones y trenes hacia la India del presidente Nehru, que con su discurso nacionalista despertaba pasiones contradictorias entre la izquierda occidental. Al cruzar una frontera, decía Kapuściński, lo importante no era el fin, la meta o el destino, sino movimiento, ese «mero acto, casi místico y trascendental».  Pero, si era posible atravesar y cruzar el espacio, debiese ser posible hacer lo mismo con el tiempo. Cuando el espacio se reduce a nuestra propia experiencia personal, interpretamos la vida y la historia desde un provincianismo que nos hace otorgarle una «importancia desmesurada, universal». Con el tiempo sucede lo mismo, decía T. S. Eliot según Kapuściński, como si la bicicleta que Heródoto nunca tuvo para Navidad fuera más importante que el retraso de un carruaje en Tebas, como si nuestros problemas fueran los más importantes de los que alguna vez existieron o existirán. Leer, escribir, cruza y viajar «simultáneamente en el tiempo y el espacio», para que «el pasado se incorpore al presente, confluyendo los dos tiempos en el ininterrumpido flujo de la historia».

*

Kapuściński llegó a Chile en noviembre de 1967, poco después de la muerte del Che. Estudió castellano por dos meses y medio con Marian Rawicz, y le fueron suficientes para ofrecer una conferencia en el Ministerio de Relaciones Exteriores sobre la situación política de Polonia. En un infortunado desliz, Kapuściński reportó a la prensa polaca sobre la hipotética inminencia de un golpe de Estado contra Eduardo Frei Montalva, noticia que se publicó sin editar el 10 de mayo de 1968 en el Trybuna Ludu, el órgano del Partido Obrero Unificado, nombre oficial del partido comunista polaco. El artículo, el primero enviado a la Agencia de Prensa Polaca como corresponsal en Latinoamérica, fue razón suficiente para que se le considerara persona non grata y se le informara su deportación por injerencia en asuntos políticos nacionales.

Intuyendo el curso de la historia, Kapuściński decidió visitar a Salvador Allende, entonces presidente del Senado, quien según sus propias palabras le habría dicho sonriente golpeándole el hombro, «no te preocupes, algo haremos para resolverlo, algo se nos ocurrirá». Pocos días después se le informó que no sería deportado, pero que se le invitaba a dejar libremente el país. Kapuściński escribiría luego desde Brasil que se sentía mucho más libre ahí «que en la tan presunta democracia chilena, ese régimen desastroso. Simplemente odio Chile». Eso sí, algo además de odio se llevó Kapuściński de Chile: la convicción de que Allende intervino a su favor en el proceso de deportación, y la edición de los Diarios del Che en Bolivia que en julio de ese mismo año había editado Punto Final.

A Chile vendría luego dos veces más, en 1970 para la elección de Allende, y en 1971 para la visita de Fidel. Tras el asesinato del general Schneider, Kapuściński escribió que en Chile «la extrema derecha ha sido empujada más y más hacia posiciones defensivas. Su historia está llegando gradualmente a su fin». Aunque en el tiempo y el lugar no se equivocó, que arroje la primera piedra quien no haya sido seducido por el entusiasmo y la necesidad de celebrar anticipadamente, una y otra vez, la derrota definitiva del fascismo. ¿Tuvo alguna palabra más? Sí, que aun siendo del todo opuestos, el Che y Allende «tenían ambos razón, [aunque] operaron bajo circunstancias diferentes», el Che intentando entregar al pueblo el poder, Allende defendiéndolo (ejercicios latinoamericanos de «honestidad moral», dice Kapuściński, porque a veces la diferencia no es tan diferente). ¿No decía algo muy similar la dedicatoria que le escribiera el Che en el ejemplar de Guerra de guerrillas que le regalara a Allende?  

Un problema que posiblemente no sea solo nuestro, es que hoy no sabemos muy bien dónde termina el año 2019 y comienza el 2020, un momento en que nos enfrentamos a la necesidad de pensar más allá del provincianismo del tiempo y del espacio, de cualquier forma de centralismo. Un momento de inflexión en que quizás sea buena idea volver sobre esos relatos que pretenden «investigar y describir el mundo contemporáneo, que está en cambio continuo, profundo, dinámico y revolucionario», aun cuando no sepamos muy bien dónde comienzan y terminan esos mundos, esos presentes. Así, en plural.

* Todas las citas de Los cínicos no sirven para este oficio y Viajes con Heródoto están tomadas de la edición preparadapor Anagrama el 2019 para la colección Compendium.

Investigador Postdoctoral, U. Católica de Valparaíso. Núcleo de Investigación Espacio y Capital, U. Alberto Hurtado.

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