Foto satelital nocturna

05 de julio 2021

La noche-muerte. Sobre los seres sin rostro que queman Gaza

por Mauricio Amar

A la noche: Aunque te creas igualitaria 
–«toda tu eres para todos» –, apta para soñadores o guardianes
de sueños, nuestra luna está rota, nuestra sangre
no tiñe tu camisa, oh noche…

Mahmud Darwish, Estado de sitio.

Pocas cosas nos son tan inquietantes para la experiencia humana como la noche. Su oscuridad recuerda la muerte, el fin y el vacío en el que se monta toda existencia. La noche de cada día es huella de la muerte, tanto como la muerte es lo que buscamos diferir. De ahí la tremenda inquietud. El día acaba convirtiéndose en noche y ese proceso nos invita a revivir rápidamente aquello que creemos haber vivido en las horas pasadas, al ritmo soñoliento de nuestros miembros haciéndose flojos. La noche, además, es la primera puerta que abre el sueño, que se introduce a través de ella, pasando por los cuerpos, creando escenas y mezclas inverosímiles que serán realidades del cuerpo en su estado de entrega. En el sueño nos damos a los otros en confianza. “Descansamos en paz” sin espera del nuevo día. El Hades se nos entrega fugaz y confusamente. El cuerpo nos despierta luego, pero el sueño no existe para ser terminado. Es el mundo abierto de lo improbable que se vuelve incluso lógico. 

En el Islam, la noche tiene una significación especial. El Corán fue revelado al profeta Muhammad en una sola noche, que durante el Ramadán los creyentes conmemoran como Laylatu l-Qadr, la noche del destino. En ella, tal como ocurre en el sueño de todos los días, el tiempo se transforma, repliega valiendo más que mil meses (Corán 97:1-5). En esa noche tan especial, es la vigilia la que reemplaza al sueño. La noche se vive a través del rezo. Para los musulmanes, esta es una noche de paz, hasta la llegada del amanecer. Asimismo, fue en una noche que el profeta realizó su viaje más hermoso. Durante el ’Isrā’, primera etapa de un largo periplo de una sola noche, llegó volando a Jerusalén y oró. Allí en la noche que continuó con el Miʿrāj’, la segunda etapa, mantuvo encuentros con profetas y ángeles. La noche es entrada a lo fantástico, a la muerte que es renacimiento. Es encuentro con el destino y, por tanto, de revelación. Ambas noches coránicas anuncian lo inquietante de la finitud humana, pero lo hacen abriendo en el humano una puerta hacia lo infinito, al cosmos al que pertenece necesaria aunque insondablemente.

El Ramadán concluyó hace pocos días y en un lugar en particular en el mundo, en el que la gran mayoría de la población es musulmana, la muerte llegó de noche en su forma más violenta. La muerte puede llegar efectivamente como fuerza de la noche, rayo terrible que fulmina los cuerpos y los convierte en restos que ya no pueden soñar. Esta muerte entra de noche en la forma de un fantasma, un ser sin rostro, que en nada se parece al Buraq en el que iba sentado Muhammad. La noche-muerte es un ente sin alma, que despide fuego capaz de calcinar edificios. A veces las carnes son directamente destrozadas por este atroz visitante, otras actúa como un derribador de paredes y techos que caen sobre los cuerpos de niñas, niños, hombres, mujeres, viejos, jóvenes. En la noche, y de lo que hablo es de la noche en Gaza, Palestina, no importa que no hayas cumplido el ciclo de la vida, ni olvidarás sacar las cuentas para el día siguiente. La muerte se aparece como un fantasma que extermina todo. 

Los niños palestinos han aprendido esto. Igual que los de Yemen cuyos fantasmas se visten con los ropajes del propio profeta, en Gaza la noche-muerte llega de improviso. Los fantasmas aparecen de manera rápida e implacable. No dan tiempo a nada. Así fue en 2009, en 2014, en 2021. Los muertos por cientos o miles se esconden en los escombros. Deben ser sacados al pasar de los días. En sus ojos no está la paz del destino, sino la herida abierta de un golpe en el cráneo. La marca de una máquina de muerte no tripulada que hoy se llama Israel.

La noche-muerte más que una forma de designar una cosa, es el nombre de una epoché. Este es el mundo de la noche-muerte en que los niños son calcinados y su imagen se multiplica en dispositivos de los que serán borrados a los pocos días por sobrecarga de memoria. Vivimos la noche-muerte en la que gobiernan los militares y los policías. Por eso, en estas noches hay más muertos que sueños. Israel no es, en este sentido, una rareza, sino una imagen del ser sin rostro que azota el mundo. Un drone, que todos sabemos que está sobre nuestras cabezas listo para disparar. Un dispositivo de normalización, por cierto, que no se limita a vigilar Palestina, sino que se muestra como modo del poder en Colombia, Wallmapu, Sahara Occidental, Yemen. La época de la noche-muerte impone modos. Se mata así. Se tortura asá. No necesita credenciales. Dispara a los ojos en Santiago de Chile, revienta los cuerpos con misiles en Gaza. Esos modos en conjunto, en su infinitud de posibilidades de normalización, interrogación y asesinato definen el estado de excepción permanente en el que vivimos. 

Esto significa nada menos que la existencia de una estética de la muerte. A ella ha contribuido, por supuesto, el cine y la caricaturización de los cuerpos posibles de ser eliminados sin culpa. Pero nada ha sido tan efectivo como los videojuegos, que rompiendo la experiencia cinemática del montaje, sitúan al espectador como actor de un mundo que debe aprender a controlar. Allí la vida se implica unidireccionalmente, sin cortes. Nos preparamos para ser los asesinos de seres que no existen. En Gaza, seres que no existen son los que asesinan a los que habitan este mundo. Entre la presencia real y virtual, se traza una zona de indeterminación, en la que los humanos pueden devenir drones u objetivos. Devenir dron es hacerse indistinto de la noche muerte. Es ser parte de ella, intervenirla, al tiempo que someterse a su oscuridad. Vemos como los drones, en tiempo lineal, sin estereoscopía. Ellos nos determinan como presencia ausente del mundo. Y es de esa forma que creemos controlarlo. Siendo nosotros mismos el cuerpo del panoticismo.

Durante la noche de Gaza el misterio ha devenido catástrofe. Es la catástrofe de la civilización, de eso que Benjamin siempre acusó como convivencia del progresismo con el fascismo. Para ver y escuchar la catástrofe, deberíamos desarrollar nuevas membranas sensitivas, que nos permitieran ver y escuchar en la noche del mundo. Tal vez una arquitectura forense nos de algunas pistas de los espacios sobre los que podríamos mirar, los metales que escuchar, los cuerpos abiertos que tocar para volver a sentir el mundo. Para ver, también, si la noche se vuelve otra cosa. Un misterio, un lugar para las luces tenues, como las de las luciérnagas. Espacio y tiempo plegado por el que puede volver a pasar Muhammad sobre Buraq. Tal vez los habitantes de Gaza ya han comenzado este camino. Por eso, quizá, siguen sobreviviendo.

Mauricio Amar es Académico del Centro de Estudios Árabes Eugenio Chahuán de la Universidad de Chile. En 2018 publicó el libro Ética de la imaginación. Averroísmo, uso y orden de las cosas, Editorial Malamadre.

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