La traición en la historia. Sobre el «caso Concertación»
(para un marxismo borgiano)
Considerando los compromisos que la Concertación debiera haber tenido para con el pueblo chileno, y en especial para con el movimiento popular y la resistencia contra la dictadura, ya se ha convertido en sentencia incuestionable la condena moral de traición ¿pero en qué consiste una traición? ¿cuándo lleva a cabo exactamente su traición la Concertación?, es decir ¿cuándo se toma la decisión de traicionar?, y acaso ¿se decide ser traidor? La forma habitual de ver las cosas ve en la diversidad de ocasiones que ofrecen la traición un rasgo común: ante todo, esta sería ideológica. La traición es “ofrecida”, por el lobby, por la posibilidad de la estafa, y aquí probablemente debiera insertarse un largo etc., pero en definitiva estas posibilidades solo serían reales ante la condición moral de la codicia. Lo que aquí se pide es una cohorte de santos, una cruzada de votos de pobreza, un cristiano ejemplar. Solo de esta forma la Concertación no habría sucumbido a la tentación de la codicia que se descubre como móvil de la traición. Esta traición sería ideológica porque se falla a las ideas o ideales, se traicionan las creencias, y se revela que es una falta de fe la que acabaría arrastrando al pecador a la herejía.
Pero esta explicación es demasiado floja. Se descubre en ella la extraña idea de que son los hombres los que hacen la historia a merced de sus caprichos íntimos. La explicación de la traición impregna todo el mapa con olor a psicologismo, con lo que el motor de la historia es reducido a las ideas y decisiones de unas cuantos criaturas. Resulta sospechosa la complicidad que esta forma de entender la traición tiene con la moral cristiana, y en tanto se trata de una moral constitutiva de nuestra cultura, revelaría una “naturalización” al menos cuestionable. ¿Es posible eludir esta moral, e intentar mirar la llamada traición de la Concertación con otros ojos? La necesidad es doble: se requiere una explicación histórica de la traición, pero aquí histórica se dice en sentido fuerte, es decir trascendental, o estructural al menos; se requiere también que esa explicación no responda ya a la moral cristiana. Pero no podemos forzar las cosas, tenemos que dejar que sea la propia traición, si logramos una explicación más real -por ser más histórica, por tocar los nervios de la economía general, por complicarse con las fuerzas del mundo- la que nos permita “extraer” la moral adecuada, no exclusivamente a la situación fáctica de la traición, sino que a sus condiciones. Nuestra explicación debe develar un campo moral más auténtico que el del psicologismo y sus complicidades cristianas.
Si queremos pensar la traición de la Concertación de manera histórica, no debemos buscar un momento psicológico que permita identificar el acto traidor. Debemos suponer que la Concertación estaba destinada a traicionar al movimiento popular, al pueblo chileno, a sus militantes, o a quien corresponda: no dependía de nadie, de ningún individuo en especial, entre los que formaban parte del conglomerado, de los que poseían la suficiente autoridad, posición, jerarquía, poder en definitiva, el que la traición fuera conjurada. ¿Cómo puede ser esto posible? Solo de una forma, tiene que haber existido un momento anterior, un pasado absoluto en el que se “decide” el destino de la Concertación. ¿Por qué un pasado absoluto y por qué entrecomillar la decisión? Un pasado absoluto es un pasado inexistente. En este pasado una decisión se decide sin acto de decisión, es decir se decide, se destina, todo esto solo en tanto todavía no se ha decidido nada. Este todavía-no es entonces una suerte de omisión, un rechazo a la decisión, y ya veremos bien, una ceguera, una falta de visión, que al impedir ver el decidible impide ver la decisión pues la ha tornado imposible. Pero esta nada no es una mera nada. Esta nada es productora en tanto motiva la constitución de una estructura o dinámica, en este caso el destino de traidor ¿Qué es lo que produce la ceguera, qué es lo que se oculta? Nuestra tesis aquí es que lo que se oculta es el campo de la estrategia. Esta ceguera es la que destinaría la traición. Pero antes de proseguir, ¿no implica este camino una elusión de la moral, una especie de excusa que secretamente buscaría expiar la traición convirtiéndola en un “mero error” estratégico? Por ningún motivo. Se trata de una cuestión muy distinta. Lo que se revela aquí es otra moral, y en esta moral, en tanto la Concertación está destinada a jugar el papel de traidor, la falta moral es la ceguera estratégica misma. A diferencia de la moral cristiana de la traición, donde encontramos una corrupción, una caída, postulamos más bien una falta de potencia, una traición no entendida como declinar, como corromperse, sino como un no-haber-sido-más. La traición se revela como una falta de porte, como un no estar a la altura de la historia, precisamente donde «estar a la altura de la historia» quiere decir: develar el campo de la estrategia. En tanto la Concertación no logra estar a la altura de la historia, solo puede estar a la altura de lo que ella misma es. En tanto no puede más (la Concertacíon es-lo-que-hay), solo puede lo posible, y de esa forma la traición le es adecuada a su esencia.
¿Por qué el «estar a la altura de la historia» es entendido como desvelamiento del campo de la estrategia? Porque solo para una visión estratégica la historia se revela como lo que es: como guerra, como violencia, como batalla de fuerzas crueles e inhumanas. Pocos han estado tan acertados como Marx cuando piensa la historia como lucha de clases. No puedo entregar en este lugar de manera detallada y prolija las razones que permiten entender la historia de tal forma; es más, provisionalmente me acogeré a la máxima de que a buen entendedor pocas palabras, así que aquí solo me queda apelar al buen sentido y a su mejor reparto. El punto es, dada esta situación bélica de la historia -situación trascendental-, la posibilidad de formular el siguiente principio: es imposible salir de la historia con las manos limpias. ¿Por qué imposible? Porque la pureza es ilusoria y la violencia irreductible. Esto puede querer-decir muchas cosas, pero destacamos una: nada es más fácil en la historia que la traición, nada está más dispuesto, más accesible. La traición está siempre ahí, pero en un doble sentido. Como destino y como acto. Un traidor destinado siempre puede traicionar, pero es probable que no lo haga todo el tiempo sino que actualice sus pequeñas traiciones reales de cuando en cuando. Pero incluso si no hay acto de traición, no cambia en nada su esencia de traidor, su destino de traidor; solo se trataría de un traidor “inadecuado”a la historia, de una traición reservada, tal como la esencia histórica misma de la traición es un reservarse. Haga lo que haga, el traidor es siempre el mismo.
En el caso de la Concertación, el problema no es ceder, su traición concreta o concretada no es por si misma inmoral una vez que la codicia no tiene para nosotros el valor de juicio que mantiene en la tradición cristiana. El error moral de la Concertación es no haber develado el campo de la estrategia, y es lo que le impide templar el ceder, o en otras palabras, es lo que le impide calcular adecuadamente -aunque no por eso sin error- el hasta donde. Ni el ceder es por si mismo moralmente reprochable, ni el resistir es moralmente loable, ya que se trata en ambos casos de movimientos de tensión: un aflojar-tensar que en tanto movimiento está a disposición de la estrategia. El problema es que la falta de una visión estratégica vuelve imposible pensar la derrota del enemigo, con lo que cualquier “pensamiento” de su derrota se vuelve “ensoñación” o construcción de “castillos en el aire”, ya que tanto la derrota -como la victoria, que es la derrota del enemigo-, solo son categorías que tienen sentido, y por tanto posibilidad de ser pensadas, en el campo de la guerra. El resultado es la pérdida de sentido de todos los movimientos de tensión. Ya no se lucha contra algo, se entra en el juego de lo posible, en la pura gestión, en la administración de la realidad, en el campo de la gobernabilidad. De esta forma, la falta moral de la Concertación, su traición, como ceguera estratégica, es la falta de enemigo, la falta de reconocimiento de un enemigo, la producción social de confusión. Si la esencia de la historia es la guerra, no ver la guerra es no ver al enemigo, no ver al enemigo es no ver la guerra, ¿cómo entenderá que se encuentra en un campo de batalla? En estas condiciones el traidor es quién intenta sobrevivir a costa de una estrategia que no conoce, quien sabotea a un bando con el que no se identifica, y cuando la violencia no es demasiado desbocada o abierta, cuando la historia le da algún respiro, es el que se las ingenia para obtener alguna que otra ganancia extra, porque aunque el tono sea menos dramático, seguirá operando bajo la lógica de la sobrevivencia.
Se comprenderá ahora que la acusación moral de traición, expuesta al comienzo, participa de la misma traición de la Concertación, por más que no lo sepa -y quizás por eso-, en tanto le está oculto el verdadero sentido de la traición concertacionista. El juicio cristiano, que en este contexto tiene el mismo valor que positivista y psicologista, el juicio cristiano de la traición es la venganza, y sin importar la existencia de un cumplimiento real de la venganza, es de todas formas su principio. Porque aunque no exista el acto de venganza, el solo juicio basta para producir al vengador. Pero recordemos, el vengador -o juez- es tan traidor como el traidor, precisamente en la ignorancia de su íntima complicidad, ya que solo puede juzgar de la manera en que juzga al pensarse “libre” de pecado -«el que esté libre de pecado que tire la primera piedra»-, lo que significa a efectos históricos una sola cosa: el vengador tampoco ha comprendido que de la historia es imposible salir con las manos limpias, y ya que la esencia de la traición no está donde el piensa verla, esa ceguera es también la ceguera ante la guerra.
Es así como la gran obra de la dictadura resulta ser el fortalecimiento hasta el extremo de la moral del sobreviviente. Esta moral es a la vez la moral del traidor, la del juez y la del vengador. Los derechos humanos, en tanto operan fuera de una estrategia, participan del mercado de la misma forma que los bancos. Su diferencia solo es perceptible desde una moral cristiana especialmente compasiva que puede identificarse con el dramatismo del problema de la sobrevivencia llevado al límite, es decir, para quien en él se encuentra con la misma compasión que ante el sacrificio de Cristo en la cruz. ¿Cómo se configura el reforzamiento de esta moral de la vida, moral de la economía y de la casa? Ahuyentando la muerte de las cunas, enseñando a amar la vida por sobre todas las cosas, aprendiendo no solo a temer, sino que a huir del peligro. Pero no olvidemos que esta moral es esencialmente traidora, es decir anti-estratégica. Una moral de la guerra solo es posible a condición de complicar la relación con la vida, a condición de permitir el enfrentamiento abierto con la muerte, y no tan solo con la muerte, sino que con todas las llamadas negatividades, las ausencias, los pasados, los futuros, los imposibles, los inconfesables… todo lo que a primera vista no se ve: los fantasmas. Quien no vea y escuche fantasmas, quien tape sus ojos y oídos ante la visita de la muerte, no podrá ver la guerra, no podrá ver los campos de batallas ensangrentados, no sabrá de los muertos ni de sus tumbas. La estrategia es por lo tanto la visión de lo que no se ve. El enemigo no tiene existencia empírica, no se ve con los dos ojos que tengo en esta cabeza, al enemigo siempre se le ve en otro lugar, y por lo tanto se le ve como otra cosa (o es otra cosa la que se ve como enemigo): se ve como partido, como rey, como sistema político, como modo de producción, como clase, como religión, como raza. La invisibilidad del enemigo es en realidad un carácter propio de todo lo relativo a la esencia de la guerra, a sus movimientos, a sus categorías, a las acciones bélicas en general.
La moral sería entonces decidir al enemigo. Es una moral de batalla no perder nunca de vista al enemigo. Pero es una moral de la supervivencia pensar en el aliado antes que nada. Esta última ya está cruzada por el espíritu de la venganza, ya que quien necesita un aliado antes que un enemigo es quien puede padecer la traición. Es la traición padecida la que motiva la venganza. Pero la traición no necesita ser vengada, ella pide ser liberada, pues el traidor solo se desarticula cuando el mismo va más allá de lo que pensaba que podía – hay que aclarar: el todavía-traidor no es condenable, pues no es distinto en última instancia a otros elementos del paisaje, a un accidente de la geografía, a una zona del mapa-. Ahora bien, el enemigo no puede ser decidido teóricamente porque la traición no se juega en un mero examen de la razón. El enemigo es decidido en virtud de las fuerzas mismas de la guerra, ya que es inmanente al campo de batalla. Se trata de cierta configuración de las fuerzas. El enemigo también es destinado, y en tanto es decidido al nivel de las fuerzas, es decidido como pasión. Llamaremos valentía a la pasión que decide al enemigo, es decir a la inclinación por aceptar el destino, y llamaremos cobardía a la pasión que elude la decisión. Pero la cobardía no es una pasión corrupta, se trata en realidad de una falta de pasión, una pasión pequeña cuya intensidad no alcanza a despejar el campo de la guerra, y se conforma, por ejemplo, con permanecer al nivel de lo familiar para nunca llegar muy lejos.. Si pudiera decirlo de otra forma, y en unas pocas palabras: la esencia de la traición es la cobardía de no atreverse a pensar.