08 de noviembre 2010

Las malas juntas, versión definitiva y final.

Si algo desveló a la crítica literaria y la academia durante la Transición fue determinar cuál había sido “el libro de la Dictadura”. O más bien, cuál sería el texto que mejor diera cuenta de un pedazo de historia que muchos habíamos vivido y pocos habían logrado fijar en prosa, versos o parlamentos dramáticos. La respuesta o la certeza nunca llegó, pero el tiempo –el mejor veredicto de un canon– terminó trazando la distancia entre obras que, ante la abrumadora proliferación de testimonios, planfletos y discutible literatura comprometida, que a la vuelta de los años solo fueron eso: textos referenciales más que buena literatura.

¿Cómo escribir en un país en llamas con el alma hecha pedazos? Cuesta imaginar el contexto. Y la difusa biblioteca chilena, dentro y fuera del territorio es enorme. Uno de esos lectores atentos de la realidad inmediata fue José Leandro Urbina, quien a contrapelo de lo confesional, discretamente derivó en un subgénero dentro de la narrativa, el microcuento, para fijar un mundo en miniatura que hoy podemos leer como episodios universales. Con una capacidad singular de tejer historias de seres humanos anónimos, cuando abundaban los relatos de terror, que la policía secreta y los militares se dedicaban a escribir en las sombras de una patria en blanco y negro. Así durante los primeros meses de 1974, Urbina exiliado en Buenos Aires, escribió la mayor parte de los cuentos de Las malas juntas. Libro que este año por LOM, se nos presenta como una versión completa y definitiva.
No es casual que el momento de mayor producción de «microcuentos» en Chile tuviera lugar durante la dictadura. Por entonces, el microcuento jugó un papel fundamental, intuimos por tres razones: 1) propiciar la instantánea producción de los textos; 2) reconocer en su ironía la base de la subversión, y 3) admitir en su brevedad la posibilidad de difusión masiva. Temas no menores en las cuerdas de la censura, la clandestinidad y exilio en el propio país, en que cayeron muchos de los creadores e intelectuales de la época. Para Grínor Rojo «los cuentos de Las malas juntas, nos comunican la experiencia de la Dictadura, pero también aluden a algo que se encuentra más allá o por debajo de ella, en unas capas de significado hasta las cueles no habrían podido descender ni la experiencia por sí sola ni menos aún su relato. No solo el espacio que abarca el ojo narrativo de Urbina es inmensamente más vasto que el de un testimonio, puesto que ese ojo suyo recorre calles, entra en las oficinas públicas, en las escuelas o en las casas, se estaciona en los paraderos de micros o viaja en furgones militares, sino que además lo hace de modo intencionado, irónico y no pocas veces sarcástico”.
Como bien apunta Rojo, es el tono y el recurso de la ironía una clave que vivifica el tema denso y cruento que presumen las historias abordadas por Urbina. Es la oralidad, el sentido local y doble sentido chileno, su humor negro y la dimensión figurativa de un habla apocada y contenida nacional, la que al primer doblez se asoma e irrumpe en toda su naturaleza. Digamos que, si existe el término, son cuentos escritos en chileno, para hablar de algo tan auténtico como sentarse ante la mesa a tomar once y sentir el ulular de las patrullas o las botas militares en las escaleras, los minutos previos a un allanamiento.
Es saludable tener al fin estos cuentos reunidos. Personalmente tuve la suerte de leerlos a mediados del ’90, y en esta entrega, aparte de los ya clásicos y ultra antologados –“Padre nuestro que estás en el cielo”; “Retrato de una dama”; “Las malas juntas”– Urbina nos entrega muestras claras de esa tensión que todo microcuento entraña, hallarse entre el verso libre o el grafiti, para subvertir lo que muchos saben (sabían) pero no se atreven (atrevieron) a decir.
Vayan como muestra una serie de relatos:

 

“Última pregunta”

Diciembre de 1987. Hemos venido desde Canadá a pasar las navidades con la familia. Es muy extraño para mis hijos este diciembre en Santiago sin nieve. Estos arbolitos adornados con motas de algodón. Toda esa gente en manga corta que bebe ponche como condenada y habla a una velocidad incomprensible. Estamos todos un poquito entonados. Padres, hermanos, vecinos. Medio mundo disputándose la palabra, tratando de hacerse escuchar entre las risas y las interrupciones. Estamos juntos después de tanto tiempo que es inevitable que llegado cierto momento comiencen las anécdotas calladas y retrocedamos hacia los días miserables, abriéndole, de a poco, la puerta al rencor y a los amigos muertos. Sin darnos cuenta, nuestras voces se van poniendo más y más graves y nuestros rostros más tensos. Mientras mi madre cuenta de la desaparición de mi primo, alguien larga finalmente un sollozo. Mi padre trata de contener la avalancha de inmediato y se ofrece a servir un pisquito especial que tenía guardado para la ocasión. Entonces mi hija me toma del brazo con su manita fresca. Ha estado escuchando atentamente. Sus ojos grandes de almendras oscuras buscan en el aire tibio de esta noche de verano la respuesta al misterio de sus siete años. Papá, ¿dónde era yo cuando pasó esa cosa?, pegunta con su acento medio gringo. Yo la miro hermosa de curiosidad y no me queda sino alzarme de hombros, hacer un gesto con la mano vacía. Es tanto más fácil explicar la muerte que la vida.

“Vista aérea”
-¡Puchas, que lindo el mar! Fosforescente de noche. -El himno lo dice, Chino: “y ese mar que tranquilo te baña, te promete futuro esplendor”. -No hallo las horas de tener vacaciones. -Sí, pero no este balneario. -No. Quintero tampoco me gusta. -Ya pos, Zúñiga –le gritan desde atrás–. Dame una mano con estos y terminemos de una vez. El helicóptero se desliza suavemente por sobre las olas mientras los hombres dejan caer largos paquetes en una línea paralela a la costa. -Listo no más, Campos –le avisan al piloto. El mar ruge, la aeronave hace una pirueta y enfila rumbo a los cerros del este.

“Asilo”
Cuando esa noche saltó la reja de la Embajada ya estaba muerta. Lo mismo su marido, 30 segundos más tarde. Ladró con furia el perro del embajador. Se han visto muertos saltando rejas estos días, desplegando heridas por todo el cuerpo. El hijo pequeño juega hace una semana con una panera en el piso de la cocina del departamento de sus tíos. La tía Carmen se pregunta cuándo pasarán a buscarlo. La abuela, que sospecha algo, fue hasta la casa vacía y sacó alguna ropa y un frasco de aspirinas, por si acaso. La prensa hace preguntas incisivas que apuntan a una siniestra conspiración de comunistas idos y escondidos. La familia hace averiguaciones en el Ministerio de Defensa. Se asilaron, les dijeron. Los güevones se asilaron.

Roberto Contreras

(Santiago de Chile, 1975) es profesor, escritor y editor. Ha realizado publicaciones en diversos géneros (novela, poesía, crónicas, crítica literaria) como colaborador y editor en revistas La Calabaza del Diablo (1998-2005), Lanzallamas.org (2006-2010), Carcaj - LOM Ediciones (2010-2014) además de tallerista de fomento lector por editorial Zig-Zag desde el año 2015. Ha impartido charlas dentro y fuera del país de Chile en torno a sus proyectos y los soportes actuales de la literatura / Mail: unmejorlector@gmail.com

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