Lenguaje (d)i(s)rruptivo
Escena
Nos sentamos. No lo pensamos. Encendemos el computador y accedemos al correo. Nada de la vorágine laboral ha cambiado hasta el momento. Sigue allí ese extenso manto de tedio que amenaza con cubrirnos las espaldas hasta reducirnos, hasta anularnos o sacarnos de quicio. Pero seguimos. Lo hacemos como se suelen hacer mejor las cosas: sin pensar. Entonces nos disponemos a redactar. Será un mensaje de rigor, algo de poca importancia y habitual, quizás un recordatorio al conjunto de nuestros estudiantes o a nuestros superiores para realizar una “solicitud”, motivar a una “gestión” o brindar un simple “aviso”, mensajes que finalicen con sus infaltables “saludos cordiales”. No hay nada extraño en eso. Son miles de años de comunicación, de palabras, estructuras y órdenes de sentido que confluyen en el presente. Convenzámonos: gracias a dicha evolución, tal vez exista el progreso, la civilización y el respeto. El orden de las cosas viene dado por el orden de las palabras. De hecho, es tan así, que las palabras y las cosas, que los signos y lo designado, nos parecen enlazados por una armonía natural, tejidos por hilos tan invisibles y a la vez tan irrefutables como las cosas mismas. Así, nada de esto que está a punto de suceder frente al computador parece valer la pena de ser escrito, porque si está siendo escrito y leído -acciones que, en el fondo, sólo se distinguen por una diferencia de grado y no de cualidad-, si está siendo reflexionado en este instante, es a posteriori, en ritornelo, retroactivamente, o sea, una vez que ya ha sucedido aquello recordado en cuanto siendo actualmente imaginado. Pero volvamos; aquí está el escenario. Ahora, aquí. Ese escenario existe gracias a que la escena que hemos vivido -y que en tal momento era sólo una vivencia- nos ha enrostrado un problema insoluble, el cual continúa rebotando por mucho más tiempo que el de nuestra, siempre inexacta, decisión. Justamente se trata de hacer visible ese desencaje: la diferencia entre el mero hacer inercial y la emergencia de una inquietud, donde tiembla el gesto de un contrasentido antes que de un sentido nuevo. Y también -cómo no- se trata de placer: que nos extraviemos en el vértigo de aquella energía que, sin llegar nunca a ser ni a constituirnos, podría desencadenarnos de nosotros mismos y de la obvia mismidad de nosotros.
Lo hacemos. Empezamos por los destinatarios: “Estimadxs…” Algo desentona. Nos tiembla el párpado al no saber si tendremos el coraje de enviarlo. Luego recapacitamos, borramos la palabra, contrariados, tomamos aire y nos demoramos. Paulatinamente se nos encoge el pecho. Ya es tarde, y debemos avanzar. La productividad y la eficacia, cualquier sea el ámbito, no nos espera. Pero no podemos. Paramos y nos volvemos a angustiar. Intuimos que, incluso en caso de enviar el correo, no habremos avanzado nada. ¿Cómo congeniar la fluidez de la identidad con los protocolos más elementales de cordialidad? ¿Cómo un acto tan trivial y gastado como enviar un correo irrumpe al modo de un golpe de interpelación en los mismos tentáculos de la máquina del capital cibernético? La decisión que tomemos sólo permitirá que la máquina continúe operando en base a reducciones, etiquetas y datos. El lenguaje que usemos no será una decisión suficiente; tan sólo será una decisión necesaria pero no suficiente: necesitamos designar identidades dentro de sus márgenes, pero tal designación nunca será más que una categoría esmerada en la función más que en el movimiento: quien designa parece, desde su fijeza, mover el mundo a su voluntad, a su imagen y semejanza. Sin embargo, eso no tiene por qué ser así: porque la “X” nos mira a los ojos, como si ella fuese el signo perfecto para esta malsana incógnita en que ha devenido cada unx en (nos)otrxs.
¿Lenguaje inclusivo?
La potencia que anima a lo que solemos llamar “lenguaje inclusivo” sobrepasa cualquier armonía o asimilación domesticadora. El vigor del lenguaje inclusivo, antes que incluir a los excluidos en un régimen de nueva y justa normalidad, expone, denuncia, interpela, irrumpe e interrumpe. En lugar de esperar ser admitido al interior de una reconfiguración epistémica, con el objetivo de ampliar la norma gracias a la diversidad antes excluida, su sentido más profundo expresa la propia crisis de la representación: la emergencia abrupta de una falla (d)i(s)ruptiva por la cual se filtra un desajuste sin nombre.
La misma noción de “lenguaje inclusivo” se torna una ironía pragmática: ¿dónde se espera incluir a los excluidos? ¿Espera que se incluya en la RAE, en los textos escolares, en los anuncios publicitarios? Si tal fuera el caso, si allí residiera la esperanza que anima a las luchas, cabría preguntarse: ¿acaso no toda oficialidad ya conlleva y reproduce una asimetría de poder, un abuso de poder y, sobre todo, una amenaza de normalización destinada a domesticar la fuerza (d)i(s)rruptiva de aquello que, en un comienzo, imputaba su mítico ordenamiento? ¿Acaso los excluidos sólo esperan ser incluidos? ¿Acaso los excluidos luchan para ser, por sí mismos, incluidos dentro del juego de otros que son los normales, los deseables, los (ya) incluídos y los inclusivos? ¿Será posible la inclusión sin paternalismo? ¿Será posible establecer un nuevo orden del lenguaje, una política similar encaminada al Edén, o la vibración de un pensamiento que, en lugar de conflictuarnos, nos brinde paz, que, en lugar de interpelarnos, nos invite a la contemplación más insípida, que, en vez de devenir pensamiento y disputa, se transparente en mera comunicación y buenas formas? Más allá de la inclusión por exclusión, ¿puede existir inclusión y exclusión en el seno del mismo sistema del lenguaje que no implique ya desistematizarlo y, por ello, descentrarlo y des-incluir sus signaturas, desacoplar las articulaciones entre sus elementos y sus reglas, desfigurar sus cánones y desactivar su organización reductiva, antes que adherirnos, cuán peregrinos hacia tierra santa, en su maquinaria reproductiva? Al parecer, la potencia de aquella ironía llamada lenguaje inclusivo consiste en que jamás lo incluido, la fluidez de los géneros y la diferencia de muestra de los nombres, esté plenamente incluido en nada, que no sea representante de nadie, que, en su más profunda incerteza, se nos clave en los ojos y nos perfore los oídos para que, al menos por unos segundos, seamos capaces de destituir la despótica seguridad de nuestra ilusoria identidad. En una palabra, su potencia consta de estar en ninguna parte, consiste en no contar con residencia: más que en migrar de afuera hacia adentro, de pasar de conformar los excluidos (¿de qué?, ¿del poder por el poder?) a ser parte de los incluidos (¿a dónde?, ¿al poder gracias al poder?), su potencia se expresa en devenir imposibilidad del régimen de representación: frontera que es aperturidad y resistencia, que transgrede y moviliza al movimiento del movimiento.
Porqué la “X”
La (d)i(s)rrupción que pone en tránsito el lenguaje inclusivo es capaz de gesticular la crisis del sentido representacional del lenguaje.
Que escribamos una “X” en lugar de otro signo ya da cuenta de un acto. Performáticamente, la X expone la singularidad del cuerpo de quien habla a la vez que su carencia a nivel esencial.
¿Qué queremos decir con ello? Dos cosas.
Primero. Al escribir la “X” salta a la vista, como si fuéramos afectados por un impacto, la materialidad del grafema. Ello apunta a la imagen de los brazos cruzados, en lucha y resistencia contra un binarismo genérico del cual no sólo no se es parte, sino que se está en contra, que demanda ser destituido. En ese sentido gráfico, la “X” mantiene una ligazón entre el signo y la actitud busca ponerlo en movimiento ya no meramente en cuanto signo servil a su significado: se vuelve, más bien, la expresión de resistencia y, al mismo tiempo, de combate a favor del desajuste entre el grafema y lo impronunciable de su fonema. Es decir, su rebeldía se torna tanto acto de uso afirmativo de la vida en combate, la cual excede toda sistematización clausurante del lenguaje, así como gesto de denuncia contra la operación de armonía naturalizada entre los grafemas y los fonemas en el marco de un convencionalismo binarista.
Segundo. La “X” también cuenta con una carga semántica que, hoy en día, se adquiere en la preadolescencia escolar de nuestro sistema educativo. En efecto, se trata de su significación dentro del ámbito matemático, la cual está asociada a ecuaciones, funciones y otras operaciones, donde el término “X” simboliza objetos o valores susceptible de ser despejados o, a primera vista, indeterminados. Considerar esto, sin adherirse a un formalismo matemático, sería relevante para las teorías queer, de deconstrucción del género y de los géneros fluidos. Así, bien valdría preguntarse si habría una suerte de naturaleza de la “X” capaz de ser, antes que puro misterio indeterminado, pura indeterminabilidad: radical imposibilidad de nombrar el género con exactitud y a nivel esencial. Por cierto, no se trataría tanto de utilizar el signo de la “X” para incluir en ella a todos los géneros posibles, sino de lo contrario, esto es, de la indeterminabilidad de la identidad, de nuestra falta de acceso a ella o, aún más, de su derogación esencial, mostrando que todas sus categorías genéricas sólo se sustentan en criterios culturales (dentro de los cuales también cabrían la significación que le otorgamos a los datos biológicos) y, por lo mismo, oscilantes, deconstruibles y destruibles.
Por ende, el uso de la “X”, sin nunca apelar a una pedagogía ni a un manual de procedimientos (cuestión que, aunque a veces no lo parezca, dista mucho del propósito de este mismo texto), cuenta con una doble potencia específica: la de la materialidad del grafema y la de la semántica matemática. Esta potencia irrumpe dentro del texto, tal como si lo contaminara y transpusiera su ordenamiento, para problematizar el orden binario del lenguaje y del conocimiento, cuestionando los mismos fundamentos patriarcales que han fundado la civilización gracias a la captura de formas de vida y a la amputación de mundos posibles (tildándolos de imposibles).
La “X”, incógnita en sí misma y sueño de despeje de un valor indespejable, es la más radical de los modos de expresión sobre el cuestionamiento del género. Comparativamente, no se acota a la terminación plural y aún binaria “las/los”; tampoco se subordina a la conciliatoria y salomónica ampliación del lenguaje bajo su misma lógica, como lo hace el término “e”; menos aún al oportunismo cibernético del arroba “@”.
Así, lo que la “X” viene a remover, ya sea en última o en primera instancia, ya sea en el fundamento metafísico del lenguaje o en la obviedad naturalizada del día a día, es la identificación sinecdóquica (la figura lingüística que designa al “todo” por una de sus “partes”, o viceversa) entre el falo y la masculinidad, entre el clítoris y la feminidad. Es decir, contraría la distribución binaria con que el lenguaje encarcela, constituye y direcciona lo real al modo de un único sistema cerrado.
Con ello, el lenguaje (d)i(s)rruptivo, en lugar de ser ingenuamente inclusivo, busca destacar el conflicto y la disputa: en incansable tensión con sus modos y sin pretender constituir un instrumento de inclusión sin más, expresa otras formas de vida y otros mundos (im)posibles que, pese a todo, aún merodean y contaminan la armoniosa sistematización del lenguaje binario.
Excursus: lenguaje referencial y lenguaje formal
Es cierto. Entre los usos del lenguaje se encuentra su capacidad de referencialidad. Sin embargo, el lenguaje no se agota en tal operación instrumental. Así, nombrar no sólo consiste en remitirnos a lo nombrado, o sea, en indicar o iluminar un objeto externo al lenguaje y cuya sustancia, al mismo tiempo, es susceptible de ser enunciada por medio de éste. Si así fuere, el lenguaje quedaría reducido a su función representacional: un mero instrumento para re-presentar algo ya presente en una realidad preexistente a la enunciación del enunciado. Por lo mismo, el acto de nombrar se agotaría en el de referir “esa cosa de allá afuera”, como si gracias a la lengua sólo nos resultara permitido conjurar nuestra propia abstracción: reencontrar la tersura de la imagen -ahora mental- que el dedo índice dejó de indicar/tocar hace milenios. Bajo tal perspectiva, aquella práctica política que solemos designar como “lenguaje inclusivo” implicaría una simple tarea de representación: encontrar la manera más adecuada de introducir en el lenguaje a los géneros preexistentes a éste. En una palabra: ampliar los órdenes del lenguaje para dar cabida a sujetos que, hasta el momento, se han mantenido excluidos de los usos lingüísticos dominantes.
Por otra parte, el hecho de que en las lenguas indoeuropeas la estructura semántica del lenguaje natural se reduzca al compuesto Sujeto-Cópula-Predicado, marca el devenir de gran parte de la metafísica occidental, lo cual se evidencia en la estructura proposicional básica de la lógica formal de primer orden, “S es P”. Tal estructura proposicional resulta plenamente afín con la estructura del lenguaje natural, pero, a su vez, también se propone elaborar juicios regidos por valores de verdad (esto es, susceptibles de ser verdaderos o falsos), cuyas partículas elementales y operadores relacionales posean referencia simbólica unívoca y, al hallarse regidos por el principio de no-contradicción, puedan dar cuenta de la inconsistencia o necesidad interna de las diversas cadenas de argumentos proposicionales (o juicios). En suma, una de las motivaciones para traducir nuestro lenguaje natural al lenguaje formal de la lógica proposicional de primer orden (tal como buscaron realizar ciertas corrientes de la filosofía analítica durante el siglo XX, a partir de las investigaciones de Gottlob Frege a finales del XIX) se centraría en depurar y erradicar las ambigüedades, opacidades y confusiones -tropos, figuras retóricas, interjecciones, onomatopeyas, etc.- de las cuales pecamos en nuestro uso del lenguaje natural. A la luz de lo anterior, la lógica formal pretendió alzarse desde un lugar de privilegio: constituir una moral del pensamiento, es decir, velar por el deber ser del lenguaje a nivel comunicativo, erradicando su ambigüedad con miras a favorecer la databilidad y transparencia.
Ahora bien, para lograr esta hazaña de formalizar el universo lingüístico, necesariamente se debe erradicar la interpretación: se torna necesario (necesidad en cuanto condición) que las relaciones formales sean necesarias (necesidad en cuanto apodíctica). Ello no significa más que esto: el lenguaje natural, al supeditarse al lenguaje lógico, reduce la vivacidad, el espesor y la conflictividad de la experiencia del mundo, a la perfección interna de un laberinto semántico donde “S (siempre) es P” y dentro del cual “ninguna viuda está casadas” o los “hombres son hombres si y sólo si no son mujeres”.
En resumen, si primeramente señalamos que el lenguaje natural cuenta con una virtud referencial gracias a la facultad representativa en que descansa y, últimamente, hemos enfatizado la dimensión semántica del mismo, en particular a la hora de someterse a la rigidez del lenguaje formal con el fin resguardarse ante la ambigüedad, nada de esto se condice con la práctica política de lo que motiva a lo que aquí hemos llamado lenguaje (d)i(s)rruptivo.
El día en que el lenguaje (d)i(s)rruptivo setorne plenamente inclusivo, es decir, el día en que el referir, representar y simbolizar no nos conflictúe ni nos dé qué pensar, ya todo será suficiente: ya no será necesario pensar, pues la realidad, una vez más, creerá darse a sí misma por medio de nuestra boca. Quizás allí habremos llegado al cielo. O al infierno. Como sea, eso ya no volverá a suceder, porque la (d)i(s)rrupción no tiene lugar ni estancia.