Foto: @paulo.slachevsky
Mundo pandémico, situación límite y crisis del sentido.
Todos llevamos largos meses de confinamiento debido a la actual situación sanitaria que ha provocado la propagación del Covid-19 (SARS-CoV-2) en todo el mundo. Nos encontramos en un contexto en el que el distanciamiento físico se ha transformado en la medida más eficaz contra la propagación del coronavirus (sumado al uso de las mascarillas) para protegernos a nosotros mismos, y también para proteger a nuestros familiares. Por esto, estamos confinados en nuestros hogares desde hace meses aislados y sin contacto con nuestros amigos o familiares más cercanos con la intención de cuidar sus vidas y conservar su salud, para así quizás volver lo antes posible a la tan anhelada “normalidad”. Algo que además no parece ser del todo claro para nadie, pues a medida que transcurren los días vemos como nuestras prácticas más cotidianas mutan y se adaptan a la invasión del coronavirus. Prácticas tan rutinarias como el saludar a alguien o el dar un abrazo se han visto alteradas por la nueva “normalidad” que de manera forzosa parece imponer la llegada del coronavirus. Para nadie resulta extraño, por ejemplo, el mantener al menos un metro de distancia al momento de sentarse al lado de otras personas en los vagones del metro o al hablar con alguien en la calle. Asimismo, el uso de las mascarillas parece volverse en una práctica habitual ya no solo motivada por el actual contexto pandémico en el que nos encontramos, ya que el uso de las mascarillas se presenta ahora como una nueva práctica que media en nuestra forma de relacionarnos, y en nuestras interacciones sociales con los otros. Como bien ya han señalado algunos expertos desde el área de la salud pública el uso de mascarillas es algo que permanecerá por mucho tiempo o, al menos, hasta cuando dispongamos de una vacuna contra el coronavirus en los próximos meses.
En circunstancias como estas la incertidumbre, la inseguridad y la vacilación se posicionan como el horizonte desde el cual se sostiene nuestra condición humana donde la falta de previsibilidad de los acontecimientos futuros y nuestro estado permanente de deriva es la constante que predomina en el actual mundo pandémico. En este sentido, si hay algo que el coronavirus ha puesto de manifiesto y que repercute directamente en todos nosotros es el carácter dinámico o contingente de las certidumbres que cimentaban nuestras vidas. La pandemia del coronavirus removió no solo las certezas que teníamos asociadas al control técnico-médico de la vida humana y de las posibles enfermedades que aquejaban la existencia del ser humano. De igual forma, la idea de que el ser humano es un ser todopoderoso e intocable queda refutada al develarse nuestro más profundo estado de vulnerabilidad y precariedad. El ser humano en tanto es un ser “carente de medios, carente de instintos, y dejado a sí mismo; tiene que elaborarse a sí mismo y encontrar en sí mismo como su propia obra la existencia como tarea” (Gehlen, 1987, p. 38). Solo un diminuto virus de la naturaleza podía poner en entredicho el estatus moral superior del ser humano como centro del universo.
Esta pérdida de las certezas que resguardaban la vida del ser humano puede ser entendida en términos de una crisis del sentido o fractura que llega para alterar por completo la habitualidad y los fundamentos en los que se estaba desarrollando y re-produciendo la vida humana. Esto no significa que el coronavirus venga a destruir los sistemas sociales, políticos, y económicos que hemos establecido como sociedad, ni mucho menos, como algunos ya vaticinaron que el coronavirus vaya a terminar con el capitalismo o que el coronavirus origine nuevas formas de cooperación social nunca antes vistas en la humanidad. A lo que me refiero es que la propagación del coronavirus inevitablemente rompió la interpretación común o compartida que teníamos del mundo y, que esto, inevitablemente nos lleva a pensar en nuevas formas de concebir la vida o, más precisamente, lo que es una “vida buena”. Suceso que en el caso específico de Chile ya se estaba gestando a partir de los movimientos sociales y políticos con la revuelta del 18 de octubre del 2019 en plaza dignidad.
Si hay algo que sabemos, al menos desde la filosofía, es que en cada época han existido grandes megarrelatos que han atribuido una interpretación determinada del Ser y, por ende, del mundo, del ser humano y de las cosas. Ya sea la interpretación del Ser como physis en el caso de los griegos, el Ser entendido como Dios en la Edad Media, o la interpretación moderna del Ser a partir de la mediación de los conocimientos científicos-técnicos de las ciencias en las que el mundo se transforma en una representación para el sujeto. Algo que ya había anunciado Heidegger en su ensayo La época de la imagen del mundo en 1938. La aparición del coronavirus se presenta al modo de un acontecimiento que rompe con los mecanismos en que se estaba re-produciendo la vida o, dicho de otro modo, la crisis suscitada por el coronavirus es un acontecimiento excepcional que permite cuestionar aquellos valores absolutos, prácticas sociales, y comportamientos cotidianos considerados como dados o naturales. No es de sorprender que con la propagación del coronavirus se haya puesto de manifiesto que quienes son más afectados por la amenaza del coronavirus son los sectores más vulnerables de la población y que tienen un acceso más restringido a los sistemas de salud. Tampoco es de extrañar que el sector más vulnerable de la población haya sido el más afectado con el aislamiento al desempeñar en su mayoría trabajos informales que no pudieron seguir realizando durante el confinamiento.
Situaciones como la actual pandemia provocada por el coronavirus o el estallido social del 18 de octubre son instancias especiales que operan como crisis del sentido en la que la interpretación compartida y consensuada que la sociedad tiene del mundo se fractura para evidenciar las inequidades, las injusticias, y las desigualdades sociales existentes que antes simplemente estaban invisibilizadas por la rutinariedad de la vida. Este tipo de situaciones como la provocada por el coronavirus son denominadas por el filósofo alemán Karl Jaspers “situaciones límites” (Grenzsituationen). Para Jaspers: “Situaciones tales como las de que estoy siempre en situación, que no pueda vivir sin lucha y sin sufrimiento, que yo asumo inevitablemente la culpa, que tengo que morir, son las que llamo situaciones límites” (Jaspers, 1958, p. 66). Desde la perspectiva de Jaspers la existencia humana tiene un carácter situacional, es decir, siempre se desarrolla en una situación y un contexto particular. Por esto, el ser humano puede esforzarse para cambiar ciertas situaciones o las mismas situaciones muchas veces pueden variar por sí solas. Pero para Jaspers hay situaciones que permanecen en su esencia, incluso si su apariencia actual cambia, como por ejemplo: que no podemos evitar morir, sufrir, luchar, o que no podemos escapar del azar al que está sujeta la vida en general. A estas situaciones fundamentales de la existencia que se presentan como tareas universales que la vida le instala al ser humano, son las que Jaspers llama situaciones límite.
De acuerdo con lo anterior, el coronavirus podría ser pensando en términos de Jaspers como una situación límite a la que el ser humano tiene que responder necesariamente y que no puede evadir al no existir una vacuna hasta lo que sabemos. Lo interesante del planteamiento de Jaspers es que el ser humano tiene dos posibilidades para resolver las situaciones límite. Por un lado, existe la posibilidad de angustiarse y negar la situación límite como tal, y por otro lado, el ser humano puede aceptar la situación límite y hacerse consciente de los límites de su existencia. La situación límite en el fondo le muestra al ser humano que un ser finito, vulnerable y mortal: “De todo lo viviente, el hombre es el único que sabe su finitud” (Jaspers, 1989, p. 59). Las situaciones límites le permiten al ser humano según Jaspers desarrollar su conciencia y llegar a ser si-mismo, pues en estas situaciones el ser humano logra ejercer su libertad realizando así la posible existencia que hay en él.
Ahora bien, pensar la actual pandemia del coronavirus como una situación límite nos permite entenderla no solo como una crisis sanitaria sino también como una crisis del sentido que viene a replantear los sentidos que le concedemos a la vida en general (la vida humana y no-humana), al ser humano, y a su relación con la naturaleza. La palabra crisis que proviene del griego κρίσις que significa “distinción” “separación” o “decisión” refiere a un momento en que se produce un cambio ya sea en una situación o en algo. Así entonces, la crisis provocada por el coronavirus interpretada como una crisis del sentido o situación límite es algo que nos invita a reflexionar sobre este cambio, a cuestionar la supuesta normalidad del mundo pre-pandémico en el que se re-producían nuestras vidas para desmantelar aquellas prácticas naturalizadas y legitimadas que funcionan como mecanismos de opresión y de poder en los sectores más vulnerables de la población. Esta crisis del coronavirus es un momento que nos exige re-pensar nuevos horizontes de sentido que permitan crear nuevos imaginarios que escapen de la lógica del mercado y del sistema económico neoliberal, en el que las personas dejen de ser consideradas como simples medios de producción de riquezas.
Para Jaspers la actividad filosófica proviene justamente de la resolución y el afrontamiento de estas situaciones límites. Con esto, no estoy argumentando y mucho menos promoviendo que las personas transformen situaciones tan difíciles y complejas como la muerte de un familiar cercano debido al coronavirus o la pérdida de sus fuentes laborales en objetos de reflexión filosófica. Pero lo que sí me parece importante rescatar, tal como decía Jaspers, que a las situaciones límites hay que entrar con los ojos bien abiertos, mismo principio que debería ser aplicado a la situación actual que atravesamos a causa del Covid-19. En otras palabras, debemos posicionarnos en la situación límite que representa el coronavirus con los ojos bien abiertos para no pasar por alto aquellas desigualdades sociales que se han hecho tan latentes y que se han exacerbado con la llegada de la pandemia. Pensemos, por ejemplo, en aquellos compatriotas que los primeros meses de confinamiento no tenían los alimentos básicos en sus hogares y que se vieron obligados a infringir la cuarentena para buscar el sustento para sus hogares. O bien, chilenos que perdieron sus fuentes laborales a causa de la paralización económica que provocó el Covid-19 y muchos otros que perdieron sus emprendimientos cuando recién estaba comenzando la pandemia. El sistema de salud chileno también evidenció las enormes desigualdades que aún existen en el acceso a tratamientos médicos y atención sanitaria en medio de la emergencia de la pandemia. No es posible, a propósito de lo que denunció la filósofa Norteamericana Judith Butler sobre EE.UU y el creciente racismo, que existan vidas más valiosas que otras respaldado en argumentos racistas, clasistas, u homofóbicos. Situaciones como estas y que han quedado expuestas con la llegada de la pandemia son las que debemos enfrentar con los ojos bien abiertos, pues ya sabemos desde el 18 de octubre en adelante que no basta con asegurar la sola existencia. Como bien explica Jaspers: “El animal tiene su destino natural cumplido automáticamente por las leyes naturales, el hombre en cambio tiene un destino que puede cumplir por sí mismo” (Jaspers, 1977, p. 23). El ser humano al no estar del todo preso por las leyes naturales está abierto al mundo para ejercer su libertad que es la fuente de su existencia y de sus posibilidades. Por esto, para el ser humano no es suficiente la sola supervivencia sino que son necesarios ciertos derechos sociales mínimos que permitan asegurar la plena realización de la vida del ser humano en todas sus dimensiones en su estar-en-el-mundo. Derechos fundamentales como una educación pública, gratuita, y de calidad, pensiones dignas para la vejez, acceso a una salud digna y de calidad, entre muchas otras demandas ciudadanas que merecen ser no solo escuchadas sino que atendidas con toda legitimidad.
En definitiva, el actual contexto del mundo pandémico en el que nos encontramos y que se presenta al modo de una crisis del sentido o situación límite nos invita a replantearnos los horizontes de sentido de la vida en general, los valores que deseamos como sociedad que prevalezcan, y los derechos fundamentales que son necesarios para que una vida pueda ser considerada como una vida digna y buena. Conceptos como “dignidad” o “justicia” que ya sabemos son bastantes abstractos y que no son susceptibles de ser determinados per se requieren de una discusión previa como sociedad. Estos conceptos son fundamentales cuando se trata de asegurar que en la práctica no se desfavorezca a una minoría o se privilegie a unos pocos como ya sabemos que ha ocurrido históricamente. Lo importante es no pasar por alto estás discusiones o creer que son cuestiones obvias, ya que en momentos como el de ahora en que sabemos que no hay certezas absolutas y que el futuro parece más incierto que nunca, deberíamos intentar no repetir comportamientos que en el pasado no resultaron en una sociedad mejor o más justa. Situaciones como la pandemia del coronavirus tienen la función no solo de poner a prueba nuestro sistema sanitario o la capacidad de respuesta que tiene el país en el caso de un estado de catástrofe sino que además viene a cuestionar aquellos fundamentos y valores últimos que gobiernan nuestra vida en sociedad.
Referencias
Jaspers, K. (1958). Filosofía. (Volumen 2). Madrid: Revista de Occidente-Ediciones de la Universidad de Puerto Rico
Jaspers, K. (1977). Psicopatología General. 4ta ed. Buenos Aires: Edición. Editorial Beta.
Gehlen, A. (1987). El hombre: su naturaleza y su lugar en el mundo. 2da ed. Salamanca: Ediciones sígueme.