Foto: Paulo Slachevsky
Notas sobre la zona de catástrofe donde todos y todas vivimos: el estado de emergencia (Parte II)
A los muertos y las muertas en el estado de emergencia
2.1.- El Estado de emergencia, más que revelar o instalar una dinámica de excepción sobre determinadas coordenadas, intenta recubrir aquello que queda al descubierto una vez que cae el tupido velo que compone la normalidad chilena. Eso que emerge, eso que aparece, no es otra cosa que la fuente de todo escándalo, la verdadera catástrofe, esa donde todos y todas vivimos hace ya un buen rato: la brutal injusticia sobre la que se configura nuestra idea de país.
2.2.- La emergencia, tal como el desastre al que responde el estado de catástrofe, pone en cuestión nuestra relación con la alteridad del desorden y del descontrol. A diferencia de las calamidades “naturales” – esas que caen del cielo y que emanan de los suelos -, la emergencia y esta en específico, esa que se dispone ante nosotros hace ya casi un mes, desplaza el origen de la interrupción de la normalidad en el enigma de una fuerza que parece venir de ninguna parte.
Es en ese contexto donde la pregunta por la verdad, entandamos por ello la cuestión sobre el curso de los acontecimientos, sobre sus elementos o sobre su fuente, se transforma en una demanda de justicia: la verdad es lo intolerable, lo indignante, la contradicción insoportable y la fragilidad desnuda sobre las que se ha plantado la normalidad chilena. Quizás el efecto más perceptible de esta transformación es el desplazamiento de la cotidiano porque “es necesario”, a lo inadmisible porque es ahora contingente.
2.3.-Eso que emerge y que todo subvierte ya no son entonces “los elementos”, sino el nosotros sobre el que éstos actúan. Bajo este estado de emergencia, somos nosotros los elementos, somos nosotros “el río que retoma su cauce”, la lluvia que reprende su ritmo, la tierra que renueva su ciclo. Eso que emerge se deja entrever así como la fibra misma que nos sostiene. Aquello sobre lo que ese nosotros se mueve, se gana, se pierde, se fragmenta, se muda, se despierta y se levanta. Más claro aún que antes, eso que aparece es chile mismo, ya no como la afirmación de todas las identidades confortadas, implantadas, mutiladas, acomodadas y amordazadas. No señor. Ahora y mientras la emergencia dure, chile se deja ver como su propia pregunta, bajo la forma de un desmontaje violento de todas sus falsas respuestas.
2.4.- Eso que aparece por tanto es el peso de la normalidad- justamente bajo la imagen dialéctica de esos “30 pesos”-, dejando ver su consistencia opaca y compacta. Su compacidad carece en efecto de todo color, porque carece de toda luz y su extensión se incrusta en cada relación que compone ese nosotros sobre el que nos movemos.
Tal como el hoyo negro que lo emula, ese peso absorbe todo tiempo y todo espacio. Su presencia es sólo discernible por la ausencia de toda luz que lo rodea y por la distorsión del tiempo que produce. El movimiento se experimenta así con el fastidio y el pesar molesto de una temporalidad trastocada por la adopción del sin sentido como una necesidad vital. Cuatro horas por día arriba de una micro. Días y meses de espera en un consultorio. Meses y años de endeudamiento universitario. Los síntomas son muchos. Lo mismo con el espacio, el cual parece cerrarse a la continuidad utilitaria de este flujo temporal con más violencia todavía, eliminando la distancia suficiente para dejar que los demás aparezcan.
De este modo, toda responsabilidad ante los otros, cada intento de atender y de escuchar al llamado que nos llega desde afuera, sufre la distorsión de la fuerza de ese peso que absorbe el grito de ayuda – el clamor por la justicia- dentro de su estructura. La injusticia real y palpable ha sido así transformada en una justificación violenta ya no de la respuesta al otro que nos reclama, sino de la exigencia de aquello que lo oculta con apremio y que lo desplaza fuera del flujo, tan ficticio como totalizante, de la normalidad en su estado más pleno. Ahí donde todo funciona. Ahí donde todos remamos para el mismo lado. Ahí donde reina la “paz de los imperios”. Esa ha sido nuestra casa.
2.5.- La emergencia deviene así una experiencia de la salida o, más bien, la sensación compartida de su antesala. El ningún lugar de su origen específico, de su causa única, se experimenta así como el ningún lugar de la interrupción misma. No estamos así en el mismo chile sin estar todavía – “aparentemente”, digo con una ingenuidad casi imperdonable-, bajo la composición de la normalidad que está por venir y que intentará resolver el enigma irreductible que acompaña a ese nuevo nosotros, ese que aparece cada vez con menos intermitencia. El nombre de ese momento de cesura, de ese instante que es capaz de vestirse con los colores de la gloria al mismo tiempo que mira de frente al terror y al horror que tan bien conoce, no es otro que el de resistencia.
Ahora bien, ese escenario distinto se abre no tan sólo a aquellos que intentan modular el despunte de esta fuerza, que intentan articular su curso con una consigna o un clamor, sino que también ante los sostenedores de los múltiples dispositivos de desigualdades y de injusticia que siguen configurando nuestra idea de nación. En ese sentido, junto a la pregunta por el nosotros que inaugura la protesta, que se abre gracias al enfrentamiento con la antigua continuidad y que se confronta con esa otra que está por venir, junto a ese grito de justicia se despierta otro monstruo. Uno que es parte de una pesadilla que a chile sólo se le aparece cuando despierta.
2.6. Así como estas protestas, en tanto experiencias colectivas de una salida sin retorno, son esencialmente la vivificación de un rechazo radical a “esta realidad tan charcha” y a los ensayos de contención del descontrol, los esfuerzos de domesticación propios del estado de emergencia suponen la puesta en marcha de una afirmación desesperada de la necesidad de la antigua normalidad y de todo lo que en ella se ve amenazado. De ahí brotan los deseos paupérrimos de encontrar responsables, de dar con una causa y de traducir de alguna manera – generalmente en término de costos – el desgarro a la funcionalidad de las instituciones de la normalidad.
Esa pulsión de lo afirmativo cala mucho más hondo que la necesidad de restaurar el orden perdido y de articular una narrativa que le siga haciendo coherencia. De hecho, su fuente se incrusta en la existencia misma del orden y la patria, entendiendo que lo que ahí habita es una composición de la identidad que se ha construido, sistemática y progresivamente, bajo la exclusión de lo otro, de lo extranjero, de lo distinto, privilegiando la afirmación de lo mismo, lo homogéneo y lo idéntico. Una identidad sin otro fundamento que la negación de la diferencia y que se ha implantado gracias a la metódica “transformación de toda frontera en muro”[1] – entendiendo por frontera, claro está, no la exclusión o negación de lo otro, sino justamente la instancia que permite su encuentro y su experiencia. Los muros se vuelven así cada vez más infranqueables y vuelven a ganar terreno cada vez que, esos que ocupan el “lugar del poder”, necesitan afirmar nuevamente su existencia.
En este sentido, el estado de emergencia crece en directa proporción del miedo que padecen los que lo decretan. De igual manera, aquellos sobre los que este estado cae, aquellos que resisten la domesticación del desorden, son por ello transformados en la alteridad que se pretende desterrar o nuevamente pacificar.
De esta manera, el estado de emergencia que ahora nos escandaliza, que reclama la vida y los ojos de nuestras compañeras y nuestros compañeros, lleva varios siglos de actividad impune ahí donde ha sido necesaria la afirmación constante de la existencia de la nación.
2.7. Así ese nosotros, esa entidad indefinida et informe que gana y pierde límites a un ritmo cada vez propio, desencadena el proceso que lo constituye gracias a la experiencia compartida, ya no de su esencia ni de su naturalidad originaria y ancestral, sino a partir de una misma pregunta cuyo enigma radical la obliga a convertirse en rechazo. ¿Por qué hemos todas y todos de vivir así? ¿Es esta la única forma de vida posible? ¿Es esto justo? ¿Es esto digno? Es ahí donde el tiempo se detiene y el espacio no tan sólo aparece, sino que primero se gana.
La intensidad con la que esta detención se realiza, la fuerza con la que este enigma circula y se comparte, hace que el rechazo a su clausura retome una otra forma. Una figura que sin dar ninguna respuesta, logra dar asilo a toda esperanza. Aparece entonces el pueblo.
“Sólo el pueblo ayuda al pueblo” se muestra así menos como el proceso de configuración de una nueva identidad, con límites y muros necesariamente infranqueables, que como un espacio para un reencuentro más allá de las dinámicas propias del Estado. Una diferencia que puede sin duda, como muchas otras formulaciones de “pueblo” lo demuestran, devenir una nueva búsqueda de la esencia, una nueva afirmación del ser y de una identidad que se gana a sí misma en la negación de las otras. No obstante, y en la formulación concreta y específica que aparece y acompaña al estado tanto de catástrofe como al de emergencia chilenos, el pueblo parece indicar un lugar donde el Estado desaparece.
¿Quién mató a Victor Jara? ¿Quién mató a Matías Catrileo? ¿Quién mató a Camilo Catrillanca? ¿Quién mató a José Uribe Antipani? El Estado chileno bajo su forma más honesta y transparente, los milicos. Ahora bien, ¿quién los vengará? El pueblo.
¿Les parece esto a ustedes una respuesta? ¿Una solución? ¿O será más bien una promesa? ¿O lo que se nombra ahí, como pueblo, es justamente el clamor de justicia en su ilimitación más pura? ¿O será la continuidad de una resistencia que ata nuestra lucha, con la de todos y todas que la han precedido, sin por ello determinarla bajo ninguna forma? ¿Será entonces el pueblo el tesoro perdido de nuestra experiencia política? 2.8.- Emergencia: “proviene del latín medieval emergentia, el participio presente de êmergo, êre que significa “emerger”, “salir del agua”, “elevarse”, “mostrarse”, “aparecer” […] Así que literalmente emergencia es “salir algo […] que estaba sumergido”[2]. Catástrofe, (gr) katastrophé, kata: hacia abajo, contra, sobre; strophé, voltear; voltear hacia abajo, giro, en su uso griego ligado al teatro, al giro en una trama, en una historia[3]. Calamidad, (lt) calamitas, pérdida de la cosecha; calamus, caña o paja que se separa con la trilla y que la calamitas vuelve a unir por influencia de un acontecimiento natural; kalamo, instrumento de escritura hecho de caña hueca para escribir con tinta[4]. Desastre, (lt) des-astro, la influencia de un astro cuando éste deja de ser favorable (nacido bajo una mala estrella), es un revés, una desgracia infligida por la fortuna// “cataclismo estelar”[5], fuerza atractiva de los astros con efectos múltiples sobre la tierra y sobre la vida de los seres humanos más allá de todo control que éstos puedan tener sobre estos cuerpos celestes.
Escrito el 23 de noviembre de 2019
[1] Hago esta diferencia pensando en Étienne Tassin: “El muro es una maquina de captura cuyo sentido es exactamente el opuesto que el de la frontera. Si las fronteras dividen el mundo en mundos y así lo enriquecen con una pluralidad de “ser-en-el-mundo” diferentes los unos de los otros, pero en comunicación entre sí, los muros aíslan y encierran a los individuos o a las poblaciones para ponerlos al servicio del mercado unificado del capitalismo globalizado”. Tassin, “L’expérience des frontières”, visto el 23 de noviembre en < http://www.implications-philosophiques.org/ethique-et-politique/philosophie-politique/lexperience-des-frontieres-desidentification-et-subjectivation/ >
[2] Diccionario Etimológico en línea, visto el 23 de noviembre en <http://etimologias.dechile.net/?emergencia>
[3] “La etimología indica aquí, como sucede seguido, el matiz fundamental: la calamidad es, en su sentido originario, una epidemia que destruye las cosechas, un epidemia natural. El desastre es la influencia de un astro que deja de ser favorable, un revés, una desgracias infligida por la fortuna. La catástrofe es una inversión del sentido, en desorden. Una peste, una inundación es una calamidad. El incendio de un pueblo, considerado por sí sólo, es un desastre, no una calamidad; pero se convierte en una calamidad para todos aquellos que han perdido sus recursos. La catástrofe es un desastre que se produce en un orden de cosas, en la existencia de un individuo, etc. una transformación completa o un fin violento […]” visto el 23 de novembre en <https://www.littre.org/definition/d%C3%A9sastre> (traducción propia)
[4] Diccionario Etimológico en línea, visto el 23 de noviembre en <http://etimologias.dechile.net/>
[5] Ibid.