Foto: Amaru (https://www.instagram.com/amaru.aks/)
Políticas de la asfixia
No alcanzaba a amanecer en Santiago y la furia ya se dejaba sentir. La habían forrado de blanco y, no contentos con ello, le habían garabateado encima la palabra paz. Aún sin conocer las implicancias de esta instalación, la sola disonancia entre las sábanas inmaculadas y el dolor experimentado durante semanas fue suficiente para violentar no sin eficacia el levantamiento popular.
Pronto se supo qué era lo que traía la paz, y se supo también que se trataba de un gran logro para un Chile más justo. Ese era el mensaje, nítido. Lo que quedaba ahora sobre la mesa era disputar si acaso esto era como la nitidez lo prometía o si se trataba, en cambio, de la reescritura de una escena en la que los representantes políticos se abrazaban para olvidarlo todo.
La plaza, que estaba tan tomada, tan recuperada, bautizada incluso, se cerró. No por completo, por supuesto. Siguieron y sigue allí la furia, el enfrentamiento, el abuso, la lacrimógena cada vez más venenosa. Pero algo se angostó. Si hasta hace pocos días nos veíamos arrastradas por fuerzas que punzaban la historia hacia lo impensado, hacia esa impetuosa coyuntura que instaló en dos semanas cuestiones otrora irrealizables, hoy nos vemos en la prosaica posición de tener que calcular la menor derrota posible en medio de un pacto que no solo se hizo con premura sino también a espaldas del movimiento social. Y es allí donde estamos, frente a las asfixiantes puertas del ajedrez político, otro nombre del chantaje, en donde parece no quedar otra movida que un gesto bipartito cuya única y estrecha salida, lejana a aquella de la evasión, es seguir el compás del movimiento de la presidencia, sea para refutarlo o aceptarlo. Consabido logro del neoliberalismo, que al más mínimo indicio de filtración, acude a la clausura del pensamiento.
Apelando a la sensatez, algunos dicen que era preciso pactar para así evitar una posible militarización. Así, defienden una acción que parece realizarse en virtud del miedo a repetir esa historia manchada con sangre que sigue ausente en el currículum escolar. Qué falta de imaginación, nos decimos, un actuar político movido por el temor; un actuar que no se percata de que pactar a puertas cerradas sobre la alfombra roja de la impunidad es lo más próximo a la reactualización de la infamia. Porque no hay nada más trenzado en la historia reciente de este país que el consenso y la impunidad, dos componentes de una sola y única situación: la denegación del horror.
Los bien pensantes responden que ambas alternativas son posibles. Que podemos pactar y paralelamente perseguir las violaciones a los derechos humanos. Escudados en la estrategia, aducen que ambas cuestiones corren por carriles separados. Lo dicen además con la seguridad de “contar con la calle”, como si se pudiese estar siempre alerta y prestos para volver a irrumpir en la alameda si la truculencia del papel se asoma o algo sale mal. Pero se les olvida que la emergencia de esta rabia, que tomó décadas en explotar, no se enciende ni apaga a voluntad, menos aún a voluntad de la política partidiaria. Se les pasa por alto que estamos ante un evento único, delicado, que no tiene periodicidad y que no puede aquietarse sin ser dañado. Un fenómeno de videncia, donde lo que se avizora no es solamente que nos han estado robando y explotando hasta matarnos –eso lo hemos sabido siempre–, sino también, más radical aún, que es posible agarrar la piqueta, abrir la grieta y fugar.
Quienes se niegan a someterse al pacto son llamados puristas o irresponsables por los que propugnan la necesidad de avanzar en todos los flancos. Pero no parecen darse cuenta de que el consenso con criminales, amparado en la precaución, no solo emplaza de facto la impunidad (la historia reciente de este país así lo atesta), sino que también anexa la asfixia total de las vías hacia lo impensado.
Obligar a un presidente a renunciar no significa pensar que su sucesor fuese mejor. No implica depositar esperanzas en una nueva presidencia. Significa, antes bien, trazar un gesto simbólico, pero real, que quedaría: en Chile el pueblo no dejó gobernar nunca más a un asesino. A cambio de eso, movidos por el miedo, la ingenuidad o la conveniencia, unos pocos se adelantaron y prefirieron la revolución precavida, sensata, consensuada; otro nombre de la actual farsa en la que nos sumergieron hoy: la entrada de facto a la impunidad. Prueba de ello es que prefirieron hablar del cuerpo legal antes que de los cuerpos desaparecidos. Dieron inicio al debate de las letras grandes y las letras chicas, pero omitieron la letra más urgente. Al menos, esos cientos de ojos ausentes, que hoy visibilizan los crímenes contra la videncia nos recordarán sin cesar, cada día, cada noche, cada vez que miremos o que no podamos mirar, que fue ese negocio con verdugos el que nos impidió soñar. Porque dialogar con asesinos es que te rompan el corazón y con el corazón roto no se puede soñar.