Foto: Paulo Slachevsky
Terror de la soberanía. Un comentario acerca del Estado de Emergencia en Chile
Archi-conocida es la frase de Carl Schmitt que afirma que soberano es quien decide acerca del estado de excepción. Lo que tiende a olvidarse es que esta afirmación lleva a Schmitt a concluir que la autoridad soberana no necesita una ley para fundar la ley. El estado y su legitimidad estarían fundados sobre un acto de violencia ilegal, por lo que cada vez que una ley se aplica, debe hacerlo en memoria de –es decir, actualizando– su origen violento. De ahí que la declaración de un estado de excepción o de emergencia ponga en liza la violencia de la cual la ley –toda ley– depende, no sólo para su fundación sino que también para su conservación. Ejemplos al respecto abundan, pero el caso de Chile quizá sea especialmente notorio por lo obvia e incluso banal que resulta la tesis de Schmitt, que en otros lugares puede sonar a misticismo especulativo, a la luz de los hechos recientes.
Hagamos una breve recapitulación: luego del anuncio del alza de 30 pesos en las tarifas del metro y de la desacertada (pero sintomática) intervención televisiva el pasado 7 de Octubre en la que ministro de economía, Juan Andrés Fontaine, llamaba a los trabajadores de Santiago a levantarse todavía más temprano para así ahorrarse unas chauchas en su viaje en metro hacia el otro extremo de la ciudad –donde, cada mañana, al ministro probablemente lo despiertan con el desayuno servido, luego de lo cual, con toda seguridad, el ministro no tiene que ir a tomar el metro– la obsecuencia se deshizo para dar paso a la evasión masificada en el pago del pasaje. A esto siguió la implacable (y esperable) criminalización del asunto por parte de los medios de comunicación, la cual parecía desplegarse en concierto premeditado con la militarización de las estaciones de metro con efectivos de Fuerzas Especiales de Carabineros. Con todo, la intensidad de la evasión no amainó sino que, muy por el contrario, se hizo todavía más intensa y heterogénea, frente a lo cual, el día viernes 19 de Octubre a eso de la media noche, el Presidente Piñera declaró, en una escena schmittiana, el estado de emergencia con miras a restaurar el orden interrumpido por lo que, desde el sano juicio institucional de la clase dirigente, sólo podían ser hordas de delincuentes desparramándose por la superficie y el subsuelo de Santiago como una plaga descontrolada de baratas cubiertas de abscesos y pupas rancias.
¿Queda alguna duda de lo que acontece aquí? El estado de emergencia declarado por Piñera sólo viene a reforzar lo que decíamos al comienzo acerca de la violencia que subyace a toda ley y que deviene particularmente meridiana cuando la autoridad identifica una fuerza extraña y lo suficientemente amenazadora como par poner en entredicho la pervivencia de su imperio. La evidencia se redobla escandalosamente si recordamos, primero, que esta es la primera vez, desde la dictadura, que los militares chilenos salen a las calles debido a protestas populares y, enseguida, que la dictadura marca el origen violento (es decir, a-legal) de nuestra institucionalidad actual. En otras palabras, el estado de emergencia declarado por el gobierno de Sebastián Piñera sólo puede poner a resguardo el estado de derecho y su paisaje democrático al actualizar, en un gesto paradójico pero decidor, el origen dictatorial del mismo.
En este sentido, el gesto soberanista de Piñera funciona como memorándum de un rasgo cardinal de la soberanía en general y particularmente característico de la nuestra: ella no es tanto la instancia de autodeterminación de un pueblo como el impulso violento a capturar la totalidad del espacio social por una facción específica del mismo. Esto parece ir en contra del artículo quinto de la Constitución Política de Chile, el cual establece que la soberanía reside en la nación toda, que ella resulta indivisible porque ningún sector del pueblo ni ningún individuo puede usurparla y que todo esto descansa en una manifestación libre de la voluntad soberana de la nación (el oscuro plebiscito del 80). Este artículo es crucial, pues en el se deja leer el efecto fantasmático de la violencia soberana, la cual siempre busca imponer a fuerza una representación total y no-violenta de sí misma (en nuestro caso de fachada democrática) con miras a legitimar su dominio, encubrir su parcialidad y aparecer como la expresión diáfana de la voluntad nacional y de sus intereses. De ahí, por ejemplo, que tanto el ministro Chadwick como el Presidente Piñera insistan con tanto ahínco en acabar con cualquier atisbo de ambigüedad en la respuesta institucional al desorden. La representación no-violenta de la violencia no puede ser puesta en entredicho.
Pero los eventos de esta semana en Santiago ponen al descubierto que este gesto soberano está destinado al fracaso. Como ha señalado el filósofo franco-argelino Jacques Derrida, una soberanía indivisible y total resulta impracticable cuando no imposible. En este sentido, la pretensión soberana de totalizarse a través de su representación (la ley, las instituciones) no sería más que eso, una pretensión. Así se sepa hegemónica, la soberanía siempre se encuentra en vías de dividirse, y por ello, siempre intentará inmunizarse frente a la amenaza de que el carácter fantasmal de su indivisibilidad quede al descubierto. Pero ella sólo puede protegerse, y esto es precisamente lo que ocurre en un estado de emergencia, desnudando su plexo violento, es decir realizando (según una lógica que Derrida llama “auto-inmunitaria”) precisamente aquello que la amenaza. Su fuerza es el signo inconfundible de su propia impotencia.
En Más allá del principio del placer, Sigmund Freud distinguía entre la angustia, el miedo y el terror. Mientras que la angustia y el miedo tienen un objeto y, por ello, pueden anticipar un mal que se aproxima, el terror se caracteriza por una situación de amenaza totalmente sorpresiva, para la que no hay preparación ni anticipación posible. La lógica del estado de emergencia en Chile querría ser una política de la angustia y del miedo, pues en su decreto se hizo coincidir las manifestaciones de la semana pasada con lo establecido en el artículo 42 de la Constitución; es decir: se produjo un objeto. Sin embargo, un estado de emergencia sólo puede ser una política del terror, ya que, por definición, la excepción no puede ser anticipada y hecha objeto por la norma. En este caso, la soberanía no ha podido anticipar nada pues su estructura auto-inmunitaria sólo le permite ver lo que ella misma ha hecho, como un ladrón que desconfía de sus amigos porque no puede ver en ellos más que la figura de sus propias intenciones. Queriendo aparecer miedosa, ella ha reaccionado con terror, acusando la presencia de una fuerza destructiva con la que simplemente no ha podido dar en las calles, lo que sólo pudo provocar, como ya se ha hecho evidente, que la soberanía redoblara sus esfuerzos estéticos y discursivos por hacer aparecer su objeto a como dé lugar al tiempo que despachaba el problema de fondo. Pero al hacerlo, ella nos ofrece una imagen cada vez más nítida de sí misma. Esto es lo que habría que escuchar cuando, en nombre de la institucionalidad, Piñera habla de “estar en guerra contra un enemigo poderoso, implacable, que no respeta a nada ni nadie”. Se trata de la guerra que la soberanía se hace a sí misma para sobrevivir. Pero para no desaparecer en el intento, ella debe producir, sin demora y terror mediante, un cuerpo sacrificable –que, en este caso, no puede sino venir del resto que quedaría fuera de ese significante tan movilizado por el gobierno durante estos días (la “ciudadanía”) pero que sigue cayendo dentro de las lindes de la población; no hace falta esclarecer el criterio de discriminación que opera aquí–.
La eclosión contra la que ha reaccionado el gobierno decretando un estado de emergencia responde a una fuerza heterogénea, sin forma definida, y a la que no podríamos asignarle una finalidad programada –no ahora mismo al menos–. Lejos de ser destructiva, como se nos ha querido hacer pensar a toda costa, ella abre la promesa o más bien la chance concreta de otra legitimidad y otra democracia, una que pondrá en entredicho la violencia generalizada que se esconde bajo la fachada del orden democrático actual, ese que demoniza este descontento pero no la militarización del Wallmapu, ni la represión sostenida a los estudiantes, ni el empobrecimiento estructural de la población, ni tampoco las millonarias evasiones tributarias, ni mucho menos la usura de las AFP, ni que hablar de la explotación desatada del medioambiente… la lista parece perderse en el infinito, este sí destructivo porque, aunque interminable, amenaza con cerrar cualquier tipo de futuro.