Imagen: fotograma Buster Keaton
Tiempo y cibernética
No marques las horas
En la quinceava tesis sobre la historia, Walter Benjamin evoca un curioso episodio de la revolución francesa: la turba en armas, con ansias de destruir el horario, decidió tirar contra las esferas de los relojes parisinos, vengándose así de ese centinela mudo, encarnación del tiempo carcelario y neutro de los trabajos, que dirigía la vida desde lo alto de los edificios.
Veinte años después, inquietante será la advertencia con la que Cortázar da final a su Preámbulo a las instrucciones para dar cuerda a un reloj[1], ya ahora reloj portatil -“calabozo de aire”-, dispositivo avantguardista de este cuerpo-prótesis que por la misma década, los años 60, sería bautizado como cyborg[2]. Dice entonces el argentino: “[cuando recibes un reloj de bolsillo] no te regalan un reloj, tú eres el regalado, a ti te ofrecen para el cumpleaños del reloj.”
La sentencia de Cortázar (quizás a algunos les recuerde a la mercancía animada del capítulo 4 de El capital[3]) sincera a una especie sobre su presente, dibujando el contorno de un hombre secuestrado por el reloj y arrojado a la vergonzosa servidumbre ante las cosas; retomando la expresión de Günther Anders[4], el hombre comienza a sentir una “vergüenza prometeica”: vergüenza de ser increado, de no ser reproducible, acabado, reparable. El hombre de los años 50 que Anders observa en la sociedad norteamericana se descubre así, al revisar su pasado y su incierto presente de posguerra, como el residuo ridículo de un humanismo viejo y engañoso, ahora superado por la flamante plasticidad de los frutos de la industria. El reflejo metálico del capot de un automóvil recién salido del taller devuelve, a lo que alguna vez fue la humanidad o la especie, el reflejo de haber sido un experimento frágil y obsoleto.
Es quizás a causa de esta oportuna coincidencia, digamos, el ataque de los revolucionarios a un reloj que esclaviza, presentado a su vez, en el segundo texto, ya explícitamente animado y con la voz de un dispositivo que reifica a su portador, que los ejemplos de Benjamín y Cortázar se vuelven relevantes para pensar la cibernética.
“El crimen perfecto es aquel de la realización incondicional del mundo como actualización de todo lo dado, como transformación de todos nuestros actos en información pura (…) la solución final es la resolución anticipada del mundo a través de su clonación y exterminación de lo real por su doble”, sentencia Baudrillard en El crimen perfecto[5]; “La cibernética es un ataque contra la duración”, “los cibernéticos son los asesinos del tiempo”, confirma el colectivo Tiqqun, influenciado por el primero, en su frenético panfleto crítico L’hypothese cybernétique[6]; “el capitalismo post-histórico ha completado su proyecto de colonización del tiempo”, resume Jonathan Crary[7];confirmando un vaticinio del propio Marx: “(…) la naturaleza del capital es la de propulsarse más allá de todas las barreras espaciales. La creación de las condiciones físicas del intercambio – los medios de comunicación y el transporte – producen así una necesidad completamente diferente a la inicial: el aniquilamiento del espacio por el tiempo.”[8]
Y es que el amplio y extraño conjunto de disciplinas que se reclaman de origen cibernético (una enciclopedia china que va desde la Psicología Cognitiva hasta el Happiness Management) se fundan en una serie de hipótesis que, como el primer capítulo de Cybernetics de N.Wiener (“Tiempo Newtoniano y tiempo Bergsoniano”), cimientan su pretensión de verdad en una determinada concepción del tiempo, y, más que nada, en la producción de prácticas, discursos y dispositivos (de sincronización, de actualización, de resonancia) que vuelvan operante, que creen a fin de cuentas, esa misma forma del tiempo que siembran a la manera de una profecía autocumplida.
Entre la teoría y el artefacto, entre el final y el final.
Comencemos por la historia. Si en los primeros años la cibernética aparece ligada a la tecnología militar[9], su posterior proceso de entrada en la vida civil con N.Wiener y el grupo de Macy, es una especie de mea-culpa[10], el intento de pensar una ciencia después de Auschwitz y la bomba, capaz de prevenir los terrores del totalitarismo.
Podemos decir así, por un lado, que la cibernética nace utópica, política y humanista, cultora de un “humanismo rentable”[11], saber-neutro (no “ideológico”) capaz de autosustentarse y de coexistir con las leyes del mercado (Hayek será así el que implementará estas ideas en la economía). Un humanismo que, a diferencia de aquellos viejos humanismos teóricos y excluyentes (culpables del colonialismo y de la exclusión), depositará en una estructura sin pathos, es decir, en el control transindividual de un universo en donde el sujeto deviene un efecto de las variables no-humanas que lo atraviesan (la espuma de una ola-mundo[12], un mediador privilegiado en un mundo de mediaciones[13]), el fundamento de una paz perpetua definida como la prevención del caos a través de la gestión de esas variables. La encarnación de esta premisa, recibirá el nombre de “teoría de la organización”, en donde técnica, herramientas, gestión, innovación y aprendizaje, serán las guías de un universo “inter-disciplinario” que en su afán de multiplicar los saberes los terminará resumiendo a uno solo, ese conjunto “metodológico” (o fractal, por llamarlo de alguna manera) de prácticas y modos predeterminados del pensamiento que parece suponer que la biología celular y la teoría política comparten los mismos problemas.
Paradójicamente, podríamos decir, apoyados en este último enunciado, exactamente lo contrario: la cibernética nace a-tópica, a-política y anti-humanista. A-tópica en el sentido extenso de diseñarse como el sistema inmunitario de un organismo-mundo dado (un lugar hiperreal), a-política, en su deseo de prescindir del disenso y del malentendido (síntoma de un inconsciente histórico-factual que nunca es tratado como caos: el Mcartismo y la guerra de Vietnam), y anti-humanista, en la figuración de un sujeto sobredeterminado por el código y la estructura.
Este peculiar efecto de contradicción, intersticio entre la teoría y el artefacto, aparece también en su posicionamiento histórico: los cibernéticos se colocan, por un lado, como herederos de un mundo postapocalíptico (la guerra, las revoluciones violentas) que prefigura la ya tantas veces denostada tesis de Fukushima; y por otro, como los guardianes a la espera de un apocalipsis siempre inminente, de un tiempo entendido como el de la no realización del mal (“el tiempo que resta”, diría Agamben[14]).
Imposibilidad teórica (imposibilidad de crear un mundo o sentido en lugar de gestionar lo ya dado) e imposibilidad temporal (necesidad de existir en un tiempo “actuarial”, calculador de riesgos, en donde el devenir o el acontecimiento se vuelven, si no imposibles, indeseables), son entonces dos de los principios que se alían en la concepción de los dispositivos de pacificación cibernéticos, constituyendo así un tiempo sin “afuera”, condenado, irónicamente si observamos el origen del término (Kibernautos, gobierno de una galera hacia un destino), a la deriva reproductiva y perpetua de aquello “que no termina de morir, ni tampoco de nacer”[15].
Vivere necesse est, navigare non necesse
¿Cómo podemos articular, entonces, estos postulados tan generales y comprender el tejido de los pequeños tiempos cotidianos, los tiempos ya cibernéticos que nos sitian (ese “calabozo de aire” del que hablaba Cortázar)?
Si queremos resistir a la servidumbre, ahora difuminada en una red multiplicada de dispositivos, es necesario entonces, en primer lugar, identificar las formas que han cobrado los relojes de antaño, y en segundo lugar, postular, al menos de manera provisoria, cuáles serían los calendarios que reemplacen a los de estos días brumosos.
Quizás a partir del punto anterior podríamos esbozar lo primero: en una historia que se coloca como el intersticio entre un caos primigenio (la catástrofe de haber querido imponer la política a la gestión) y que busca reducir los riesgos de un caos futuro, el tiempo, bajo el yugo nodal de la retroalimentación (feedback), debe nacer continuo y total, y debe ser capaz de sincronizar y actualizar defendiéndose del sabotaje o el bloqueo de flujos.
Continuo (ya lo hemos dicho, sin acontecimiento), porque en el proceso de retroalimentación todo el pasado debe ser sostenido como la fuente de los procesos de corrección de los sistemas dados a la supervivencia (autopoiéticos): podemos recordar el ejemplo del sistema de gestión económico de Stafford Beer, que con el proyecto Synco intentó llevar a cabo un cambio en la estructura productiva sin pasar por una fase revolucionaria, considerada destructiva: “gradualismo”, “metaestabilidad”, “viabilidad” en las propias del británico.
Total, porque no puede existir otro tiempo dentro del tiempo universal de las variables a gestionar a partir de un mismo principio de equilibrio; pasado y futuro colapsan en una perpetua urgencia y la arritmia de una conspiración (producción de tiempos inconmensurables) o de la tragedia (la inmovilidad de un momento fatal) se tornan naturalmente, en enemigos, en excesos. Pensemos, por ejemplo, el caso de la “ingeniería del caos”, hija de las previsiones de catástrofes nucleares, y la fabricación de bunkers que hoy desarrollan los servicios de streaming para subsistir ante la posibilidad de la caída de la mayor partes de sus servidores, anulando la cándida hipótesis de “atacar los centros de la red” de Fight Club, una de las películas de su catálogo.
Sincronizable, porque ese tiempo que debe inundar cada punto de la totalidad se constituye como un tiempo real, o más bien hiper-actual, un tiempo siempre previo a su despliegue o realización según la máxima aristotélica de que el acto precede a la potencia. La producción de un mundo “sincronizable” implica un mundo en donde uno no solamente es siempre mirado, sino donde la propia mirada está sujeta a la observación.
Las formas de gerencia “desde abajo”, los artefactos conectados, la producción de obras artísticas “interactivas”, los referendums digitales, los porcentajes de satisfacción, el cambio de imagen de una empresa a partir de la recuperación de una lucha social (greenwashing, women washing, etc) para luego recodificarla y redistribuirla hacia un sujeto abierto a las delicias de la adaptación, son las configuraciones que esta sincronización, esta mirada de la mirada, toma.
“Sé el emprendedor de ti mismo”, “exige un buen gestor”, ¡actualízate!”, “¡da tu opinión!”, son algunos de los corolarios que cunden como imperativos.
Así, en un mundo en donde lógicas espaciales de resistencia como la autonomía y la duración (la construcción de un espacio “duro”) pierden sentido frente a “la aniquilación del espacio por el tiempo”, no es extraño que aparezcan diferentes llamados a radicalizar, huir o actuar en la velocidad del tiempo sincronizado, desde propuestas teóricas para acelerarlo hasta una singularidad o a luchar a través de una lentitud voluntaria, hasta teorías new-age galvanizantes como guiarse por los ciclos lunares y las estaciones, o encontrar “el equilibrio de gaia” (de otro-sistema mundo más cibernéticamente sustentable).
Si de alguna manera, si ya indistinguibles del virus cibernético (un virus activo porque coexiste calmadamente con ya-no-sabemos-cuál-sujeto-hipostasiado), estas propuestas han intentado pensar una crítica cibernética en la cibernética, una cibernética crítica a la manera de una crítica a la economía política que pervierte o tuerce las propias categorías de la economía política clásica, cabe recordar la célebre fórmula de Bergson, el mismo con que todo comienza en el primer capítulo del ya mencionado Cybernetics: «el tiempo es invención de lo nuevo o no es nada».
Sin confundir esta afirmación con otra forma aún
galvanizante de mesianismo, esta especie de redefinición que da Bergson de una poiesis que se transforma en el tiempo
mismo (en lo que debería ser), convulsiona en su simpleza las bases de la
monotonía rutinaria y actuarial del no-tiempo ofrecido por la cibernética. “El
tiempo es invención del tiempo o no es nada” podríamos reformular en un
pleonasmo torpe, pero que, en su literalidad,
¿no da espacio acaso al espacio de un pensamiento que ya, en tanto
apuesta, ajeno a la ansiedad de la estrategia y de la viabilidad (en tanto
viabilidad de lo viable actuarialmente), se parece más al tiempo de la lectura,
la escritura y la obra, al tiempo inútil de la pregunta inútil? Deleuze decía
que existe algo así como un derecho a los problemas. Frente a todas las
respuestas y soluciones, frente a ese tiempo de la respuesta viable, de la
estrategia, ¿qué convendría entonces decir sobre qué tiempo? Quizás lo
propiamente inútil sea la respuesta.
[1] De Historias de Cronopios y de Famas, 1962
[2] Inventado propiamente como término en 1960, por Clynes y Kline.
[3] Célebre capítulo dedicado al fetichismo, Marx fabula objetos-mercancías parlantes y caminantes que interpelan al hombre devenido él mismo objeto.
[4] La obsolescencia del hombre, de 1956.
[5] 1994
[6] 2001.
[7] 24/7. El capitalismo a la conquista del sueño. 2013
[8] El Capital.
[9] Canion autocorrector “Prediktor”, sistema de modelizacion del terreno de guerra “S.A.G.E”.
[10] Recordemos que Wiener dice haber terminado su amistad con el creador de la teoría de juegos Von Neumann por su participación en el proyecto Manhattan.
[11] Dicho en 1958 por Giuseppe Foddis, italiano conferencista del primer congreso de cibernética de Francia.
[12] Tesis de Erwin Laszlo, filósofo austriaco que inspiró al llamado grupo cibernético.
[13]Idem
[14] El tiempo que resta. 2000.
[15] Parafraseo Gramsci.