Fotograma del film Derrida, de Kirby Dick y Amy Ziering Kofman (Intervenido)
Toda hermosa muerte. A Jacques Derrida
Cerámica
Serán 20 años de una muerte.
Y escribimos “serán” en cursivas porque en ese tiempo verbal se deja traslucir un acontecimiento que pareciera no ser todavía. Es indestinado; “serán” como la gravitación del hecho mismo, en tránsito, siempre por llegar. No es igual decir “ya son” 20 años de la muerte de Jacques Derrida que “serán” 20 años. Y en el aniversario de una muerte que aún no es habita una herencia sin herederos identificables o definidos de antemano para que se la apropien, haciendo relucir el artefacto, o una jerarquía de conceptos, o una pose escritural o de “tono” en la que palidecería una obra sin fin, ilimitada, informe en su resolución, dispuesta a la heterogeneidad sin número de “recepciones, es decir y con todo, un herencia sin anuncio, inasible e irreductible en la que no hay testaferros; herencia sobre la cual solo es posible decir algo en su nombre, ser reminiscencia sin sutura, una memoria sin testamento. “La memoria no sería más que una manera de sentir”, escribía Étienne de Condillac en su Tratado de las sensaciones (1754).
Entonces nos preguntamos si es que Jacques Derrida murió alguna vez o se trataría de una muerte que no fue ni es; una muerte que devendría intemporal como su siempre estar muriendo, pero sin morir nunca. Tal vez sería más justo hablar de la sobrevida que se insinúa en cada una de sus lecturas, en cada exégesis, en toda, igual, moda derridiana que se expande, muchas veces, con la extravagancia y el buen sentido del ego que puede significar decir: “Yo leo a Derrida”.
O quizás –»No hay categoría más justa para el porvenir que la del quizás» (Derrida, Políticas de la amistad, 1994)– es un aniversario que conmemora al niño judío sefardí que creció hablando árabe y francés, pero cuya lengua materna era el hebreo. O del filósofo que cuando fue preguntado de dónde podría venir la palabra “deconstrucción”, sorprendido, sostuvo que no sabía muy bien, pero que algo había en las cerámicas de su casa de infancia, en Ciudad de Argel, que podría dar pista. Remontándose, contaba que todas las cerámicas de la terraza estaban ordenadas geométricamente, sin embargo, había una que estaba al revés, sin seguir la disposición de las demás. Aquella cerámica, por sí sola, desorganizaba todo el conjunto, desestabilizaba el protocolo y obligaba entonces a mirar de otra manera. Esa cerámica era un desacato aconteciendo sin mayor razón (más bien sin razón); la desautorización de la tradición; el inciso de la diferencia que se querellaba por otro sentido y clamaba por ser denunciada en su más absoluta singularidad.
Todo esto vendría después a transformarse en una filosofía descomunal, fuera de serie, poco comprendida también en el contexto filosófico de la época.
No obstante, Derrida deambuló, pareciera ser desde siempre, como un paria. Y esto fue un impulso, o el impulso, para toda su escritura; un niño que fue expulsado de la escuela por judío y que en la ocultación de su circuncisión residía el secreto a resguardar para sobrevivir. Del mismo modo en Francia, y sobre todo en L’École Normale Supérieure, nunca dejó de sentirse un extranjero, un extraviado africano devenido de un país en disputa, en revolución declarada por la colonia al imperio donde, en ese momento, él mismo habitaba y que lo sometía a la más profunda contradicción y críticas brutales venidas de sus propios compatriotas que estaban, por ese entonces, librando su guerra de independencia
¿Cómo defender una sublevación y declararse en rebeldía contra el imperio habitando en el imperio? Depresión, extranjería (el ser del extranjero), no pertenencia, “una afirmación negativa de sí” (Bensussan, «Le dernier reste», 2003) o, parafraseando un título, siempre “en guerra contra sí mismo” (Estoy en guerra contra mí mismo, con Jean Birnbaum, Le Monde, 2004).
Eco
El eco es una voz que siendo la nuestra ya no nos pertenece, es lanzar al mundo una palabra o un grito que desde que sale de nosotros nos abandona; el eco nos y no nos pertenece al mismo tiempo. La palabra de un instante que se anidaba en la voz ahora es amplitud y extensión por fuera de mí, ya no controlo nada. La palabra fue soplada.
Así lo dirá Jacques Derrida: «Yo no estoy ahí donde hablo (…) estoy en otra parte y siempre hay una palabra más antigua que yo» (Circonfession, 1994). ¿De qué forma entonces dar curso a la palabra? ¿cómo entenderla si ésta yo no es nuestra, nunca lo fue y se desplaza en un exceso de presencia y temporalidad en el que no estoy o solo soy un fantasma?
Es así como nos llega el eco del filósofo, como algo anterior a nosotros y no como lo que es una consecuencia, de nuevo, de la palabra. El eco no es lo que reverbera como expresión de una voz lanzada al vacío y que se nos devuelve es, más bien, una palabra que viene del pasado, un eco antiguo, un destino anterior que habla a través de nosotros generándonos la ilusión de que podemos gobernarlo.
Somos la antigüedad del verbo y no su futuro; una suerte de precipitación del devenir al que le es ajena cualquier apropiación. Entonces no hay eco como devolución sino como herencia.
Circuncidar
Y no puede sino haber la circuncisión; y ésta como el aliento de toda su búsqueda y también delirio filosófico, literario, poético y político, tantas veces imantado por el dolor radical y la incertidumbre de saber dónde es que fue arrojado el resto extirpado, pero, a la vez, la certeza de saberse incompleto, para siempre irrealizado y deviniendo a todo momento suplementario.
“Debo decir que pasé toda mi vida enseñando para entender, finalmente, aquello que mezcla la sangre, la oración y las lágrimas […]”.
Podemos entender esto dicho por Jacques Derrida en Circonfession, como aquel momento irrepetible en el que el rito agrupa, posiblemente como en muchos otros ritos, la sangre con la oración, lo que emana como fluido y aquello que celebra y canta esa misma fluidez. No hay sangramiento ritual sin esa música de fondo que es la plegaria que cantan aquellos que son los encargados de la escena, en este caso, del sangramiento. Sin embargo, no en todo rito se llora o hay lágrimas tal como él lo escribe. Las lágrimas son aquí, se piensa, el descubrimiento de aquello que atravesó su vida. Ese dolor que pudo callar pero que inexorablemente lo llevó a las lágrimas; no se trata aquí de un llanto por algún dolor particular como puede ser la pérdida de un ser querido, por ejemplo, sino de esa suerte de fundación lagrimal que lo acompañó para siempre y de la cual ni siquiera tiene memoria pero que, al final de todo, no puede sino venir acompañada de sangre y oración.
Así, y si nos preguntamos otra vez dónde está el origen sin origen del pensamiento de Derrida, sería aquí, en las lágrimas que emergen desde un tiempo inmemorial en el que no decidió sangrar ni ser orado, pero en donde encuentra la estructura más definitiva de su propio ser, su no-memoria, la misma que lo devuelve al sentido sin recuerdo de su nostalgia.
Vida
“Es la pasión de la deconstrucción, que provoca las plegarias y las lágrimas de Jacques Derrida” apunta John Caputo en un hermoso texto sin traducir titulado The Prayers and Tears of Jacques Derrida Religion without Religion (1997), y más adelante –en lo que es una frase que hace temblar– Derrida sería “un hombre de lágrimas y plegarias”.
Sin embargo, quisiera quedarme (después de la herida, de todos los dolores, de la nostalgia incombustible por aquel resto y por aquella falta, después de ser un “hombre de lágrimas y plegarias” y de encontrar, en su circuncisión, el recuerdo sin recuerdo de una escritura o un archivo que lo afilia y desafilia desde el tormento de una arqueología imposible) con las siguientes palabras de Derrida: “La circuncisión es el deseo de vivir sin tener necesidad de escribir: “amar la vida” (1991).
No podrá ser de otra manera con el filósofo. Éste es, al final de todo, algo así como su legado sin dueño, su amor sin firma ni remitente; un aliento de vida y no de muerte, un abrazo a lo vital, a lo que nos da y entrega existencia. Aunque venga desde una llaga, la vida más resplandece cuando atravesamos el sufrimiento.
Esto es respirar, ver, sentir, tocar… a cada segundo y en la espera de toda hermosa muerte.