Trastornar la cultura, urdir un gestuario: la crítica entre Ried y Foucault
Sobre ¿Qué es la crítica? Michel Foucault, leer el presente sin juicio, de Nicolás Ried (Metales Pesados, 2022).
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Hace décadas que la retórica de los tiempos de oscuridad pareciera tener una operatividad alejada de sus iluminados propósitos. Atravesamos, se nos suele decir, una “hora actual, hora de negra inquietud y de general zozobra” que exige, sin duda, la “necesidad de un método para cultivar la inteligencia” que logre situar a la reflexión y el pensamiento al servicio de las necesidades humanas. Habríamos de disponer para ello no sólo de rigor y disciplina, sino de la voluntad para autoeducarnos, aproximándonos así a cierta serenidad del pensamiento, pues el desarrollo material de una sociedad se encamina al naufragio si intenta prescindir de una correcta guía espiritual. Esta suerte de lugar común destinada al trabajo intelectual, sin embargo, se encuentra lejos de ser un sencillo, aceptado y políticamente correcto planteamiento. De hecho, no hemos parafraseado un kantismo trasnochado, sino a un peculiar libro publicado en Chile el año 1940, a saber, Cultura: guía del suboficial, del Capellán del Ejército Julio Tulio Ramírez, en donde se hace explícita la solidaridad entre educación, lectura, escritura y los valores militares del país. En sus primeras páginas, Ramírez advierte que los jóvenes conscriptos poseen, desde ya, una “actitud crítica” (22) que el suboficial, en su misión pedagógica, debe saber conducir metódicamente hacia las aras del patriotismo y el progreso de la nación. Más aún, lo que debe ser transmitido es un amor, casi un “hechizo”, hacia la comunidad natural que yace bajo la contienda de la guerra social: un “veneno” propagado a lo largo del país que se manifiesta en una apatía e indiferencia que neutraliza la inteligencia y la capacidad de acción de la ciudadanía.
Lo cautivador de este texto es que lejos de una tajante exhortación hacia una disciplina a secas nos encontramos ante un resuelto combate contra la ignorancia y la perversión que ha de ser guiado por la palabra (27). Es en el terreno de la cultura donde la inteligencia debe sumergirse para comprender y transmitir la belleza y las verdades inclaudicables a un mundo corrompido: triangulando conocimiento, voluntad e imaginación en la recta senda de la cultura o, dicho a la inversa, cultura es por excelencia aquel espacio normativo donde la vida espiritual de una comunidad se renueva a sí misma. No es de extrañar que Ramírez, en esta empresa de rectificación del espíritu crítico inherente a cada ser, se precipite en la prescripción y proscripción de obras –de este último grupo, todas aquellas que perviertan la atención y promuevan la lujuria y el desorden– a consumir, pues estas forman parte de una alimentación intelectual cuyo reflejo es el estilo, la escritura propia, como índice de una correcta asimilación de los valores universales. Pulcritud y solemnidad corroboran no sólo un buen gusto, sino el sabio acto de dirimir entre una buena o mala obra, entre una obra que debe ser leída y una que no, según los preceptos introyectados. Subyugada y disciplinada entre la Historia Patria y la Gramática, lo que podemos entender por crítica poco se diferencia de la ejecución de un juicio de valor, cual obediente juez, cuya fuente es un conjunto de verdades heredadas.
El Capellán Ramírez estaría orgulloso de nuestra fidelidad a sus enseñanzas. Aunque desencantados de Dios o la Patria, el ejercicio autoritario de la crítica no ha cesado de imantar las fronteras de la inteligibilidad de la realidad que habitamos. Obsesionados con la validación o cancelación de grupos y obras, la disposición intelectual no sólo se retuerce en su monolingüismo: ocluida en su encaprichamiento, marchita las combinaciones y aperturas de la experiencia como tal. Como señalaba T.S. Eliot, en el caso de lo que entendemos por crítica literaria moderna, esta se encuentra determinada por una inclinación hacia la reducción de las obras a una serie de discursos filosóficos, estéticos y psicológicos —que, en el caso inglés, endilga las incursiones teóricas de Coleridge con la institucionalización de la comprensión poética (105). Embebida de filología, la vehemente determinación de contextos y la simplificación de argumentos, la crítica deviene una alicaída y estéril operación que anula la experiencia estética del estilo, es decir, de aquel operator, gesto diferencial que confiere la singularidad exacta a un ser. Ante el exceso de datos y los esfuerzos supinos por explicar –piénsese en cómo la crítica ha devenido un arte del resumen–, Eliot opone una particular forma de conocer, empeñada en “captar lo que aspira a ser un poema, por cantar su entelequia” (112), lo cual, lejos de restituir un idealismo metafísico apunta justamente a querer comprender el índice de creación, el acontecimiento ex-nihilo que compone, en su ahí, la particularidad de la obra (114). De poco y nada sirve entonces la erudición, pues lo fundamental es el cultivo del goce con la obra: un cultivo del placer y el gusto que implica un despojo de los prejuicios de la época; el cometido, finalmente, de una desujeción y apertura que atiza una experiencia nueva entre obra y mundo (119).
El sentido de la obra, así, excede toda reducción conceptual, ya que “captarla” no es adueñársela, sino participar de sus giros, juegos y resonancias: es permitir, en el caso de Eliot, que el poema exista, comprendiendo dicha existencia en el libre pliegue y despliegue de sus arabescos en las páginas. Comprender un estilo –ese desquiciamiento de la luminosidad conceptual del lenguaje– es lo que reaparece con toda su demoníaca teatralidad bajo el concepto de crítica. Porque, lejos de que el estilo corone y manifieste la aprehensión de reglas estéticas universales, es la discreción de una existencia que exige ser pensada de otro modo. Las claves de esta otra mirada es lo que se anida en un libro que juega con su propia traición: ni “crítica”, ni “Foucault”, “Kant” o “nosotros” corresponden al desarrollo de un argumento, una explicación monográfica, que las agotaría en una serie de definiciones cinceladas por una exactitud matemática. El aparente trasfondo académico –determinar el concepto de crítica en Foucault a partir de una rearticulación de su obra– no es sino la escenografía para que algo, un excesivo algo, entre en escena.
No reparemos entonces en simplificaciones que nos ayudarían a explicar y valorar la cohesión de un discurso, pues la crítica es aquello que buscaría aquel punto en que el sentido retoza sobre sí mismo: así que, antes de averiguar las condiciones formales para la emergencia de una crítica, habríamos de atender a las operaciones, los juegos performativos del pensamiento. Para Ried, justamente, lejos de ser la aplicación de ciertos principios normativos, la crítica es una disposición, una actitud arrastrada por el “coraje de exponerse ante la experiencia del límite de lo inteligible” (27), asunto por el que es imposible determinarla en un sentido positivo. ¿Pero cómo hacer entrar en el discurso el clinamen hacia la eclosión del discurso? Y, antes que todo, ¿Qué discurso, el discurso de quién? Pues lo aquí gravitante no es el simple arrojo a lo innombrable, lo desconocido –esa pulsión teológica inervada en el asolador heideggerianismo naive que tan bien conocemos–, sino la productividad, la supuración poiética puesta en marcha con el espacio de su propia aparición: ese mundo común desde y hacia el cual una crítica se dirige. La dis-posición señala justamente una localización, un escenario compartido atravesado por efectos y afectos de sentido que presupone un nosotros que informa y es performado por quien(es) lo nombra(n). La crítica sería en este sentido un estriamiento o espaciamiento del nosotros, un renacer del ser-común a través de su propia enunciación, pues esbozar, articular, dibujar un nombre para lo común es precisamente “una práctica por la cual el sujeto se cuestiona en tanto individuo, al mismo tiempo que ese cuestionamiento da cuenta de un ‘nosotros’ en el que participa ese sujeto” (31).
No importa tanto lo dicho —y por ello lo inscribible, repetible, explicable, instituible— como sí el acto, el gesto de decir, cuya sumatoria da lugar a “un conjunto de gestos que no puede ser capturados por una teoría” (35). En este sentido, el horizonte de una ontología del nosotros mismos reposa en las significaciones que reconfiguran incesantemente las fuerzas y límites entre sus “actores”, y no en modo alguno el significado último, categórico, que funcionaría como el mito que una comunidad debe (re)descubrir para encontrarse con su origen. A partir de Ried, lo importante entonces es esclarecer la arquitectura que se entreteje por la acción conjunta de las gestualidades y, sostenemos, determinar que la comprensión del gesto crítico es, en su acogida y en su respuesta a él, ya otro gesto a través del que son coagulados y transformados los movimientos precedentes. Que un gesto responda a otro gesto implica, en su aparente simplicidad, un radical desplazamiento de los supuestos clásicos de las teorías de la acción política y de la comprensión de la crítica, ya que si el gesto precede al habla, al discurso –o, como señaría Butler, si se encuentra comprometido con voces inconsistentes y cuerpos desposeídos (163)–, este lo posibilita sin confundirse con él : y así como la acción política no es la adecuación a un programa, la crítica no es el análisis de un discurso. El gesto señala una diferencia que, lejos de cerrarse sobre sí, escancia la imaginación sobre el terreno de juego. Gesto e imaginación señalan el fuera de norma, lo imprevisible, dentro de un campo de acción, una “relación imaginativa con las normas en un sentido práctico: podemos relacionarnos con las normas en términos de obediencia, como también podemos enfrentarlas en términos de transgresión” (67). Transgresión otorgada por este afuera de la norma jurídica (73), horizonte que no por nada circunscribe la crítica dentro de un (anti)modelo teatral:
La producción de un ‘nosotros’ es, en este sentido, la manera en que mostramos lo que creemos en un sentido estético: mostramos lo que somos actuando en el escenario del mundo, no escribiendo sobre piedra lo que queremos creer (…) producimos también un estilo, una forma en la que nos ponemos en escena. Como en un teatro: la interpretación de los actores queda abierta a la interpretación de los espectadores, a diferencia de un proceso judicial, donde el juez determina la interpretación que es correcta para el caso particular. Este modelo teatral de la crítica nos lleva a valorar el hecho de no ponernos de acuerdo como comunidad: nos construimos estéticamente a partir de las múltiples diferencias, desde nuestras diversas experiencias (86)
Y sería necesario redoblar esta apuesta teatral cuya fuerza –¿brechtiana?– exige la práctica de una interpretación activa, para señalar justamente allí que es el modelo clásico de representación (teatral) el que propende a su crisis, pues no se trata esencialmente de interpretar, sino de producir, de responder –catapultado por el gesto de responder, que antecede a toda palabra– a los gestos animados ya por otros. “Crítica” sería el espacio en donde la separación entre actores y espectadores cede al acontecimiento de su encuentro y contaminación mutua, es el allí de una imaginación que imbrica experiencia y pensamiento en la curvatura de un gesto nuevo que desquebraja y rearticula por completo el mundo que compartimos. Una economía cósmica en donde no existen astros rectores. Y es que “Michel Foucault: leer el presente sin juicio” insinúa, después de todo, su propia fuerza exorbitante: trata de un lectura que abdica de su autoridad reductora, de un presente que no se confunde con el presentismo del capitalismo tardío y, habiendo ya definido el tipo de juicio del que es necesario desembarazarse, el mismo sujeto de la enunciación –el enmascarado Foucault– se borra a sí mismo, horadándose en el ejercicio de una apertura por cuyos orificios se derrama un pensamiento que no cesa de transfigurar los límites y posibilidades de lo común. Si Blanchot señalaba que la diferencia entre literatura y cultura estriba en que la primera interrumpe y rehúye del impulso aprehensivo de la segunda (514) –tal como el capellán Ramírez pondera a la cultura como una esfera normativa de los asuntos humanos–, aquí la crítica es lo que agrieta y hace saltar sobre sí a la cultura. Desmonumentalizada hasta su obsolescencia conceptual, asistimos a lo que Sarduy denominaría un gestuario, un espacio en donde a través del arrojo y afección de los ademanes críticos encontramos los núcleos y vectores de sentido fluctuante. Un teatro, un escenario, en donde aquello que se muestra no es la re-presentación (fiel o no) de un modelo preexistente, sino el presente, el aquí y ahora del levantamiento de un pensamiento que, como los libros que leemos y escribimos, que son robados o quemados, constituye el reverso de una comunidad exultada y extasiada en la ondulación y dispersión de sus propios envíos.
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Bibliografía
Blanchot, Maurice. La conversación infinita. Arena Libros, 2008.
Butler, Judith, y Athena Athanisou. Desposesión: la performatividad en lo político. Traducido por Fernando Bogado, Eterna Cadencia, 2017.
Eliot, T. S. «Las fronteras de la crítica». Sobre la poesía y los poetas, Sur, 1959.
Ramírez, Julio Tulio. Cultura. Guía del Suboficial. 1.a ed., Imprenta Nascimento, 1940.
Ried, Nicolás. ¿Qué es la crítica? Michel Foucault, leer el presente sin juicio. 1.a ed., Metales Pesados, 2022.
Sarduy, Severo. «Escrito sobre un cuerpo». Obras III. Ensayos., Fondo de Cultura Económica, 2013.