Vivir como se piensa, pensar como se vive: la ethopolítica de Foucault – Carcaj.cl

Ilustración: collage digital a partir de fotos de Michel Foucault

09 de enero 2025

Vivir como se piensa, pensar como se vive: la ethopolítica de Foucault

Reseña de Iván Torres Apablaza, Michel Foucault, una lectura posthumanista. Ética, política, porvenir (Santiago: Alma Negra Editorial, 2024, 451 pp.)
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…el hombre es una cuerda tendida entre el animal y lo ultrahumano, –una cuerda sobre un abismo […] Lo que es grande en el hombre es que es un puente y no una meta: lo que puede ser amado en el hombre es que él es un tránsito y un ocaso.

Nietzsche, Así habló Zaratustra.

Las lecturas que se han hecho de Michel Foucault con el intento de enfrentarse a su corpus como si fuese un todo, más allá de las continuidades y discontinuidades que atribuyamos a dicho todo, adquieren la mayor parte de veces, y en mi conocimiento casi todas, un sesgo abiertamente escolar. Para colmo, el gesto tradicional que intenta oponer resistencia a dichas lecturas solo termina por ceder a un falso espíritu de dispersión. Lo cierto es que en todos esos casos nos quedamos con la impresión de que la obra de Foucault es una especie de monumento inerte y paralítico, que difícilmente nos puede hablar del presente. Ello se vuelve más notorio si consentimos en situar estas observaciones: junto a Walter Benjamin, y hoy en menor medida a Heidegger, Foucault parece ser uno de los filósofos o críticos de la cultura más apetecidos todavía en nuestro medio. Pero en modo alguno eso quiere decir que goce de una buena salud. Me atrevería a decir, sin ambages, que lo que abunda es la inexistencia de escritos –de escritos interesantes– sobre su obra. Cuando nos acercamos a Foucault, desde este páramo, lo que más se reitera son alusiones referidas a nuestros campos disciplinares restringidos o bien a las lecturas que anteponen la neurosis periodizante a la exigencia de discusión.

Lo que hasta aquí hemos dicho no nos faculta sin embargo a echar por tierra una idea de sistema, sino más bien todo lo contrario. En su conocida carta-prefacio al libro Variaciones, de Jean-Clet Martin, Deleuze ha pensado en otra idea de sistema, una que no solo debe estar en una perpetua heterogeneidad, sino que debe ser ella misma una heterogénesis, es decir, una máquina de producir diferencias. Creo que el libro que ha publicado Iván Torres Apablaza tiene mucho de eso, y eso ya le concede un mérito sustantivo. Un sistema como heterogénesis, como dice el mismo Deleuze, es algo que todavía no se ha hecho… es algo que estaría por hacerse. Desde luego, eso se declara en la misma idea de heterogénesis. El libro que aquí nos convoca no esconde su vocación heterogenética. Michel Foucault, una lectura posthumanista es un trabajo extraordinariamente riguroso, en el cual se encontrará una cantidad inaudita de referencias que dan cuenta de un conocimiento exhaustivo de todo el campo y de todos los tiempos recorridos por Foucault. No tiene miedo de acercarse tampoco a nuevas filiaciones y a universos paralelos que el mismo Foucault quizá no hubiera querido fomentar. En él se encuentran y revuelven muchos nombres, a la manera de una danza pluralista: Sade, Deleuze, Blanchot, Klossowski, Kant, Robbe-Grillet, Lacoue-Labarthe, Borges, Canguilhem, Nancy, Esposito, Agamben, Janet… Heidegger y Nietzsche. Y, sobre todo, Heidegger y Nietzsche (y ya diré algo sobre eso en lo que sigue). Pero incluso con ello se permite reír, sin gravedad como lo hace Foucault, “frente a quienes intentan inscribir y sistematizar su trabajo en eruditos archivadores actuariales” (p. 123). 

Más allá del hecho, que obviamente salta a la vista, de que nos encontremos frente a una reconstrucción singular y problemática de un cuerpo de trabajo tan inquieto como el de Foucault, lo que le concede un valor inestimable a este libro (y todo se trata aquí, creo, del valor y de hacerse de otros valores…) es que cada vez que puede nos invita a vivir y a existir de otro modo. Subrayemos algo un poco más fuertemente: Foucault quizá sea uno de los pensadores más ferozmente secuestrados en nuestro precario medio intelectual. Lo que hace Iván es sacarlo de sus lugares, moverlo de un lado hacia otro, sacudirlo, sentarlo en la misma mesa con Heidegger y con los historiadores de la ciencia franceses, aparentemente haciéndolo más erudito, lo que podría querer decir: monumentalizarlo. Pero no nos engañemos. Son gestos para sacarlo de su lugar común y para, en palabras de Iván, “seguir la travesía peligrosa y excitante de pensar sin nombres y más allá del hombre” (p. 123).

Pero esa alegría y ligereza a la que aludíamos tiene una extraña compostura. Este libro se propone despertar de una manera indócil. Parte con la indignación, podríamos creer, reconociendo la indignidad. La filosofía debe comenzar con el horror, y no con el asombro, como nos recuerda Iván sobre la indicación nietzscheana que discute con Aristóteles. Horror ante un planeta devastado, cuya fecha de caducidad nos pisa los talones cada vez con mayor celeridad. Si el pensamiento de Foucault tenía la fortaleza de proceder haciendo diagnósticos del presente, lo que este libro nos enseña es que estos diagnósticos tendrían que abrirse ahora más que nunca (p. 415). A través de 4 enormes capítulos y un bellísimo epílogo programático, en el mejor de los sentidos, Michel Foucault, una lectura posthumanista va tejiendo una compleja red con hipótesis y argumentos múltiples que apuntan a borrar en la arena el rostro de un Foucault “extenuado de humanidad” (p. 397), según la expresión de Iván, para enseñarnos un desierto donde hemos de volver a interrogarnos, a vernos y a decirnos. Todavía no es claro a qué nos podemos referir con ese nosotros, o si hay algo de ese tipo. Lo cierto es que el hombre, definido a partir del ejercicio de una completa soberanía sobre el planeta, es algo que nos ha impedido existir.

Como el libro adelanta en su título, se trataría de un Foucault posthumanista. Y eso hay que hacerlo, con urgencia, para diagnosticar nuestros presentes. Todo el primer capítulo está escrito, creo, para mostrar que el hombre y su humanidad no son la cuestión. Probablemente tan sólo un problema mal planteado, un falso problema. La filosofía podría llegar a ser una experiencia transformadora, siempre y cuando entienda este punto. Y para ello la filosofía tiene que llegar a ser un ejercicio, una práctica. Un ejercicio no sobre el hombre sino sobre los modos de existir, uno de los cuales, subrogado y sometido al corte arbitrario de su modulación sería la humanidad del hombre. Este plan, que ya se nota explícitamente en Foucault desde inicios de los años 1950, pareciera emparentarlo mucho con la estrategia epocal desarrollada por Heidegger un par de décadas antes. Pero aquí la máquina desplegada funciona para asomarse a una “comprensión no antropológica de lo político” (p. 29) que ya no se encuentre con la política como teología secularizada (y toda teología es una antropología), sino con la compleja relación entre ética y poder, que es lo que Iván llamará una ethopolítica. 

La cuestión ética en Foucault, entendida por Iván como la etología en el sentido deleuziano del término, es el marco que permite identificar la pregnancia regional –aunque decisiva– de la forma-hombre. La ética es la que dicta lo que puede ser una vida filosófica. Con el libro podemos pensar otras formas de militancia, pero siempre a partir de plantear la pregunta por un ethos. Estemos muy atentos, porque de ningún modo Iván nos quiere hacer creer que “todo es político” (la consigna del fascismo por definición). Lo político se pluraliza y multiplica en la resistencia vital y cotidiana al poder, y solo ahí podemos volver a darle nombre a eso político (a falta de alguno mejor) gracias al vitalismo ético que lo sostiene. Una hermosa enseñanza del libro de Iván, que no dejará de tener implicaciones prácticas todavía inauditas, es que Foucault nunca fue un pensador político. O que, al menos, se interesó más bien en la crítica, en esa manera de transformar y desconfiar las artes de gobernar. Ética y crítica se superponen aquí, anudadas, pero en nudos que se van descorriendo y desplazando. De ahí que, como dirá Foucault al final de su vida, “la clave de la actitud política personal de un filósofo no ha de ser buscada en sus ideas, como si se pudiera deducir de ellas, sino más bien en su filosofía como vida, en su vida filosófica, su ethos” (citado por Torres en p. 231)

Visto así, a Foucault le interesa ante todo la formación de un ethos, y solo secundariamente el gobierno de la existencia. Digámoslo sin mayores precauciones: la existencia como modulación y no la clausura en un modo que valga como constante o como variable fija. Y esa modulación ha de abandonar algo de la política por ser demasiado humana. Las modulaciones pueden ser objeto de una genealogía, lo que implica que son objeto de evaluación. Y la lógica de esa ética, de esa modulación existentiva, como bien lo recuerda Iván, no es otra que una lógica práctica o incluso, si se permite el término, de esa pragmática, es la parrhesía. En palabras del autor de este libro: “vivir como se piensa, pensar como se vive” (p. 364). Todo lector de Foucault (y en este punto nos percatamos que este libro es quizá ante todo un libro sobre Nietzsche, o una escritura nietzscheana sobre Foucault), todo lector de Foucault sabrá que la parrhesía nada tiene que ver con ser consecuente. Actuar en consecuencia es actuar siguiendo principios o preceptos morales. La parrhesía no puede tener ese tufillo teológico. No hay algo oportuno ni oportunista en la parrhesía foucaultiana. El decir verdadero es corajudo, riesgoso, peligra cada vez. Pero es riesgoso porque es “una palabra menor que se pronuncia en nombre de lo justo contra el poder y su agravio” (p. 400), nunca del lado de una camarilla de amigotes o amigotas que nos respalden, si lo decimos en buen chileno.

Los humanismos siempre pueden adquirir otros rostros, cada vez se resisten a ser borrados de la arena. No conceder dignidad a las existencias es precisamente lo que una y otra vez insiste en nuestras prácticas. Y no por mucho que leamos a Foucault o a quien sea dejaremos de hacerlo. Hacia el final del libro Iván lo recuerda una y otra vez de distintas maneras. Solo un ejemplo entre muchos: “Sólo una política inclinada hacia un ethos –que no es asunción de una conciencia, sino un conjunto de luchas agonistas por la verdad respecto a las posibilidades de un mundo– podría dar lugar a una política dirigida hacia una relación ecológica de cuidado en sus estratos sociales, ambientales e individuales” (pp. 404-405). La aparición de la ecología es el remate para esta ética. Una ecología, como sabemos desde Guattari o desde Stengers, que es una ecología de las prácticas. Una eto-ecología. Podrá parecer extraño decirlo con tanto hincapié. Sin duda, creo que el libro de Iván es, por lejos, lo mejor que se ha escrito sobre Foucault en nuestro país, tierra tan poco crítica como ella sola. Probablemente uno de los más grandes escritos sobre él en nuestra lengua, y, sobre todo, un gran libro de ética. Estamos frente a un libro de ética, como habría dicho Foucault al presentar El Anti-Edipo de Deleuze y Guattari. Como no ser gobernados implica buscar otros modos de ser, que ya no sean solo públicos o discursivos. Por eso, tiene razón Iván al repetir en varias ocasiones que la política moderna se ha visto acompañada del “bloqueo histórico de una relación ethopoiética con nosotros mismos” (399). 

Es cierto que hoy nos indignamos con los 17 millones de pesos recibidos por Marcela Cubillos como pago por dictar un curso universitario o con personajes como Luis Hermosilla, el abogado de todos los poderes más indignos y miserables de esa larga y angosta franja de tierra, y que ha terminado de destruir la fantasía que durante tanto tiempo alimentamos de ser el único país del Sur Global no animado por la corrupción y el robo. Pero lo cierto es que dirigimos muy poco la atención hacia nuestros pequeños gestos y hacia nuestras miserias cotidianas. Creo decididamente que el libro de Iván nos encamina sobre esta pista, y lo hace sin clemencia, con absoluta crueldad. Para nosotros, la micropolítica – y en ella, la más impulsiva y recurrente, el microfascismo – solo se han vuelto un tema de análisis teórico o de denuncia impostada. El libro, sin decírnoslo explícitamente, nos pide ser crueles, porque tenemos que enfrentarnos a aquello que no somos capaces de afrontar (Rosset). Nos recuerda que no nos hagamos los indignados simplemente. Podríamos poner sobre la mesa cientos de ejemplos para indicar que mayor es nuestra indignación cuanto menos nos hemos enfrentado a aquello que somos. Pretendemos indignarnos porque no podemos afrontar el hecho de que podemos ser pensadores críticos y radicales, pero comprometernos sin problema alguno con instituciones autoritarias y excluyentes. Podemos ser militantes antifascistas, pero buscamos arrasar con todo lo que escape a nuestra intocable moralidad. Nos podemos sentir disidentes, pero nos vamos a la cama con quienes comparten las formas de vida de quienes han sido exterminadores y asesinos. Podemos incluso ser pensadores comprometidos con la ecología contemporánea y con las luchas animalistas, y celebrar nuestras reuniones académicas o familiares en parrilladas. No es ingenuidad, sino lo que nos permite la disociación entre vida y pensamiento, y una incapacidad tanto más violenta de producir nuestros modos de existir. 

Este libro se resiste entonces a lecturas fáciles. No tiene un efecto balsámico, no hay nada dócil en sus páginas. No hay ángeles en él. Menos aún dioses, sobre todo dioses humanos. Hay ruina, precisamente porque hay coraje por la verdad. Remueve. Y eso es algo que lamentablemente muy pocas veces podemos decir sobre un libro. No es solo un objeto con el cual tomarnos selfies para mostrarles a nuestros seguidores cuán superiores somos a ellos. La importancia de esta lectura de Foucault es que nos muestra, sin ambages, que hemos sublimado nuestras preocupaciones vitales para escamotearlas, y así permitirnos una vida más dócil, que la mayor parte del tiempo pierde toda relación con nuestro pensamiento. Espero, sinceramente, que sea un libro para todos y para nadie, donde esa tercera persona anuncie algo que modifique rotundamente nuestra existencia, ese anonimato donde se afirma la consistencia de un Afuera, campo informal de lo que todavía no es. Se trata de un libro que se toma en serio la tarea de la crítica, que no es otra que destruir quienes somos. Y ello no es distinto, como recordaba Foucault en su última entrevista en 1982, de un arte de vivir, un verdadero ejercicio creativo para relaciones que todavía no tienen nombre y que nos hagan merecedores de vivir una vida. Un sistema en curso, una ética venidera: este libro puede pretender muchas cosas. Pero lo cierto es que es desde ahora un libro imprescindible. Un libro para abrirnos paso y empezar a acabar con nuestros objetos de veneración. Un libro que vuelve a mostrarnos la urgencia de escribir sobre lo que realmente nos atormenta o sobre aquello que abiertamente nos indigna. Y para eso no hay que adornar nada, como recuerda Sábato, en su Abaddón el exterminador: “Una teoría debe ser despiadada y se vuelve contra su creador si el creador no se trata a sí mismo con crueldad”.

Iván Torres Apablaza, Michel Foucault, una lectura posthumanista. Ética, política, porvenir
(Santiago: Alma Negra Editorial, 2024, 451 pp.)

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