19 de mayo 2011

Volver a pasar por el corazón

Uno de los últimos anhelos de Koen Wessing fue traer sus fotografías a Latinoamérica, a Chile; devolvernos aquellas imágenes que tomara en las sitiadas calles de Santiago en septiembre de 1973.

A dos meses de su fallecimiento y a casi cuarenta años de ocurridos aquellos hechos, se cumple su deseo. La muestra fotográfica ha sido montada en el recientemente inaugurado Centro Cultural Gabriela Mistral, edificio que fuera levantado en 1972 durante el gobierno de Salvador Allende, con ocasión del encuentro de la UNCTAD III, y que luego del bombardeo a La Moneda pasara a ser el centro neurálgico de la junta militar. Al mismo tiempo de la muestra se publica este libro con la selección de cuarenta y tres fotos, de los ocho rollos y medio que tomara, del Chile que allí quedó congelado; las imágenes en Nicaragua durante la Revolución Sandinista y las de El Salvador, en momento en que las fuerzas de seguridad del régimen, luego del asesinato de Monseñor Romero, masacran a la multitud que asiste a sus funerales.

Podemos hablar entonces de un acontecimiento no solo por el encuentro con las imágenes de un momento crucial para la historia de Chile, imágenes indelebles para la historia y la memoria de nuestros pueblos latinoamericanos, sino también por las circunstancias que las rodean. La fotografía regresa al punto geográfico de partida y a través de ella el fotógrafo –que no estará más– viene a nuestro encuentro para dar testimonio de los hechos que allí ocurrieron. De esta forma se cierra un círculo y se abre uno nuevo. Wessing nos ha dejado planteadas las preguntas de la única manera que su oficio puede hacerlo.

¿Qué une al conjunto de fotografías que aquí tenemos? Muchas son las cosas por las que estas imágenes se constituyen en un cuerpo: destacan en ellas las miradas de interpelación o desolación, el sufrimiento, el miedo; el grito mudo del dolor, de la rabia e impotencia; la dignidad; la  perseverancia, la resistencia, la búsqueda; la destrucción, la barbarie, la prisión, la larga espera, la muerte y, pese a todo, la vida.

Las imágenes agregan fragmentos de nuestra historia más próxima o lejana, vivida en carne propia o no; de cualquier manera, nos conmueven, nos perturban y sacuden. Nos hacen  recordar incluso lo que nunca hemos vivido, porque las vemos desde la memoria colectiva y con la emoción de lo que esos momento significaron; las vemos con los sentidos y la conciencia abierta. Estas fotografías nos vinculan con el recuerdo en el sentido etimológico de la palabra –recordar, viene del latín recordis, re (de nuevo) cordir (corazón)– y, entonces, volvemos a pasar por el corazón esos rostros, esas experiencias que nos pertenecen, como las luchas y esperanzas compartidas. Claramente no es neutral la lectura que de ellas hacemos, como no lo es tampoco la mirada del fotógrafo.

Chile, septiembre 1973: reconocemos algunas de estas fotos; libros consumiéndose en la hoguera callejera tras ser alimentada por militares, o el funeral del poeta Pablo Neruda. La mayoría las vemos por vez primera, y a pesar que sabemos de esta historia, las imágenes nos sorprenden y nos llenan de emoción, como la del joven prisionero en el Estadio Nacional, que posa de perfil, erguido, con honor y entereza, para la cámara del militar que lo fichará con el código que ha de ser identificado de ahí en adelante. O el niño que tras las rejas del Estadio, junto a otros prisioneros, levanta la mano con la ilusión de alcanzar, tal vez, uno de los cigarrillos que el fotógrafo ha intentado repartir… ¿Qué habrá sido de ellos?, ¿dónde estarán?, ¿habrán sobrevivido?

Nicaragua, abril de 1979: una muy joven mujer, con la mirada en un horizonte incierto, huye del bombardeo de la fuerza aérea de Somoza a la ciudad de Estelí; con un brazo sostiene con dificultad a un niño desnudo, mientras con el otro afirma el hatillo que lleva a su espalda. Estelí (en lengua Náhuatl Río de Obsidiana) fue la primera ciudad liberada por el Ejército Sandinista de Liberación Nacional y que llevaba diecisiete años de lucha insurgente contra la dictadura de la dinastía Somoza, instalada en el poder  por más de cuatro décadas. Nicaragua cruzaba allí la línea que hacía recobrar la esperanza de liberación para su pueblo, y motivaba los anhelos libertarios, de justicia e igualdad para Latinoamérica. Luego de la toma de Estelí, siguieron tres meses de encarnizada lucha –en que la Guardia Nacional de Somoza no dudó en bombardear a la población civil y en asesinar a todo sospechoso de apoyar a los rebeldes–, tras los cuales los sandinistas logran tomar la ciudad de Managua y celebrar así el triunfo de la revolución.

El Salvador, marzo de 1980: en primer plano dos hombres y dos mujeres con los brazos en alto avanzan hacia un lugar desconocido. Son rostros curtidos por el dolor, el sometimiento; uno de los  hombres detiene la mirada en algo que ve más allá, algo que lo sorprende y aflige, el otro lleva la mirada de la introspección, mientras la mujer que viste de negro gira los ojos directo a la cámara ¿qué estará diciéndonos?

El contexto de esta serie es la masacre perpetrada contra los asistentes al funeral del Arzobispo Oscar Arnulfo Romero, asesinado por un francotirador mientras oficiaba misa. Romero había hecho suya la opción por los pobres, enfrentado a la dura realidad de miseria y explotación, a la brutal represión y matanzas por parte de los paramilitares que actuaban al amparo de los gobiernos militares y la oligarquía salvadoreña, apoyados por Estados Unidos. Desde hacía algunos años, en las prédicas dominicales transmitidas por la radio, el arzobispo venía denunciando las violaciones a los derechos humanos fundamentales de campesinos, obreros, estudiantes y sacerdotes de su país. “A mí me podrán matar, pero ya es imposible hacer callar la voz de la Justicia.”, señaló en una de sus homilías. Los crímenes que siguieron luego de su asesinato, agudizaron aún más la crisis política que el país vivía, y marcarían el inicio de una guerra civil que se prolongaría por doce años.  Décadas más tarde se confirmaría que el asesinato de Monseñor Romero fue ejecutado por un escuadrón de la muerte compuesto por civiles y militares de ultraderecha.

Las fotografías de este libro son impactantes, desgarradoras; todas nos remiten al comienzo del fin. Ellas dan cuenta de la infamia y de la lucha por la vida.

No podemos dejar de pensar en quien estuvo detrás del lente, en su mirada, en la asertividad de la toma, en el riesgo, el interés, el sentimiento y la pasión puesta a la hora de apretar el obturador. Wessing capturó el dolor del conflicto desigual y fratricida, e hizo de su trabajo una apuesta por dignificar la condición humana, asumiendo que este debía dar testimonio, haciéndola visible, no importando el tiempo que le tomara en llevar adelante ese objetivo.

Los últimos días de su vida los dedicó a preparar este libro y la muestra fotográfica junto a su amigo Jeroen de Vries, a quien debemos gratitud por haberlos hecho posibles. Que sean éstos un homenaje desde América Latina al trabajo y compromiso de Koen Wessing con la liberación de los oprimidos.






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