Fotografía de @pauloslachevsky

06 de agosto 2021

1986: El año decisivo o cuando se movían las botas

por Leandro Hernández Gómez

“…cada tos tiene su historia, cada cicatriz su aventura…”

C.D

Roberto me invita a escribir sobre Carlos Droguett, sobre mi experiencia con el autor de Patas de perro. Me dice que puedo abordarlo como lector, como poeta, como profesor o como quiera. Esa libertad, me pone nervioso quizás porque aún me resuena llena de sentido, esa idea de que la libertad es una condena. Estamos condenados a ser libres. Libres de optar, de asumir responsabilidades, de hacernos cargo. Sé que el existencialismo sartreano actualmente está en cuestión, y creo que lo está especialmente por esa otra idea de que el infierno son los otros. En fin, suelo ser terco.

Con su gentil invitación, Roberto, como editor de este dossier, me obliga (sé que no fue su intención, de hecho me dio la opción) a plantearme frente a la obra de Droguett desde un lugar que tuve que determinar. Porque hasta ahora, al menos eso creía, nunca antes tuve que situarme respecto a su literatura. Lo pienso, me concentro y entonces recuerdo un texto de Jaime Pinos que alguna usé, como profesor, para contextualizar la lectura de Eloy entre mis estudiantes. Recuerdo la idea central del compromiso, con la vida, con la escritura. Escribir como se respira, dice Jaime en ese texto al referirse a uno de los puntales de la poética del terremoto de Droguett.

Durante el año 1986 curso 3° medio, y es cuando obtengo por primera vez un promedio rojo trimestral. Fue en Historia Universal, así se llamaba la asignatura en la que, como en todas las escuelas, se estudiaba fundamentalmente la historia europea. Nos pasan la materia referida a la Primera Guerra Mundial. Aún recuerdo algunas palabras o nombres relacionados: El Mariscal Petain, Alsacia y Lorena, las batallas de Verdún y la de Gallipoli. De hecho vimos “Gallipoli”, una película en que un atleta se enlista y va al frente, a las trincheras, y corre por ellas llevando mensajes entre las distintas posiciones, mientras la infantería otomana espera a los jóvenes australianos para ametrallarlos. 

Había estudiado mucho para esa prueba. Como no tenía dinero para fotocopias conseguí el libro y transcribí algunas de sus partes en mi cuaderno. Con la transcripción, finalmente aprendí o memoricé bastante bien los contenidos, y ya estaba a punto de terminar la prueba coeficiente 2 cuando el compañero sentado detrás mío, hizo llegar hasta mi pupitre un pequeño torpedo. Me desconcerté, pero lo cogí y guardé dentro del puño. No sabía qué hacer con él, me puse nervioso y opté por taparlo con la palma de mi mano sobre mi muslo izquierdo. 

Estaba en eso cuando vi al profesor a mi lado diciéndome con calma y a un volumen discreto: “Pásalo, cabro, pásalo”. Lo miré, me miró y repitió “Pásalo, cabro, pásalo” y entonces, tomé el torpedo y se lo pasé, luego de lo cual el profesor, tomó mi prueba y se la llevó a su mesa: un 2,0 coeficiente 2, par de patos, y sin derecho a reclamo. Asumí la derrota provocada por un torpedo que llegó a mi trinchera mientras daba la prueba.

1986 es el año en que también entré por primera vez a una schopería con un par de amigos del barrio, Johnny y Enrique. Recuerdo que tomamos 8 shops aguachentos cada uno y por primera vez siento que estoy embriagado. Es el año en que empiezo a fumar y a comprar cigarros sueltos que compartimos en un ruedo con otros de mi edad. En una de esas jornadas alguien comenta que en Santiago una patrulla militar ha quemado a dos jóvenes durante las protestas. No es mucho más lo que se sabe, de hecho sabemos más de Alsacia y Lorena que de Rodrigo y Carmen Gloria.

1986 también es el año en que elijo el plan humanista y tengo por primera vez el ramo de Literatura. El profesor es un joven Sergio Mansilla Torres quien durante ese mismo año publica su primer libro de poesía, “Noche de agua”. Es el primer poeta que conozco, “en vivo”. En su asignatura leemos Crimen y Castigo, La metamorfosis y El diablo y Dios. En sus clases escucho por primera vez el nombre de Solzhenitsyn, y Manuel Puig y El Beso de la mujer araña. Me gusta el ramo y me va bien, mejor que en cualquier otro.

En Castellano, el segundo trimestre, el mismo de los cigarros, la shopería y otros peluseos barriales (que hace que mis padres en algún momento me quiten las llaves de la casa porque estaba llegando muy tarde, por estar conversando y fumando en la esquina) me empieza a ir mal, hago desorden en otras clases, desde inspectoría me citan apoderado. Falsifico un justificativo con las excusas de que mi mamá está de viaje (verdadero) y que mi papá no puede ir por su trabajo (falso). Esto último, porque mi viejo alcohólico no trabajaba sino que estaba en una de sus tandas de borrachera que fácilmente podían durar uno o dos meses. 

El profe de castellano, Alexis Krause es también mi profe jefe y en ese rol me cita una tarde a conversar a su oficina. Me pregunta si me pasa algo, me cuenta que ha recibido quejas de otros profesores por mi comportamiento y que, además, en su asignatura, en la última prueba me saqué un rojo, cuestión extraña, porque en general me iba bien. Me dice que tengo una serie de cualidades entre las que nombra mi sentido de la amistad, mi creatividad  y mi capacidad artística, así me dijo, de transformar material inerte en cosas vivas. Me creí con este último comentario, y me comprometí a mejorar. ¿Cuál es el libro que viene? le pregunté. Me quedó mirando fijamente, esbozó una sonrisa y me respondió: “Eloy de Carlos Droguett, Premio Nacional”.

El colegio en Osorno en el que estudié, la biblioteca contaba con un ejemplar para cada estudiante de los libros del plan lector. A lo más había algunos títulos más escasos donde debíamos compartir el ejemplar con un compañero, 15 días para uno y 15 para el otro. Pero de Eloy había uno para cada quien. El día en que repartieron los ejemplares, tomé el mío y lo eché en el bolsillo del vestón. 

Una vez en mi casa, pude hojearlo. Era un ejemplar gastado por las lecturas de las generaciones anteriores. Lo empecé a leer en la noche, hacia la medianoche tal vez, en medio del campo, despierto, completamente despierto y seguro de mí mismo y creo que me demoré en terminarlo unos dos o tres días, luego de los cuales decidí releerlo para preparar mejor la prueba. 

Claro que disfruté mucho más la relectura. No recuerdo que se me haya hecho complejo o que no hubiera entendido esos cambios abruptos de persona gramatical y de tiempos concentrados que presenta el texto de Droguett. Pude armar la historia del Ñato Eloy sin ningún problema. Me pareció como si fuera una película violenta. O más bien una historia de violencia y también de muerte y de valentía de parte de alguien que se sabe perdido pero que también tiene la certeza de que su amor por la vida lo hace más fuerte que todos los perseguidores que han venido a matarlo. Me llamó la atención la valentía del protagonista. Solo recuerdo que lo disfruté, que me gustó y que el día de la prueba, al igual que en otras ocasiones, en el recreo anterior, narré a algunos compañeros de qué trataba la obra. 

Durante la prueba, me concentré mucho, escribí mucho, incluso me referí al aroma de las violetas que tantos significados puede tener en el libro. Cuando terminé, revisé en términos generales, me levanté, fui hasta la mesa de Krausse y se la entregué. ¿Cómo te fue? me preguntó. Al parecer bien, le dije, y pensé en la carabina y las balas y las hojas.

Después de una semana, cuando entregó las pruebas, dejó la mía para el final. Al resto del curso le había ido de manera variopinta. Algunos rojos, muchos cuatro, un par de seis.  Cuando al fin me llamó, caminé desde el fondo de la sala hasta la mesa de Krausse y éste me entregó la prueba, con una sonrisa. Te felicito, me dijo. Has vuelto, agregó. Cuando vi el siete, sentí un escalofrío de orgullo. Gracias, le dije, y me fui a sentar a mi puesto.

Visto desde hoy, puedo decir que ese encuentro con Droguett y con los demás libros que leí ese año, convierten a 1986 en mi propio año decisivo y que, para bien o para mal, me llevó por el camino o la trocha, que hizo que me convirtiera en profesor de castellano y en poeta fumador. 

Visto desde hoy, cuando han pasado al menos tres décadas. En verdad, casi treinta y cinco años. Casi la mitad de la vida, desde la perspectiva de Dante según Borges. Visto desde hoy, es posible imaginar, recordar, desear que las cosas, que las reflexiones, o que ciertos detalles de los hechos, hubieran sido de cierta otra manera. Nos queda bucear en la posibilidad. Me gusta pensar en la posibilidad de que la lectura de Eloy haya sido mucho más importante de lo que creí en ese instante. Posiblemente lo fue. 

Un año después, una mañana fría de junio sureño, los vidrios de la sala del 4°A lucen empañados. Suena el timbre y llega Krausse quien sigue siendo nuestro profesor jefe. Puede que por horario hayamos tenido Orientación o bien Castellano. Da lo mismo. Cuando llegó el momento de comenzar la clase, Krausse, luego de saludarnos, nos contó que durante la madrugada, en una comuna de Santiago, Civiles No Identificados habían asesinado a una cantidad de jóvenes que se encontraban en una casa. Agregó a había otros muertos en otros operativos. En total, nos dijo, son 12 jóvenes los que han sido abatidos. 

Quedamos impactados, o al menos el grupo de amigos que nos sentábamos atrás, en una esquina de la sala. Nos miramos y supimos que pensábamos en la valentía y en la cobardía. Como la valentía de Eloy, recordamos. Como la cobardía de los agentes, pensamos. No lo dijimos, no levantamos la mano para hablar delante del curso, no lo conversamos luego en el recreo, pero una vez terminada la jornada fui a la biblioteca a pedir un ejemplar de la novela de Carlos Droguett, Premio Nacional. La bibliotecaria, dijo que no se podía, porque lo tenían los Terceros Medios que lo están leyendo para Castellano, nos dijo. Y preguntó que para qué lo quería, si ya lo había leído el año anterior. No supe qué responder.

Me reencontré con Eloy cuando ya estaba en el Pedagógico. Y lo volví a leer, con ya más experiencia literaria. Años después, ya trabajando como profesor, lo incorporé al plan lector del primer semestre de tercero medio dedicado a una triada de literatura chilena, junto a La amortajada e Hijo de ladrón. El resultado de esa experiencia tuvo distintos matices, a algunos estudiantes les gustó, a otros no, lo encontraban complejo, enredado, incluso aburrido. Por supuesto también hubo algunas o algunos a los que les pareció una obra maravillosa y se negaron a leer el resumen que hoy se puede encontrar en internet.

En lo personal, me sigue gustando esta cita que alguna vez rescaté de las páginas finales de la novela: “A través de los disparos, que sonaban en sus orejas, en sus mandíbulas, que le remecían la pierna herida, lo sentía toser con dulzura, con claridad y felicidad casi y le tenía una inmensa simpatía, esa tos le decía algo, era tal vez una señal, un camino, le señalaba el derrotero que deberían seguir sus balas.” 

Hoy cuando termino de escribir esto, me gusta pensar en la posibilidad de que esa cita haya sido una de las ideas que se nos vinieron a la mente mientras Krausse comentaba, en junio de 1987, el impacto de lo que después conoceríamos como la Operación Albania o Matanza de Corpus Cristi. Por un lado, la valentía, el compromiso y, por otro, la cobardía infinita.

Me gusta pensar en la posibilidad de que esa valentía haya sido un derrotero que deben seguir, sino nuestras balas, al menos nuestras diminutas palabras. Mientras se movían las botas.

Leandro Hernández Gómez (Osorno, 1970). Profesor de Castellano formado en el ex Pedagógico. Sus primeros textos aparecieron en la publicación colectiva "Maestranza. Antología Incompleta" (Roneo 750 Ediciones, 1995). Ha publicado "Umo" (Das Kapital, 2010), "Pato Nietzsche" (Andesgraund, 2013), "Maicillo/Sauló", Das Kapital, 2014) y "Ovejería" (Das Kapital, 2015). Actualmente reside en Santiago.

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