08 de marzo 2020

Crónica de los premios Cesar: “Desde ahora nos levantamos y nos vamos”

por Virginie Despentes

El viernes 28 de febrero, la Academia de las Artes y Técnicas del Cine de Francia, institución encargada de la atribución de los premios Cesar, decidió galardonar a Roman Polanski con el premio al mejor realizador por su último largometraje J’accuse (en español: El oficial y el espía). La academia decidía así ignorar las protestaciones del movimiento feminista en rechazo al director franco-polonés, acusado de numerosos casos de violación a menores. En repudio al premio, la humorista Florence Foresti, animadora de la ceremonia, decidió no volver a salir al escenario, al tiempo que la actriz Adèle Haenel, protagonista de Retrato de una mujer en llamas, quién había denunciado el año 2019 los abusos sufridos de niña por parte del director Christophe Ruggia, salía de la sala en signo de protesta.

El domingo 1 de marzo, la escritora Virginie Despentes (Nancy, 1969) publicaba la tribuna que reproducimos a continuación en el diario Libération, denunciando la decisión de la academia y homenajeando el gesto de la actriz.

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Empezaré así: siéntase seguros, los poderosos, los que la llevan, los jefes, los grandes pescados: sí duele. Por mucho que lo sepamos, por mucho que los conozcamos, por mucho que ya nos hayamos dado cientos de veces con su gran poder en plena jeta, sigue siendo igual de doloroso. Todo este fin de semana escuchándolos gemir y lloriquear, quejarse de que los obligan a pasar sus leyes a punta de 49.3[1] y de que no los dejan celebrar a Polanski tranquilos y de que les están aguando la fiesta, pero detrás de sus jeremiadas, no se preocupen: los escuchamos gozar de que son ustedes los verdaderos patrones, las grandes lumbreras, y el mensaje pasa cien por cien: la noción esa de consentimiento, jamás la dejarán pasar. ¿Dónde estaría el placer de pertenecer al clan de los poderosos si hubiera que tener en cuenta el consentimiento de los dominados? Y yo no soy, ciertamente, la única que quiere echarse a llorar de rabia y de impotencia después de su bella demostración de fuerza, ciertamente no la única en sentirse manchada por el espectáculo de su orgía de impunidad.

No hay nada sorprendente en que la academia de los Cesar elija a Román Polanski como el mejor realizador del año 2020. Es grotesco, es insultante, es repugnante, pero no es sorprendente. Cuando le das 25 millones de euros a un tipo para un telefilm, el mensaje está en el presupuesto. Si la lucha contra la subida del antisemitismo interesara al cine francés, se vería. Pero la voz de los oprimidos que se hacen cargo del relato de su propio calvario, ya entendimos que eso sí los jodía. Por eso que cuando escucharon hablar de esa comparación sutil entre la problemática de un cineasta funado por un centenar de feministas a la entrada de tres salas de cine, y Dreyfus, víctima del antisemitismo francés a fines del siglo pasado, decidieron saltar sobre la ocasión. Veinticinco millones por ese paralelo. Súper. Un aplauso para los accionistas, porque para reunir un presupuesto así hubo que poner a todo el mundo a jugar el juego: Gaumont, los créditos de impuestos, France 2, France 3, OCS, Canal +, la RAI…. Con la mano en los bolsillos todos, y generosos, por una vez. Cuando se trata de defender a uno de los suyos cierran filas. Los poderosos entienden por ahí defender sus prerrogativas: hace parte de su elegancia, la violación es incluso lo que funda su estilo. La ley los cubre, los tribunales son su dominio, los medios les pertenecen. Y es para eso justamente que sirve la potencia de sus grandes fortunas: para tener el control sobre los cuerpos declarados como subalternos. Los cuerpos que callan, que no cuentan la historia de sus puntos de vista. El tiempo ha llegado para los ricos de hacer pasar este bonito mensaje: el respeto que les debemos se extenderá desde ahora a los picos manchados con la sangre y la mierda de los niños a los que violan. Ya sea en la Asamblea Nacional o en la cultura: basta de esconderse, de simular incomodidad. Han decidido exigir el respeto entero y constante. Vale para la violación, vale para los abusos de su policía, vale para los premios Cesar, vale para la reforma de las pensiones. Esa es su política: exigir el silencio de las víctimas. Hace parte del territorio, y si hace falta transmitirnos el mensaje por el terror, no ven a dónde está el problema. Antes que todo, está su goce mórbido. Y alrededor suyo sólo toleran a los vasallos más dóciles. No hay nada sorprendente en que hayan premiado a Polanski: siempre es el dinero lo que se celebra en esas ceremonias, callampa con el cine. Callampa con el público. Es su propia potencia de golpe monetaria lo que vienen a adular. Es el enorme presupuesto que le otorgaron en signo de apoyo lo que saludan, y a través de él, es su propia potencia la que debemos respetar.

Sería inútil y fuera de lugar, en un comentario sobre esta ceremonia, separar los cuerpos de los hombres cis y los de las mujeres cis. No veo ninguna diferencia de comportamiento. Se da por sobreentendido que los grandes premios continúan siendo el dominio exclusivo de los hombres, puesto que el mensaje es: nada debe cambiar. Las cosas son muy bellas tal como están. Cuando Foresti se permite salir de la fiesta y declarar que se siente “asqueada”, no lo hace en tanto mujer; lo hace en tanto individuo que toma el riesgo de echarse la carrera a la espalda. Lo hace en tanto individuo que no está enteramente sujeto a la industria cinematográfica, porque sabe que su poder no podrá vaciar las salas. Es la única que se atreve a hacer una broma sobre el elefante en medio de la plaza, todo el resto se calla la boca. Ninguna palabra sobre Polanski, ninguna palabra sobre Adèle Haenel. Todo el mundo cena junto, en ese medio, todos conocen las consignas: hace meses que les jode que una parte del público se haga escuchar y hace meses que sufren que Adèle Haenel haya tomado la palabra para contar su historia de niña actriz, desde su propio punto de vista.

Todos los cuerpos sentados para esa noche están entonces convocados con un solo objetivo: verificar el poder absoluto de los poderosos. Y los poderosos aman a los violadores. En fin, aquellos que se le parecen, los que son poderosos. No los aman a pesar de la violación y porque tienen talento. Les encuentran talento y estilo porque son violadores. Los aman por eso. Por el coraje que tienen de reclamar la morbosidad de su placer, de sus pulsiones débiles y sistemáticas de destrucción del otro, de destrucción de todo lo que tocan, en realidad. Su placer reside en la depredación: es su único concepto de estilo. Y saben muy bien lo que hacen cuando defienden a Polanski: exigen que se les admire hasta en su delincuencia. Es esa exigencia la que hace que, tras la ceremonia, todos los cuerpos se sometan a una misma ley de silencio. Se acusa lo políticamente correcto y las redes sociales, como si la omertá fuera una cosa de ayer y fuera culpa de las feministas, pero hace años ya que la cosa va así: durante las ceremonias del cine francés, no se bromea nunca con la susceptibilidad de los patrones. Entonces todo el mundo se calla, todo el mundo sonríe. Si el violador de niños fuera el tipo del aseo, entonces no hay tregua: policía, prisión, declaraciones estruendosas, defensa de la víctima y condena general. Pero si el violador es un poderoso: respeto y solidaridad. Nunca hablar en público de lo que pasa en los castings, ni en las escuelas, ni en los sets de grabación, ni en las promociones. Se cuenta, se sabe. Todo el mundo sabe. Siempre es la ley del silencio la que prevalece. Es por respeto de esa ley que se elige a los empleados.

Y aunque sepamos eso desde hace años, la verdad es que es nunca deja de ser sorprendente el descaro del poder. Es eso lo bello, finalmente, que sus asquerosidades nunca fallan. Y la humillación de ver a los participantes sucederse en la mesa continúa, sea para anunciar o para recibir un premio. Uno se identifica, necesariamente, no sólo yo que hago parte de esa elite sino cualquiera que vea la ceremonia, uno se identifica y es humillado por procuración. Tanto silencio, tanta sumisión, tanto esmero en la servidumbre. Una se identifica. Y dan ganas de morir. Porque al final del ejercicio, sabemos que somos todos empleados de ese gran mierdero. Somos humillados por procuración cuando los vemos callarse, sabiendo que si Retrato de una mujer en llamas no recibió ninguno de los grandes premios finales, es únicamente porque Adèle Haenel habló, y que se trata de que las víctimas entiendan bien que si quieren contar su historia, harían mejor con pensarlo dos veces antes de romper el silencio. Humillados por procuración luego de que hayan osado convocar a dos realizadoras que nunca han recibido y que probablemente jamás recibirán el premio de la mejor realización, para darle el premio a Roman fucking Polanski. Himself. En nuestras jetas. Decididamente, no tienen vergüenza de nada. Veinticinco millones, es decir más de catorce veces el presupuesto de Los Miserables[2], y el hueón ni siquiera pudo ubicar su película en el box-office de las cinco películas más vistas del año. Y ustedes lo recompensan. Y saben muy bien lo que hacen: que la humillación sentida por toda una parte del público se extenderá hasta el premio de después, cuando convoquen a la escena a los cuerpos más vulnerables de la sala, aquellos que saben que arriesgan la piel en cada control de policía, y que aunque faltan mujeres entre ellos, no les falta la inteligencia, y sabemos que saben hasta qué punto el vínculo es directo entre la impunidad del violador celebrado aquella noche y la situación de los barrios en los que viven. Las realizadoras que otorgan los premios de vuestra impunidad, los realizadores cuyo premio está manchado de vuestra ignominia, todo un mismo combate. Unos y otros saben que en tanto empleados de la industria del cine, si quieren trabajar mañana, mejor callarse. Ni siquiera una broma, ni siquiera un palo. Eso es el espectáculo de los premios. Y los azares del calendario hacen que el mensaje valga sobre todos los tableros: tres meses de huelga protestando contra una reforma de las pensiones que no queremos y que van a pasar a la fuerza. Es el mismo mensaje que viene de los mismos círculos y que va contra el mismo pueblo: “Cállate, ciérrala, metete tu consentimiento por el culo, y sonríe cuando me veas porque yo soy poderoso, porque yo tengo toda la plata, porque yo soy el que manda”.

Cuando Adèle Haenel se levantó, entonces, era el sacrilegio en persona. Una empleada reincidente, que no se obliga a sonreír cuando la señalan en público, que no se fuerza a aplaudir el espectáculo de su propia humillación. Adèle se levanta como ya se levantó antes para decir así veo yo la historia del realizador y su actriz adolescente, así es cómo yo la sentí, así es cómo la llevo, así es cómo la tengo pegada a la piel. Porque esa imbecilidad de la separación entre el hombre y el artista nos la pueden declinar en todos los tonos, pero todas las víctimas de violación saben que no hay división milagrosa entre el cuerpo violado y el cuerpo creador. Se carga con lo que se es y eso es todo. Vengan a explicarme como debería hacer para dejar a la niña violada delante de la puerta de mi oficina antes de ponerme a escribir, banda de canallas.

Adèle se levanta y se va. Aquella noche del 28 de febrero no aprendimos gran cosa que ignoráramos sobre la bonita industria del cine francés, pero aprendimos cómo es que se lleva el vestido de gala. Como guerrera. Como se camina con tacones altos: como si fuéramos a destruir el edificio entero; cómo avanzamos con la espalda derecha y la nuca rígida de rabia y los hombros abiertos. La imagen más bella en cuarentaicinco años de ceremonia: Adèle que baja las escaleras para salir y que les aplaude, y entonces ya sabemos cómo funciona, alguien que se va y que les dice mierda. Doy un 80% de mi biblioteca feminista por esa imagen. Esa lección. Adèle, no sé si te estoy male gaze o female gaze, pero te love gaze una y otra vez en mi teléfono desde esa salida. Tu cuerpo, tus ojos, tu espalda, tu voz, tus gestos, todo decía: si, somos las huevoncitas, somos las humilladas, sí, no nos queda más que cerrar la boca y comernos sus golpes, ustedes son los jefes, ustedes tienen el poder y la arrogancia que va de ello pero no vamos a quedarnos calladas sin decir nada. No tendrán nuestro respeto. Nos vamos de acá. Hagan sus imbecilidades entre ustedes. Celébrense, humíllense los unos a los otros, maten, violen, exploten, destruyan todo lo que tocan. Nos levantamos y nos vamos de acá. Probablemente sea una imagen anunciadora de los días que vienen. La diferencia no está entre hombres y mujeres, sino entre dominados y dominantes, entre aquellos que quieren confiscar la narración e imponer sus decisiones, y aquellos que van a levantarse y se van a ir despotricando. Es la única respuesta posible a sus políticas. Cuando algo no va, cuando va muy lejos: nos levantamos, nos vamos y despotricamos y los insultamos, lo mismo si somos los que están abajo, lo mismo si nos llevamos en plena jeta su poder de mierda, los despreciamos y les vomitamos. No tenemos ningún respeto por su mascarada de respetabilidad. Su mundo es asqueroso. Su amor del más fuerte es mórbido. Su potencia es una potencia siniestra. Son una banda de imbéciles funestos. El mundo que han creado para reinar por encima como unos canallas es irrespirable. Nos levantamos y nos vamos. Se acabó. Nos levantamos. Nos vamos. Despotricamos. Váyanse a la mierda. 


[1] El sábado 29 de febrero, el gobierno francés decidía aplicar el artículo 49.3 de la Constitución para aprobar sin votación del congreso una ley de reforma al sistema de pensiones, masivamente rechazada por las organizaciones sociales durante meses de movilización social. [N. del T.]

[2] Los Miserables, del director Ladj Ly, ganadora del premio a la mejor película durante la misma ceremonia, retrata la conflictualidad social y la violencia policial en la periferia parisina. [N. del T.]

(Nancy, 1969) Narradora francesa, autora, entre otros libros, de la trílogia Vernon Subtex y del ensayo King Kong Theory.

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